A mediados de la década de los 70 |
Hace casi medio siglo yo era militante del PMT, Partido Mexicano de los Trabajadores.
Espacio en Quanaxhuato en el que la cultura está en el centro. Se autoriza la publicación señalando la fuente.
A mediados de la década de los 70 |
Hace casi medio siglo yo era militante del PMT, Partido Mexicano de los Trabajadores.
Historia fresca
(Un par de victorias entre cien derrotas)La Cuarta Transformación avanza arrolladora |
Zolla, Pterocles, René y Guerrero En el Capi Carmona de la Moctezuma |
Los ponentes y alguna gente del público |
Con Martí Batres, hoy jefe de Gobierno, en el café La Habana. Y el Bapho... ¿Por qué no? |
El gran José Agustín hoy se nos ha ido.
El siguiente texto se lo escribí en el año 2005, casi ya en 2006 (el año del fraude electoral). Hoy se revalida el homenaje que le tributé al gran escritor de la onda.
La literatura de la onda. José Agustín, el puntal |
José Agustín escribe y la onda sigue y sigue
Pterocles Arenarius
"¿A poco así también se puede escribir?", me pregunté alguna vez que, hace más de un cuarto de siglo, me encontré con un cuento de José Agustín, un tanto tardíamente, lo reconozco, en una antología memorabilísima que hizo Gustavo Sáinz, Jaula de palabras, cuya segunda edición data de 1980; tan se podía escribir así que José Agustín, era un escritor ya para aquellos entonces, plenamente consagrado como ícono, emblema, prototipo de los autores no sólo jóvenes, sino los alivianados, los que habían roto con los formalismos del lenguaje, los que consiguieran dar un aliento de frescura a las expresiones literarias de este país, los que metieron el rock y las "groserías", las drogas y el sexo digamos explícito, qué rico, la rebeldía con causa y hasta sin ella, que también se vale. Y de los que habitaron esa antología estaban emparentados casi todos como descendientes de José Agustín o bien eran sus correligionarios aunque algunos no lo aceptaran.
José Agustín es, a estas alturas, una leyenda viviente de la literatura mexicana. En su momento llegó a tener una influencia tan grande que todos los narradores jóvenes de finales de los setenta y los ochenta, reconociéranlo o no, tuvieran consciencia o no, de primera generación o de segunda, escribían, escribíamos con una sensible influencia joseagustiniana. Y no sólo los jóvenes, también los consagrados, los famosos, los reconocidos llegaron a escribir con los modos y hasta los temas de José Agustín.
A largo plazo, los que empezamos a escribir más tarde, y no lo digo porque sea joven, sino porque me revelé (con uvé y también me rebelé, con be) como escritor tardíamente, recibimos la influencia de José Agustín de segunda o capaz que hasta de tercera generación.
En su momento lo que fue llamado en aquellos entonces La Literatura de la Onda, tan traída y tan llevada, de pronto tan denostada, de pronto tan acusada, a largo plazo terminó por demostrar que ni era tan fácil ni era nada superficial; más bien cumplía con el fenómeno que suele ocurrir cuando se impone una moda (en la mejor acepción del concepto) y es el de que esa actitud —la que enarboló José Agustín— flotaba en el ambiente, era necesario, se pedía a gritos. Lo cual es un don de los grandes hombres en cualquier ámbito. Las leyes de Newton eran ya imprescindibles cuando el buen Isaac tuvo la inspiración de proponerlas; la ley de la relatividad igualmente, sintetiza lo que ya estaba en el aire, etcétera; así, cuando surge el joven José Agustín y sorprende con De perfil, con Se está haciendo tarde, o La tumba más un largo etcétera de novelas que dejan pasmados tanto a los escritores como a los lectores e imbuidos de un ánimo desbordante a sus fans. En ese sentido, lo que hizo José Agustín sólo fue responderse a sí mismo, responder a las antenas mucho más sutiles y sensibles que las de todos los escritores en boga en aquellos tiempos. Una de las más grandes virtudes de un poeta, tener las antenas bien paradas (sin albur) y muy sensibles. Y digo, a largo plazo, en mayor o menor medida, todos escriben como José Agustín. Estoy seguro que la influencia liberadora joseagustiniana se va a apreciar con su real dimensión hasta dentro de muchos años; como dijo Thomas Stearns Eliot, la influencia de los grandes poetas ocurre en el lenguaje y afecta a todos los ciudadanos, aunque ni siquiera conozcan, ni por nombre, a sus poetas (hablo en el sentido amplio de poeta). A mi corto entender ha sido enorme tal influencia si bien la generó ampliamente en los temas lo hizo aún más en la forma. El desparpajo, el buen humor, el desmadre, las malamente llamadas malas palabras y hasta los chistes, la absoluta ausencia de la hipocresía, un lenguaje muy al chilazo además de divertido, la música que revolucionó al mundo, el rock; las sustancias que hicieron delirar a una generación y han hecho pensar y filosofar a las subsiguientes, las drogas; todo eso y más que de seguro se me escapa son aportaciones de José Agustín (gracias a él, que es como decir gracias a Newton caminan los carros), digo, gracias a José Agustín, hoy es posible hablar usando los enlistados recursos y temas y seguir siendo serio o más bien creíble, soltar una mentada de madre de indignación sin que por ello se atrevan a descalificar tu discurso y más aún, se vale el juego con el lenguaje y se habla con absoluta libertad y sin la ruca, oscura, tétrica y pérfida solemnidad arrulladora y peor, hipócrita. En el momento en que escribo este texto, en las finales horas del 2005 —hasta acá llega, sin duda la influencia sesentera joseagustiniana—, entreverando los ratos de escribir con los de leer, me soplo un buen artículo de Arturo Alcalde Justiniani en La Jornada y este autor, con la mayor de las facilidades nos desea un feliz año 2006, tras analizar las chingaderas que hizo el gobierno contra los salarios en el año que termina y a la vez nos habla de que mientras escribe se está bebiendo un sotol, la bebida regional de su patria chica y eso no le resta la menor inteligencia a su estudio ni credibilidad a su discurso; eso también