Pancho Villa espiritual
(…) Yo conocí a Bolívar una mañana larga
en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento.
Padre, le dije, ¿eres o no eres o quién eres?
Y mirando el Cuartel de la Montaña dijo:
Despierto cada cien años, cuando despierta el pueblo
Pablo Neruda (Un canto para Bolívar)
El 22 de septiembre de 1894, José Doroteo Arango Arámbula, de 16 años de edad, entró a su casa en la comunidad campesina conocida como La Coyotada, la habitación era una humilde vivienda de cuatro piezas y un solar limitado con piedras amontonadas; el adolescente llevaba un paso casi rápido pero taimado, ingresaba por segunda vez en menos de diez minutos. Llevaba un jorongo amplio y bajo él ocultaba una vieja pistola revólver Colt, calibre 38, que recogiera de la casa vecina de su primo Romualdo Franco, a quien se la encargara pocos días antes. En cuanto se encontró por segunda vez frente a Agustín López Negrete, descubrió el arma y sin haber cruzado palabra con el hacendado le disparó tres veces a metro y medio. Ni modo de que fallara (“Le pegué tres tiros en la caja del cuerpo”, le dijo a Martín Luis Guzmán muchos años después).
El patrón López Negrete tenía 48 años cumplidos y era dueño de vidas y haciendas en la famosa hacienda Río Grande de San Juan del Río, Durango. Sus lacayos no se atrevían a sostenerle ni la mirada y Pancho Villa lo mató mirándolo a los ojos y siendo casi un niño. Agustín López Negrete, era, además, el tío de María de los Dolores Asúnsolo y López Negrete que, muchos años después, conocimos como Dolores del Río, gracias al cine.
¿Por qué el imberbe Doroteo mató a López Negrete de manera tan sorpresiva, ayuna de piedad e inopinada?
Pues ocurre que el poderoso terrateniente, antojadizo y sabedor de sus poderes como latifundista, se presentó en la casa de doña Micaela Arámbula, madre de Doroteo, Mariana, Antonio, Martina e Hipólito, de apellidos Arango Arámbula. Su objetivo era el de que doña Micaela satisficiera su encargo de patrón que ella estaba empeñada en desobedecer: mandarle a su hija Martina la de 13 años por aquellos entonces (curiosamente el patrón no pidió a la mayorcita, Mariana, que tenía 15 años).
La madre de Doroteo se negó a mandar a su hija. Entonces el señor Agustín López Negrete fue, ¿quién se lo iba a prohibir?, a tomar por propia mano lo que se negaba a cumplir doña Micaela. Quería ejercer el derecho de todo amo: el famoso (y moralmente repugnante) derecho de pernada. Cometer la violación de Martina.
Llegando de trabajar, Doroteo se dio cuenta de lo que pasaba y es cuando salió, recuperó su Colt 38 de cañón largo —de las que tanto se usaron en aquel largo genocidio que los gringos llamaron “La conquista del oeste”— y volvió a entrar para finiquitar la existencia del amo. Así empieza la vida fuera de la ley de Doroteo Arango, que luego habría de cambiar su nombre por el de Pancho Villa en función de que su padre, Agustín Arango, había sido hijo natural de Agustín Villa. El adolescente Doroteo tiene que vivir perseguido por la Acordada como si hubiera sido un animal dañero. Debió sortear peligros inmensos. Sufrir hambres, deshidrataciones masivas, fríos de hielo y la persecución permanente de los que urgían la venganza contra aquel mozalbete desgarbado y aparentemente aturdido.
Para su suerte lo reclutó El Tigre, Ignacio Parra, que fuera correligionario de Heraclio Bernal, El Rayo de Sinaloa; Parra tomó a Doroteo como su aprendiz de bandolero. En pocos años, Doroteo Arango dejó de ser un aprendiz y se cambió el nombre a Pancho Villa. Adquirió experiencias invaluables en enfrentamientos a mano armada, robo de ganado, estrategias de resistencia en combate frente a fuerzas muy superiores tanto en número como en armamento. Las mañas para ganarse a la gente de los pueblos mediante dádivas, generalmente, cuando robaban grandes cantidades de cabezas de ganado, pasaban por los pueblos y regalaban animales que, ya destazados, entregaban a la gente.