es, de alguna manera, una influencia de José Agustín y quienes lo acompañaron: la actitud; a partir de entonces se vale ser mucho más sincero, nada de hipócrita, se puede hablar sin miedo de las filias, de los apetitos triviales, de los amores a objetos y hasta a otras entidades; en fin, ya no era necesario ser solemne, sobrio hasta la aburrición, serio y adusto hasta la peor forma de la mamonez. Pues sí, porque siendo tan sincero no es tan difícil caer en la mamonería, es el gran riesgo, pero si tal actitud no está bien asumida los mamones que se exhiban; es más, y finalmente, siempre habrá alguien a quien por alguna razón le parezcamos mamones, ya lo dijo José Al-Freud Jiménez: "No soy monedita de oro..."; finalmente la sinceridad, la espontaneidad y, lo más importante, el candor salieron ganando. Y como corolario extraemos una joya: la seriedad no es sinónimo de la verdad: viejo artilugio (o mejor, artegio, como dicen los rateros que se llaman sus trucos para robar), digo, el gran artegio de los políticos era la seriedad para decir demenciales mentiras o salvajes sinvergüenzadas haciendo una cara dura de solemnidad y de hombres inmensamente serios. Y aquí, creo, aparece otro corolario, es decir, otra joya: nos urgía encarecidamente hablarnos con la verdad; eliminar la simulación, evitar la hipocresía, al menos entre los que somos como somos, entre los alivianados, digámoslo en términos joseagustinianos. Yo estoy seguro que gracias al desparpajo, al hecho de que el juego, el desmadre y la actitud antisolemne no están reñidas con la inteligencia, hemos podido desenmascarar a un sinnúmero de políticos hipócritas y rateros; el propio José Agustín lo ha hecho y aquí quiero señalar, para terminar, otra de las formidables aportaciones de nuestro homenajeado, sus extraordinarias Tragicomedias Mexicanas I, II y III; aquí José Agustín se revela como un lúcido, ameno, inteligente, bien organizado y bien documentado historiador. A las virtudes escriturales joseagustinianas que se han anotado agréguensele una prodigiosa memoria o bien su meticulosa y amplísima documentación; el orden, que le permite hacer una crónica muy extensa de los múltiples ámbitos de la vida de México, la prosa de gran sencillez y, sin embargo, de suma agudeza que tiene además una flexibilidad que le permite ir introduciendo anécdotas memorabilísimas en las que dejó desnudos a los próceres que nos han gobernado desde el porfiriato hasta el salinato; los pone en su real dimensión, pobres sujetos bastante apendejados o, dado el caso, inmundos de perversión, siempre presas del delirio que a los pendejos produce el poder y cuantimás un poder tan inmenso como el del presidente. Las Tragicomedias, creo, son imprescindibles documentos para entender México en este momento. Y estamos esperando con ansia la IV, sobre el Zedillato y la inenarrable épica foxiana-panista cuya realidad desafía al pacheco más desquiciado.
Con José Agustín, como con muchos otros artistas o personajes me pasó como decimos acerca de las mujeres más bellas, por ejemplo, alguna vez he dicho que la Megabizcocho, Regina Orozco, es uno de mis grandes amores, nos amamos, sí, porque ella me satisface brutalmente y yo le correspondo amándola como ella no se imagina; claro, porque no lo sabe, pero es mi gran amor aunque no lo sepa. Así con José Agustín, es uno de mis entrañables amigos desde hace más de un cuarto de siglo y él no lo sabía. Bueno, en este momento ya lo sabe. Antes de terminar quiero traer a cuento un momento muy importante para mí. José Agustín tenía un programa de televisión, aunque no recuerdo si era su programa o él era entrevistado por Agustín Ramos. En fin, no importa, lo que importa es que José Agustín, mientras charlaban sobre la muerte dijo algo que me dejó tan pasmado que no lo he olvidado en veinte años. Y lo que dijo fue que en el momento de la muerte él quería conservar la más completa lucidez para vivir a plenitud el momento de dejar este mundo. Nunca lo había pensado y me impresionó que así lo dijera un escritor tan "superficial".
Por último sólo quiero concluir diciendo que José Agustín, en este momento, lejos de constituirse como el venerable autor, el chamán de las letras, el maestro de degeneraciones en degeneraciones, el infatigable luchador, el cronista tan intachable como intransitable, lejos de asumirse como todo eso, que lo es, sigue siendo un hombre por cuyas venas sigue recorriendo "un encono de hormigas en sus venas voraces", para decirlo con un verso lopezvelardiano, a José Agustín, al que tengo que proclamar y admitir como uno de mis maestros, al reconocer mi fuerte componente joseagustiniano, así pues y continuando, brindo "A la cálida vida que transcurre canora/ A la invicta belleza que salva y que enamora", a tu salud, mi querido José Agustín.
Ditirambo para el maestro dionisíaco
Elogio de las cantinas
(Breve memorial de antros, bares,
cantinas y lupanares), Jorge Arturo Borja. Eterno Femenino Ediciones, 2023.
Para
no ser esclavos y víctimas del tiempo ¡embriagáos, embriagáos sin cesar, de
vino, de poesía, de virtud, de lo que queráis!
Luis Cardoza y Aragón
en Elogio de la Embriaguez de la
traducción (demasiado) libre de Charles Baudelaire en el poema en prosa Embriagáos, del libro El Spleen de París.
El
camino de los excesos conduce al palacio de la sabiduría.
William
Blake
El
material de la escritura y en general el de las artes, son los contenidos más
que nada inconscientes del artista. Es decir, del individuo (como en pocas
ocasiones es aquí oportuna la palabra individuo: in-dividuus, no divisible) que
sin embargo, lo diría Walt Whitman: “¿Qué me contradigo?, es cierto, ¡soy
multitudes!” Un ser humano es mucha gente, como lo demuestra aquel mito bíblico
del nuevo testamento cuando Jesús expulsa a los demonios que habitaban un
sujeto y los inserta en una piara que se despeña. Así, ni más ni menos es el
material de la escritura. Los espíritus sucios, incluso a veces inmundos que suelen
ocuparnos son los que, con frecuencia, nos impelen, nos animan a la creación.