Se cuenta que en una ocasión asaltó la pagaduría de una mina y, cuando se retiró con su gavilla, fue lanzando monedas de oro de regalo para el pueblo. También tomó, varias veces, las presidencias municipales de diversos pueblos; ahí obligaba a los ricos de la población a abrir las trojes al pueblo y a regalar treinta o cincuenta animales para la gente. Sus robos fueron de múltiples índoles. Trenes, pagadurías y tiendas de raya, gobiernos municipales, cascos de haciendas, pero su especialidad eran los robos de ganado a lo grande.
Las familias de los megaterratenientes, los Terrazas, dueños de casi todo el estado de Chihuahua y Durango, Luis Terrazas era dueño de más territorios de los que tenía Francia completa; los Creel, ascendientes de una tribu panista de las más hipócritas de este momento; los Vázquez del Mercado y otros fueron sus clientes por más de una década. Pancho Villa les robó ganado por miles de cabezas. Ya en la Revolución organizó una red de abigeato que, sin duda, era la más grande del mundo, para subsidiar a la lucha armada.
Muchas veces, Pancho Villa, estuvo cerca de morir. Pero cada vez que salvaba su vida se convertía en un combatiente más temible y conocedor. Tirador formidable, junto con el Tigre Parra y el Jorobado Alvarado, los tres solos, llegaron a enfrentar, como él mismo lo anota en sus memorias, a un grupo de doscientos pistoleros. Las hazañas de Pancho Villa son interminables. Ya después de 1910 habría de trocar sus logros de bandido en proezas militares que, como la batalla de Zacatecas o el acontecimiento conocido como el Tren de Troya, se volvieron incluso motivo de estudio para el Ejército Mexicano. Querido Pancho Villa anota un buen número de las epopeyas protomilitares del llamado Centauro del Norte. Pero, a mi juicio, toca un punto que raramente ha sido explorado en los cientos de libros que se han escrito sobre nuestro personaje. Uno, su dimensión espiritual. Villa era una persona extraordinariamente sensible —por más que lo han acusado de asesino, despiadado, criminal, etc.—. Abundan las anécdotas en las que se nos muestra llorando a lágrima viva y sin pudor alguno, frente a sus propios soldados y los generales de su estado mayor. La estatura militar y los logros descomunales de Pancho Villa son inexplicables si no hubiera tenido una extraordinaria, profunda, exuberante vida espiritual. Por más que fuera producto de meras intuiciones e incluso de emociones tan primitivas como descomunales; he ahí el punto esencial. Las poderosas emociones que algunas personas experimentan suelen ser el disparador para los trances místicos o incluso el conocimiento espiritual.
Es casi seguro que Villa haya tenido la experiencia de las visiones divinas que se alcanzan con la ingestión del peyote. Por supuesto no hay pruebas. En Querido Pancho Villa, mi general, al menos una vez, le mete al peyotazo. Igualmente consume la raíz de oro, otra planta con características enteogénicas.
Y, para cerrar la pinza, se anota no menos la vida amorosa del general que “Fue más grande amante que soldado”, como lo hace saber una de las muchas mujeres que compartió lecho y caricias con aquel hombre que fue un titán. El amor sexual, el erotismo, son un ámbito en el que las facultades humanas de lo instintivo, lo espiritual y lo intelectual juegan libre, intensa y profundamente; las mismas facultades que convirtieran a Villa en un líder fuera de serie. Francisco Villa fue, como muy difícilmente otro ser humano podría recibir tal adjetivo, un ser volcánico. En su persona se reunían la fuerza monstruosa de la naturaleza viva, sin límites y la delicadeza de una sensibilidad exquisita, como lo reportan algunas de las mujeres con quienes compartió su cuerpo y le compartieron los suyos. Pero no menos tenía una inteligencia sobrenatural y la capacidad de aprendizaje que muy difícilmente puede encontrarse en este mundo. Indudablemente era un genio.