Entre
los alquimistas era imperativo, metafóricamente hablando, que los metales
burdos —a través de la fórmula solve et
coagula— se sublimaran; usando la palabra no menos rústica, significaba que
se transformase el plomo en oro. La tarea del artista no es otra: de la
cotidiana e insulsa vulgaridad debe crear el áureo metal precioso, la obra de
arte. Más aún, de aquellos demonios aludidos es de donde se encuentra el
material magnífico. Las compulsiones.
Aquellos
espíritus siniestros bien podrían ser llamados las compulsiones. El talento o
la capacidad creativa suelen ser un flagelo, pero ¿por qué no habría de
transfigurarse en motivo de gozo y hasta en el placer mismo? Tal es la tarea
alquímica, la del creador de arte.
El
escritor transforma sus demonios —léase sus compulsiones— en los prodigios del
placer, de la risa gracias al humor, de la joya que es la metáfora, el oro de
la literatura. No es otra cosa lo que ha hecho Borja en Elogio de las cantinas.
Y
ha dado un paso más. Hay un recorrido histórico, tanto de lugares como de
personajes, ambos entrañables. Para Borja la cantina es el templo de sabiduría.
Es la policlínica de los espíritus extraviados. Es la nave de los locos que,
como en la edad oscura, eran lanzados a alta mar como indeseables y en los extremos
de la posibilidad de la muerte, en medio de la espantosa terapia de choque,
regresaban lúcidos, curados y hasta redimidos y de nueva cuenta adecuados para
soportar al mundo.
Este
libro, Elogio de las cantinas,
recuerda nítidamente, ya que hemos traído a colación al medievo, al sublime Las maravillosas y espantables aventuras del
gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel, libro lleno de pantagruelismo,
compuesto en otro tiempo por Alcofribas Nasier, extractor de Quintaesencia.
Se parecen en lo divertido, lo erudito y a la vez estrambótico: como es (y como
debe ser un maestro bebedor). Lo que contiene tanto de sabiduría y no menos de
conocimiento, que no son lo mismo. En la extraordinaria novela del francés del
siglo XVI, en los capítulos finales, los iniciados se dedican de explícita
manera a la búsqueda de El Oráculo de la Divina Botella. En el libro de Borja
no se dice, se hace, encontrar y disfrutar de la divina botella. Se recorren
los lugares, se cita a los personajes, se les entabla diálogo a esos buscadores
de tan celestial objeto.
Son
ideas —la literatura es el arte de la letra y ésta procura colocar en este
mundo las ideas— que se agradecen infinitamente, puesto que el día en que
habremos de dejar el mundo ya no seremos cuerpo, sólo ideas, acaso historias.
Alguna
vez el universo entero fue una idea. Luego se hizo palabra (en tal caso, como
vemos, La Biblia falló) pues se dijo que en el principio fue el verbo. Pero
antes, la idea.
Fijar las lonas de mi móvil tienda
junto a los calcinados precipicios
de donde un soplo de misterio ascienda;
y al amparo de númenes propicios,
en dilatada soledad tremenda
bruñir mi obra y cultivar mis vicios.
Nos
recuerda el maestro Borja en este su libro. Versos que firmaría desde Diógenes,
El Cínico hasta los más malditos de los poetas franceses o beatniks o
bukovskianos. Es invaluable, delicioso y doloroso, según caso, leer en el Elogio de las cantinas, la condición,
los lugares y los personajes que acompañaban al maldito Porfirio Barba Jacob,
autor de tan formidables versos.
Dos
cuestiones. La primera, el arte, en algún momento procuró imitar a la
naturaleza y reproducir sólo lo bello. Pero aquellos neoclásicos olvidaban que
en madre natura conviven el horror y la fealdad extrema con la dulzura y la
belleza. Tenían que llegar los románticos para estamparles en el rostro tan
tremendo asunto.
Y,
la segunda. Retomando ideas. La compulsión es el motor del artista. Así como la
belleza era el objetivo del arte, también lo era la virtud. Pero las nuevas rutas
de los románticos, los que impulsaron el movimiento dadá, los surrealistas, los
ya anotados poetas malditos, entendieron muy bien que no sólo la belleza, no
sólo la virtud; también el espanto y la compulsión, los vicios, tenían que ser
y fueron motivos para las artes.
Lo
que nos devuelve a lo que quizá debiera llamarse el primer axioma de la obra de
arte: la libertad. Sin libertad no hay creación, no hay arte. Pocos libros como
este Elogio… hacen ejercicio tan
lúcido y extremo de la libertad. Por eso el arte es amoral, está más allá de la
moral (fluctuante, movediza en tiempos breves y en espacios mínimos), el arte
está por arriba. Sin embargo, está emparentado de igual a igual con la ética.
El arte puede ser inmoral, aunque no necesariamente, porque no está, per se, contra la moral, ya está dicho,
está por encima. El Elogio de las
cantinas es, de pronto, atrevidamente inmoral, pero en su esencia, con su
estilo de pronto casi decimonónico y, en apariencia, políticamente correcto, es
deliciosa y asombrosamente amoral. Lo que es decir, ético, sólo asequible a
través de herramientas de la filosofía, es decir, de la estética.
Así,
la compulsión, la obsesión, merecen el más alto de los respetos. Las pedas
pantagruélicas, es decir, legendarias, históricas y heroicas, por lo tanto,
épicas, son uno de los grandes motivos del Elogio…
“He
visto a los mejores cerebros de mi generación / destruidos por las drogas”
aúlla Gingsberg. Lo cito porque hemos llegado al recodo del camino. La
compulsión, no hay duda, puede llevar a la autodestrucción de aquel que la sufre,
que la disfruta. La compulsión te obliga, puesto que te ha arrebatado la
libertad. El cuando el alcohol le ganó a la poesía. Es el punto donde el
creador, sin renunciar a los placeres, discierne y debe seguir el camino de la
complacencia. Es cuando Barba Jacob admite que vive para “Bruñir mi obra / y
para cultivar mis vicios”. Cuántos poetas malditos y chiquitos he visto sumirse
y ser arrastrados e incluso ahogados en los oleajes del alcohol, vencidos por
el elíxir divino (pues no hay que olvidar que todo lo divino es no menos
demoniaco) y quedan ajenos al mundo, a su propia obra, extraños a la creación.
El
alcohol es vitalidad, es chispa, es inteligencia y benevolencia, es claridad. O
no es. Porque si te vence, si logras mirar su lado oscuro, ese sol negro, su
lado demoniaco, se vuelve flaqueza; oscuridad, estupidez, brutalidad necia.
El
alcohol te vuelve —si llegas al sometimiento, si le demuestras que vales muy
poco— un guiñapo, un lamentable espantapájaros del desierto, es decir, inútil;
te convierte en el sujeto más ridículo y digno de escarnio. Luego te arrastra,
te envilece y te enferma hasta pudrirte y por fin, te mata sin piedad. Es
decir, te ha arrebatado la poesía.
Es
beneficioso y altamente productivo ser aliado del alcohol, respetarlo y dársele
a respetar —a veces los borrachos decimos “No es por dártelo a desear”— sí,
eso, dársele a desear. El sabio se otorga la complacencia (es indulgente
consigo mismo) y evita la compulsión autodestructiva. Pues al final, la
libertad, por la cual —dice el Quijote— puede y debe arriesgarse la vida, es
útil tan sólo para entregarla. El creador está al servicio de la poesía, le ha
entregado a ella (a la Diosa Blanca, dice Graves), su libertad. Y el alcohol,
como lo demuestra el maestro Borja, es un formidable aliado, un motivo de alta creación,
ejemplo y camino y también compañero de destino.
El
maestro Borja (Eusebio Ruvalcaba, magister,
dixit) ha alcanzado en este Elogio…, una cumbre creativa. Llevó la
crónica —y aquí me recuerda a Ryzard Kapucisky— hasta los más altos estadios de
la literatura. Por fortuna, la inmensa sapiencia desarrollada y el descomunal
conocimiento que acumuló por largos años, déjenme decirles, lo ha llevado,
luego de una sola leída y a veces de mera oída, a glosar y desglosar un texto
de cualquier género; a encontrarle las costuras y las puntadas fallidas, de una
sola mirada. Gracias a Yemayá, a Babalú, la destreza, el conocimiento y la
sabiduría del maestro las ha llevado hasta el territorio de la creación.
Circunstancia muy poco común “El que sabe como se escribe un cuento, un poema,
es aquel que jamás escribirá un cuento inolvidable, un gran poema”, dice por
ahí cierto escritor.
El
que sabe demasiado se vigila y puede llegar a paralizarse o a la obra
regularzona, por más que, formalmente, muy aceptable. El que intuye y con todo
valor se deja ir y además tiene un gran aliado (el OH, el radical alcohólico)
es el que suele hacer la gran obra. Este libro tiene efluvios, diría López
Velarde, de un misterioso alcohol.
Asunción Rangel
Yo vivía en la plaza de San Fernando y tú, Choni, tuviste vacaciones; ibas a irte a Aguascalientes, tu tierra, a pasar unos días con tu mamá y tu hermana. Vivías en un callejoncito que estaba del otro lado, hacia la subida después de atravesar Pósitos (calle a la que toda la gente de Guanajuato le dice Positos). Puesto que nuestras casas estaban a un par de calles de retirado, me dijiste:
—Oye, Doc, un favorzotototísimo…
—Diga usted, señorita…
—¿Ya así nos llevamos, pinche Doc? ¿Cómo que señorita?
—No, perdón, Choni, ya sé que tú eres Dite, un diablo de la Divina Comedia. ¿Para qué soy bueno?
—Así está mejor. Es que, ya ves que me voy a mi rancho, te quería pedir por favor si no te fuera oneroso, excesivo y desgastante, si pudieras ir a dejarles su comida a mis gatos que se van a quedar solos. ¿Cómo ves, Doc, sí podrás? El tremendo pedo es que habría que ir a ponerles comida y agua diario. —Me decías Doc, Chonita. Porque un día que estaba enseñándole matemáticas a una chiquilla en el café Bossanova, en su terraza de maravillas, vino una abeja y picó apenas arribita de la cintura, en la espalda, a la muchacha que empezó a quejarse ya a punto del llanto. Fui corriendo al café, conseguí un ajo y se lo unté en el piquete. Casi de manera instantánea se le quitó el dolor. Por alguna razón nos quedó la costumbre de acariciarle la cintura bajo la ropa a aquella señorita. Y tú me dijiste: “Pues sí, pinche doctor, ahora andas siempre de ofrecido con la chamaca, ‘¿no te ha picado una abeja, chiquita’, verdad?” Ay, Chonita, mejor ni te contesto. Pero con respecto a tus gatos:
La enorme Choni |
—Voy. No es pedo. Estoy bien cerquita de tu casa. Sirve que hasta saco a pasear un ratito a mis niños.
—¿Sí te la avientas?
—A wiwi. Me lanzo a tu casita a eso de las once o las doce, antes de irme al Correo. Les pongo comida a tus gatos, les limpio…
—Les dejas abierta una de las ventanas, yo te digo cual, porque entran y salen todos los días. Y les pones un poco de agua, ¿va? Eso es todo.
—Claro que sí, Chonita, hasta les enseñaré a mis niños como se cuida una mascota.
—Muchas gracias, Doc, por eso te quiero…
—Encantado, Choni; servirte es algo chingón para mí.
Y te fuiste a Aguascalientes, Choni. Estuve yendo y viniendo todos los días a tu casa. Les ponía comida que me indicaste dónde encontraría dentro de tu casita. Les cambiaba el agua y, en algún momento, la arena, lo cual casi no era necesario porque sus gatos, como tú, eran demasiado libres y gran parte del día y de la noche se la pasaban buscando aventuras por las azoteas.
Nunca dejaste de ser una jovencita |
Para mis niños, Zoe y David, ella de cinco años y él de cuatro era una gran diversión salir de casa, ascender un poquito por el callejón (no recuerdo su nombre), entrar a tu casa, ver tus afiches pegados en la pared, leer fragmentos de poemas que ahí mismo colocabas —Zoe ya tenía quizá un año de saber leer y en ese momento le estaba enseñando a leer a su hermanito; en algún momento leyó alguno de los versos que tenías pegados en la pared—, en fin, para mis hijos aquello fue también considerar una forma de vivir diferente a la nuestra (tú vivías sola en aquel tiempo, Chonita), ver a tus gatos, a veces, aunque jamás tocarlos porque parecían algo salvajes y el viaje completo ya era una aventura para mis niños.