Y por si no fuera suficiente, los talentos naturales de su cuerpo eran otro de sus privilegios. Un hombre tremendamente fuerte, su resistencia era sobrehumana. Se dice que tenía pacto con el diablo porque cometía un atraco en un sitio y dos horas después perpetraba otro a decenas de kilómetros luego de trasladarse a galope tendido. Sus enemigos y los hechiceros decían que se había trasladado volando por los aires, gracias a su pacto con el diablo.
Una característica no menos extraña en un hombre al que se consideraba un bruto es el hecho de que admiraba a los hombres cultos. Llegó a desarrollar un verdadero fervor por Francisco I. Madero, por lo que Villa consideraba la gran cultura de Madero, su lenguaje correctísimo, elegante y hasta culterano, su conocimiento de la historia y su capacidad para, incluso, escribir libros. Pancho Villa, sólo hasta sus treinta y tres años aprendió a leer como para allegarse un libro. En la cárcel de Belem, donde cayó preso gracias a salvar la vida por intervención de Raúl Madero, hermano del presidente, por su amistad con el zapatista Gildardo Magaña, fue quien le enseñó a leer bien y que también estaba preso. El primer libro que leyó fue El Conde de Montecristo, de Dumas. El segundo fue Don Quijote. Pancho Villa no se andaba con pequeñeces.
En la década de los años 50, Vicente Lombardo Toledano, uno de los llamados siete sabios de México, se entrevistó con el gran jefe de la Revolución China, Mao Tsé Tung. Y cuenta que Mao le habló de Pancho Villa, que le confesó que la llamada Larga Marcha, que, al final, le dio la victoria en la guerra civil, fue una inspiración de Pancho Villa.
Vo Nguyen Giap, el gran general vietnamita que derrotó a los franceses para expulsarlos de su país en la década de los años 20 y que sobrevivió hasta enfrentar a los gringos en la guerra de Viet Nam de los años 70, también dice que su Ejército Popular de Liberación tenía una brigada de élite llamada General Francisco Villa.
Las fuerzas anarquistas que pelearon en la Guerra Civil Española de 1936-1939 incluían un grupo de desesperados combatientes suicidas que se hacían llamar Brigada Pancho Villa. Y es aquí donde quiero anotar un prodigio más. El pueblo raso siente que Pancho Villa es un personaje, por decirlo de alguna manera, trascendental en el más poderoso sentido de la palabra. Llama la atención que el pueblo no le prende veladoras a Miguel Hidalgo, el padre de la patria, ni siquiera a Benito Juárez ni a Emiliano Zapata y vaya que venera a esos hombres. Bueno, mucho menos el pueblo rinde culto a Álvaro Obregón o a Venustiano Carranza, los que derrotaron a mi general Villa. Sin embargo, hay un culto a Pancho Villa. Entre el pueblo raso circula una oración a Pancho Villa; hay quien carga la imagen del general y se encienden veladoras con su imagen a la que se le reza su oración.
Ni Benito Juárez ha merecido eso. Si de un héroe histórico de nuestro país se puede decir que estuvo tocado por el dedo de dios, ese es Pancho Villa. Y esto ha ocurrido en contra de los gobiernos priístas que nos estuvieron esquilmando —dicen ellos que gobernaban— desde hace casi un siglo. Contra la iglesia católica que tacha de demoníaco todo ritual o veneración que ellos no autoricen y aun contra los historiadores que pretendieron dejarnos hasta sin los niños héroes. Los homenajes oficiales a Villa empezaron apenas en el año de 1976, medio siglo después de que lo asesinaran. Francisco Villa es la personificación del espíritu del pueblo mexicano en un momento de su historia. Por eso que ha quedado para la posteridad, por eso es el único prócer histórico a quien el pueblo lo ha elevado a sus altares. Por eso, finalmente, se le han dedicado tantos libros y también esta novela.
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