Yo había entrado a trabajar al periódico Correo, ahí te conocí. Cualquier día nos fuimos juntos a tomar cerveza saliendo de trabajar. Siempre íbamos a Los Lobos por ahí cerca del Museo Iconográfico del Quijote. Luego de la primera sesión de chelas nos hicimos buenos amigos y la relación amistosa fue in crescendo. En el ínterin que duró varios años, hubo miles de cervezas en Los Lobos, en La Dama…, en el Bar Ocho (porque los gringos dueños del bar entendían “borracho” al decir Bar Ocho), en el Salón Verde, en Los Barrilitos. ¿Qué lugar no nos recorrimos, Chonita?
Muy frecuentemente te consolaba de los berrinches que te hacían pasar cuando te encargaban más trabajo que a todos los demás formadores. Es que tú, mi Chonita, eras, para ese trabajo, incomparable, extraordinaria. Hábil como nadie, velocísima con el ratón de la computadora para formar una página en unos cuantos minutos. Hasta sin querer trabajabas mucho más rápido que todos los demás formadores. Tu más que justo berrinche era porque siempre te encargaban más trabajo que a todos, porque lo hacías más rápido y ejemplarmente bien hecho. Pero no te pagaban más, ni te dejaban salir más temprano. Era el síndrome de “La niña que lava muy bien los trastes. Entonces que los lave siempre, porque ella es la que los lava mejor” y chínguese la niña. Ciertamente, qué poca madre. Recuerdo que también hacías travesuras de las que jamás se enteraron, como cambiar los horóscopos a tu capricho. Luego nos reíamos juntos porque hasta llegaron comentarios al periódico de que los horóscopos eran muy acertados.
Extraordinaria poeta |
El periódico Correo —qué novedad— era un centro de explotación, por supuesto, una empresa cuyo dueño era otra empresa, Vimarsa, compañía constructora consentida de los gobiernos panistas (corruptísimos e hipócritas) de Guanajuato. Su director en aquel tiempo era Arnoldo Cuéllar Ornelas. Un periodista buenaondita que se ufanaba de izquierdoso y hasta medio hippie, pero en realidad no era más que un obediente empleado incluso más bien rastrero de Vimarsa.
Tú, Choni, hacías, si no mal recuerdo, ocho o nueve páginas, si no es que diez en tu jornada. Mientras todos y todas las demás, que hacían la misma chamba, no pasaban de cuatro, acaso cinco en el mismo tiempo. Eras extraordinaria, Chonita. Y estabas bien enojada porque te pagaban lo mismo que a las demás mientras tú hacías el doble de trabajo y tampoco te dejaban salir más temprano. Arnoldo, el Platanote, un día lo bautizaste así, Choni, porque fue vestido de amarillo, ridículo con sus casi dos metros de estatura, con un calzón hasta las rodillas y una camisa de aquel color. Y es que trabajábamos un sábado aquella vez, ¿o sería domingo? Los periódicos no descansan.
Llegábamos a trabajar y había que aplicarse una intoxicada de café en grande cada día. Más tarde, como a las nueve de la noche, salíamos a comprar algo para cenar. En el diario trajín, cuando me di cuenta ya eras mi gran amiga. Mi mejor amiga. Descubrí que eras una inteligencia superior. Asunción Rangel, lo consideré después, has sido una de las mujeres más inteligentes y talentosas que he conocido en mi vida.
En algún momento me diste a leer Diablo guardián, esa excelente novela de este famoso escritor cuyo nombre, por el momento no recuerdo. Velasco, creo. Algún tiempo después me dijiste:
—Mira, Doc, léete esta novela. A ver qué te parece. Nada más te digo una cosa, a este güey yo sí me le encuero. —Me la prestaste. Era En busca de Klingsor, de Jorge Volpi. En efecto, una obra extraordinaria. La leí con gran deleite. Te dije:
La doctora Choni |
—Oye, tienes razón, yo también me le encuero. — En algún momento Volpi fue a Guanajuato a un cervantino y hablamos con él. Yo le conté todo esto y, sin duda, le pareció una excelente idea lo que dijiste, Choni. Pero de mí opinó que “No es necesario”, de todos modos no era cierto, sólo fue una forma de hablar. En fin. Pero creo recordar que te anduvo buscando el cabrón. Hasta me sentí culpable.
Recuerdo que me contaste en nuestras casi diarias sesiones de cerveza en Los Lobos, que habías llegado a Guanajuato unos tres años antes y que empezaste a trabajar vendiendo tortas en La Pulga, la famosa tortería que, creo, todavía existe en Guanajuato. También vendiste perros calientes, eso que lleva una salchicha cocida en medio de un pan y le agregan mostaza, etc., en un puesto callejero. Quizá cuando entrabas a tercer semestre te conseguiste el trabajo en el periódico Correo y aprendiste el oficio de formar páginas de manera asombrosamente rápida y muy bien hecha. Había gente más o menos nefasta en el Correo. Y tú, Choni, libérrima, te peleabas con ellas. Cuando ya estabas en alguno de los semestres más avanzados de su carrera y sabiendo formar con velocidad vertiginosa y calidad superior además de buen gusto y originalidad, te propusiste, con una de sus grandes amigas, a crear una revista literaria. Tú, mi Chonita, lograbas todo lo que te proponías: conseguiste que algún departamento de la Universidad de Guanajuato te subsidiara tu revista. Se llamó Azogue. Me invitaste a publicar ahí. Por supuesto que te di un cuento (el premiado Madreardiendo y Bailarás). Tengo idea que me publicaste al menos dos veces.
Terminaste la escuela y te metiste a hacer la maestría. Con tu gran inteligencia y tus excelentes calificaciones —ahora que me acuerdo te dieron el título en un examen en que fuiste distinguida con el Cum Laude— te conseguiste una beca para la maestría. Me pediste que fuera tu fiador. Y así lo hice. Luego me corrieron del Correo porque los panistas de la bancada diputadil del estado consideraron que los ofendí en un artículo que publiqué en el periódico de marras. Publicaba dos veces por semana pero ese trabajo no me lo pagaban. Pero cuando no les gustó lo que publiqué me corrieron.
A Arnoldo Cuéllar y a Martha Camacho, su secuaz, los cagaron los mearon y los basquearon por mi culpa, los diputadetes se habían ido a quejar con el dueño del congal y éste se desquitó con las putas. Aunque se tiene que incluir a Luis Villalobos y Mayra León como coculpables míos porque también los corrieron.
Choni, habías entrado a enseñar en una prepa de la ciudad y, como te fuiste a hacer la maestría, me dejaste tus grupos. Trabajé un año en esa escuelita.
Un día me contaste que tu asesora de tesis, una mujer de apellido Rolón, te robó (te plagió) un texto, o serían varios, de tu más que ingeniosa, genial invención, Choni. La mujer aquella los incorporó a un trabajo que hizo y no te dio créditos. Lloraste de rabia, mi Choni. Te consolé diciéndote que tenías mucha creatividad, una inteligencia muy superior para hacer muchos más textos y esa mujer se degradaba al haber hecho ese plagio.
Terminaste tu maestría e hiciste el doctorado. Con tu voluntad inquebrantable y tu inteligencia brillantísima no podía ser de otra manera.
Tu muerte, Chonita, duele en las entrañas.
Me culpo porque me alejé de ti, Choni. Porque soy un pinche desapegado que le vale madres (casi) todo. Pero nunca dejé de admirarte ni de quererte. Fuiste la gran prueba de que la amistad (una de las formas más altas del amor) sí puede darse entre un hombre y una mujer. Por más que yo fuera unos 30 años mayor que tú.
Hoy sufro el castigo de saber que no volveré a verte jamás en este mundo.
Es algo muy duro. Y me digo que qué estúpido fui porque no te busqué, porque no intenté estar cerca de ti en estos últimos años. Siempre pensé “Después, después le mando un mensaje, un día voy a Guanajuato y la invito a comer y a tomar una chela”. Qué poca madre, no te mandé mensaje, ni siquiera fui a Guanajuato y te perdí para siempre.
Tu muerte duele porque ibas a dar mucho más. Eras una mujer demasiado valiosa.
Todavía me niego a creer que ya no estás en este mundo.
Eras demasiado próxima a la perfección: bella, joven, exitosa, inteligente, instruida, encantadora…, demasiado pronto, mi Chonita, te nos fuiste. Todos hemos de irnos. Pero es muy doloroso que te hayas ido en la mera flor de tu vida.
Y es cuando nos pega en el rostro la pregunta mil veces repetida: ¿todo para qué?
Nos queda tu obra, tu inteligencia, tu sonrisa. Nos queda el amor que de manera tan poderosa sembraste dentro de nosotros.
Nos veremos pronto, chiquita.
Pancho Villa espiritual
(Desde el analfabetismo hasta la consciencia nacional)
Yo conocí a Bolívar una mañana larga
en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento
Padre, le dije, ¿eres o no eres o quién eres?
Y mirando el Cuartel de la Montaña dijo:
Despierto cada cien años, cuando despierta el pueblo.
Pablo Neruda (Canto General)
Una no definición de la novela
Antes que nada quiero decir que la novela es el género literario totalizador por excelencia, es, como ningún otro, el ámbito literario donde se explora el espíritu ya sea del individuo, de un pueblo, de una nación y hasta de la humanidad. Dicen que la poesía es la savia del árbol; el cuento es una rama o quizá una hoja. Bueno, pues la novela es el árbol completo. La novela pretende agotar su asunto. Pero, atención, capturar al infinito universo —infinito, sí, pero limitado dice la física—, bueno, agotarlo, eso es lo imposible. Por lo tanto, la novela tiene la misión que jamás podrá ejecutar, el infinito no cabe en ningún libro. Entonces, el escritor, en su trabajo novelístico debe simular que lo hace. Hacer sentir al lector que ha agotado su asunto. Esa es la primera mentira. Toda la literatura es una formidable, aunque maravillosa mentira. “La literatura es una mentira práctica, pero es una verdad sicológica” opinó Alfonso Reyes. Ciertamente, la literatura es la gran mentira. Pero todo texto si se precia de ser literatura debe ser verosímil, es decir, tan parecido a la verdad que se confunde con ella. Es una de sus primeras virtudes. La novela es “lo general” porque no tiene una estructura canónica —como sí la tiene el cuento y algunos subgéneros de la poesía—. Cada novela inventa su propia estructura. Pero también es lo particular, porque, como ningún otro género explora las profundidades del alma de los personajes. La definición de novela es singularmente escurridiza: “Una novela es un relato ficticio de largo aliento”. “Novela es todo aquel libro que en sus primeras líneas diga: el siguiente texto es una novela” si es que así lo desea el autor. La novela es indefinible. Y ha sido condenada a muerte sistemáticamente, si no es que se le ha declarado finada. Pero se renueva todos los días.
En la Ciudad Judicial y a la vera la novela |
Existe lo que se llama novela histórica. Ceñidos a la primera no definición de novela citada hasta incurriríamos en una contradicción: si es novela es ficción, si es histórica tiene que ser verdad. Aquí la narración va a caballo entre la verdad y la ficción. Tiene que apegarse a los hechos históricos, pero también puede elucubrar sobre tantísimos aspectos de la vida del personaje real que pertenece a la historia, pero que son incapturables para la disciplina histórica. Y eso con tal de que los haga verosímiles.
No pretendo que Querido Pancho Villa sea una novela histórica, por más que me han dicho que sin duda lo es. Me conformo con afirmar que es una novela en que aparece como personaje protagónico —incluso a veces narrándose a sí mismo— mi general Villa.
López Veneroni, Daniel Librado Luna y Pterocles |
La iniciación del bandolero
El 22 de septiembre de 1894, José Doroteo Arango Arámbula, de 16 años de edad, entró a su casa en la comunidad campesina conocida como La Coyotada, la habitación era una humilde vivienda de cuatro piezas y un solar limitado con piedras amontonadas; el adolescente llevaba un paso casi rápido pero taimado, ingresaba por segunda vez en menos de diez minutos. Llevaba un jorongo amplio y bajo él ocultaba una vieja pistola revólver Colt, calibre 38, que recogiera de la casa vecina de su primo Romualdo Franco, a quien se la encargara pocos días antes. En cuanto se encontró por segunda vez frente a Agustín López Negrete, descubrió el arma y sin haber cruzado palabra con el hacendado le disparó tres veces a metro y medio. Ni modo que fallara (“Le pegué tres tiros en la caja del cuerpo” le dijo a Martín Luis Guzmán muchos años después). El patrón López Negrete tenía 48 años cumplidos y era dueño de vidas, aguas y tierras, incluyendo fincas y plantaciones, en la famosa hacienda Río Grande de San Juan del Río, Durango. Sus lacayos no se atrevían a sostenerle ni la mirada y Doroteo lo mató siendo casi un niño. Agustín López Negrete, era, además, tío de María de los Dolores Asúnsolo y López Negrete que conocimos, gracias al cine, años después, como Dolores del Río.
¿Por qué el imberbe Doroteo mató a López Negrete de manera tan sorpresiva, ayuna de piedad e inopinada?
La invitación |
Pues ocurre que el poderoso terrateniente, antojadizo y sabedor de sus poderes como latifundista, se presentó en la casa de doña Micaela Arámbula, madre de Doroteo, Mariana, Antonio, Martina e Hipólito, de apellidos Arango Arámbula. Su objetivo era el de que doña Micaela satisficiera su encargo de patrón que ella estaba empeñada en desobedecer: mandarle a su hija Martina, de 13 años por aquellos entonces. La madre de Doroteo se negó a mandar a su hija. Entonces el señor Agustín López Negrete fue, ¿quién se lo iba a impedir?, a tomar por propia mano lo que se negaba a cumplir doña Micaela. Llegando de trabajar, Doroteo se dio cuenta de lo que pasaba y es cuando salió, recuperó su Colt 38 de cañón largo —de las que tanto se usaron en aquel largo genocidio que los gringos llamaron “La Conquista del Oeste”— y volvió a entrar para finiquitar la existencia del amo.
Así empieza la vida fuera de la ley de Doroteo Arango, que luego habría de cambiar su nombre por el de Pancho Villa en función de que su padre, Agustín Arango, había sido hijo “natural” de Agustín Villa.
El conversatorio |
Los progresos fuera de la ley
El adolescente Doroteo tiene que vivir perseguido por la Acordada como si hubiera sido un animal dañero. Debió sortear peligros inmensos, sufrir hambres, deshidratación masiva, fríos de hielo y persecución permanente de los que urgían venganza contra aquel mozalbete desgarbado y aparentemente aturdido. Para su suerte lo reclutó El Tigre, Ignacio Parra, que fuera correligionario de Heraclio Bernal, El Rayo de Sinaloa, el de los corridos; Parra tomó a Doroteo como su aprendiz de bandolero. En pocos años, Doroteo Arango dejó de ser aprendiz y se cambió el nombre a Pancho Villa. Adquirió experiencias invaluables en enfrentamientos a mano armada, robo de ganado, estrategias de resistencia en combate frente a fuerzas muy superiores tanto en número como en armamento. Las mañas para ganarse a la gente de los pueblos mediante dádivas generalmente cuando robaban grandes cantidades de cabezas de ganado, pasaban por los pueblos regalando animales que, ya destazados, entregaban a los pobladores. Se cuenta que en una ocasión asaltó la pagaduría de una mina y, cuando se retiró con su gavilla, fue lanzando monedas de oro de regalo para el pueblo. También tomó, varias veces, las presidencias municipales de diversos poblados; ahí obligaba a los ricos del lugar a abrir las trojes a la gente y a regalar treinta o cincuenta animales para los habitantes.
Sus robos fueron de múltiples índoles. Trenes, pagadurías y tiendas de raya, gobiernos municipales, cascos de haciendas, pero su especialidad eran los robos de ganado a lo grande. Las familias de los latifundistas, los Terrazas, dueños de casi todo el estado de Chihuahua; los Creel, ascendientes del jefe de una tribu panista de las más hipócritas de este momento; los Vázquez del Mercado y otros fueron sus clientes por más de una década. Pancho Villa les robó ganado por miles de cabezas. Ya en la Revolución organizó una red de abigeato que, sin duda, era la más grande del mundo, y lo hizo para subsidiar la lucha armada contra el ejército de Porfirio Díaz primero, el de Victoriano Huerta después y, al final, el de Venustiano Carranza.
Firmando Querido Pancho Villa, la novela |
Muchas veces estuvo cerca de morir. Pero cada vez que salvaba su vida se convertía en un combatiente más temible y más conocedor. Tirador formidable, junto con el Tigre Parra y el Jorobado Alvarado, los tres solos, llegaron a enfrentar, como él mismo lo anota en sus memorias, a un grupo de doscientos pistoleros. Las hazañas de Pancho Villa son interminables. Ya después de 1910 habría de trocar sus logros de bandido en proezas militares que, como la batalla de Zacatecas o el acontecimiento conocido como el Tren de Troya, se volvieron incluso motivo de estudio para el Ejército Mexicano.
Mi general sigue dando de que hablar |
El bandido que llega a los altares
Querido Pancho Villa anota un buen número de las epopeyas protomilitares del llamado Centauro del Norte. Pero, a mi juicio, toca un punto que raramente ha sido explorado en los cientos de libros que se han escrito sobre nuestro personaje. Uno, su dimensión espiritual. Villa era una persona extraordinariamente sensible —por más que lo hayan acusado de asesino, despiadado, criminal, etc.—. Abundan las anécdotas en las que se nos muestra llorando a lágrima viva y sin pudor alguno, frente a sus propios soldados y los generales de su estado mayor. Por otra parte, la estatura militar y las descomunales hazañas de Pancho Villa serían inexplicables si no hubiera tenido una extraordinaria, profunda, exuberante vida espiritual. Por más que fuera producto de meras intuiciones e incluso de emociones tan primitivas como desmesuradas; he aquí el punto esencial. Las poderosas emociones que alguna personas experimentan suelen ser el disparador para los trances místicos o incluso hasta para el conocimiento espiritual. Además, es casi seguro que Villa haya tenido la experiencia de las visiones divinas que se alcanzan con la ingestión del peyote, o al menos, él mismo habla de la raíz de oro, otro enteógeno algo menos famoso que el híkuri. Por supuesto, no hay pruebas.
En la novela Querido Pancho Villa, al menos una vez se sumerge en el éxtasis que se alcanza gracias a la ingestión de peyote y de la raíz de oro.
Milagroso Pancho Villa. Además, el autor y el libro |
Tierno y sensible el guerrero
Y, para cerrar la pinza, se anota no menos la vida amorosa del general que fue “Más grande amante que soldado”, como lo hace saber una de las muchas mujeres que compartió lecho y caricias con aquel hombre que fue un titán. El amor sexual, el erotismo son un ámbito en el que las facultades humanas de lo instintivo, lo espiritual y lo intelectual juegan libre, intensa y profundamente; las mismas facultades que convirtieran a Villa en un líder fuera de serie.
En su libro El héroe de las mil caras, Joseph Campbell anota una frase que conviene con la faceta —digamos amorosa— de la vida de mi general: “El libertino sexual es un místico de la carne. El místico es un libidinoso del espíritu”.
Francisco Villa fue, como muy difícilmente otro ser humano podría recibir con tanta justicia el adjetivo, un ser volcánico. En su persona se reunían la fuerza monstruosa propia de madre natura (“El señor de las cosas salvajes y libres” dicen de su dios de la naturaleza las brujas del paganismo primitivo), pero también lo habitaba una sensibilidad exquisita, como lo reportan algunas de las mujeres con quienes compartió su cuerpo y le compartieron los suyos.
Pero no menos ejercía una inteligencia sobrenatural y la capacidad de aprendizaje que muy difícil puede encontrarse en este mundo. Indudablemente era un genio.
Y por si no fuera suficiente, los virtudes naturales de su cuerpo eran otro de sus privilegios. Un hombre muy fuerte, su resistencia, si con una palabra se pudiera calificar habría de usarse el adjetivo de sobrehumana. Se llegó a decir que tenía pacto con el diablo porque cometía un atraco en un sitio y dos horas después perpetraba otro a decenas de kilómetros luego de trasladarse a galope tendido. Las supersticiones sostenían que se trasladaba por los aires. Sin embargo, lo cierto es que muchos atracos que ejecutaban otros bandidos se los achacaban a Villa.
Una característica no menos extraña en un hombre al que se consideraba un bruto es el hecho de que admiraba a los hombres cultos. Llegó a desarrollar un verdadero fervor por Francisco I. Madero, por lo que Villa consideraba era la cultura de Madero, su lenguaje correctísimo, elegante y culterano, su conocimiento de la historia y su capacidad para, incluso, escribir libros. Pancho Villa, sólo hasta sus treinta y tres años aprendió a leer como para allegarse un libro. En la cárcel de Santiago Tlatelolco, donde cayó preso gracias a salvar la vida por intervención de Raúl Madero, hermano del presidente —Victoriano Huerta lo había mandado fusilar—. Ahí, preso, gracias a Gildardo Magaña, el zapatista que también estaba cautivo, aprendió a leer aceptablemente. El primer libro que leyó fue El conde de Montecristo, de Dumas. El segundo fue Don Quijote. Pancho Villa no se andaba con pequeñeces.
La foto del recuerdo |
El centauro y su vuelta al mundo
En la década de los años 50, Vicente Lombardo Toledano, uno de los, en aquel tiempo llamados siete sabios de México, se entrevistó con el gran jefe de la Revolución China, Mao Tsé Tung. Y cuenta que Mao le habló de Pancho Villa, que le confesó que la llamada Larga Marcha, que, al final, le dio la victoria en la guerra civil, fue una inspiración Villista.
Vo Nguyen Giap, el gran general vietnamita que derrotó a los franceses para expulsarlos de su país en la década de los años 50, a los japoneses poco después de la Segunda Guerra Mundial y que sobrevivió hasta enfrentar a los gringos en la guerra de Vietnam de los años 70, también dice que su Ejército Popular de Liberación tenía una brigada de élite llamada General Francisco Villa. Las fuerzas anarquistas que pelearon en la Guerra Civil Española de 1936-1939, incluían un grupo de desesperados combatientes suicidas que se hacían llamar Brigada Pancho Villa.
Y es aquí donde quiero anotar un prodigio más. El pueblo raso siente que Pancho Villa es un personaje, por decirlo de alguna manera, trascendental en el más poderoso sentido de la palabra. Llama la atención que el pueblo no le prende veladoras a Miguel Hidalgo, el padre de la patria, ni a Benito Juárez ni a Emiliano Zapata y vaya que venera a estos hombres. Bueno, mucho menos el pueblo reverencia a Álvaro Obregón o a Venustiano Carranza, los que derrotaron a mi general Villa. Sin embargo, existe un culto a Pancho Villa. En el norte de nuestro país y con ramificaciones en el sur de EU existe la religión de Pancho Villa, en la que mi general es el supremo profeta de la divinidad. Entre el pueblo, en general, circula una oración a Pancho Villa. Hay quien carga la imagen del general y se encienden veladoras con su efigie a la que se le reza una oración. Ni Juárez ha merecido semejante devoción. Y esto ha ocurrido en contra de los gobiernos priístas que nos estuvieron esquilmando —dicen ellos que gobernaban— desde hace casi un siglo. La veneración del pueblo rebasó también a la iglesia católica que tacha de demoniaco todo ritual o fervor religioso que disienta de sus dogmas. También es bueno recordar que los homenajes oficiales a Villa empezaron apenas en el año de 1976, medio siglo después de que lo asesinaran.
Pterocles y Querido Pancho Villa |
Francisco Villa es la fidelísima personificación del espíritu del pueblo mexicano en un momento de su historia. Por eso se ha quedado para la posteridad, por eso es el único prócer histórico a quien el pueblo ha elevado a sus altares. Por eso, finalmente, se le han dedicado tantos libros y también esta novela.