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lunes, 15 de noviembre de 2021
La noche, Agustín Ramos
Los poderes del autor
Pterocles Arenarius
La noche, Agustín Ramos. Eterno Femenino Ediciones, 2020.
Escribir una novela es como hacer un doble viaje, ya sea simultáneamente o bien alternando hacia el microcoscosmos y hacia el macrocosmos. Es decir, reproduciendo los detalles más nimios, el diablo está en los detalles y el diablo es el gran fascinador. Pero también se tiene que estar constantemente observando el macrocosmos de la novela, la vista desde la altura, cuidando la armazón desde los cimientos que, por ser lo primero de la construcción deben ser lo más sólido, lo mejor construido; vaya si vale la mención hasta la estructura completa de la obra. Pocas veces está mejor usada la palabra obra que en una novela. Porque otras obras, aunque tienen su estructura, su armazón, su complejidad, carecen del vasto ensamblaje de la novela. Cuando se va escribiendo una obra de estas hay que tener en la mente muchas cosas al mismo tiempo, como cuando se resuelve una ecuación matemática muy compleja en la que si te equivocas con un signo o en una simple suma le das en la madre a todo lo que sigue. Todo lo demás ya está mal. Dicen que escribir es reescribir. Cuando se lee una novela como La noche, se da uno cuenta de eso, porque cuidar tantos detalles, tener en cuenta tantas situaciones al mismo tiempo al momento de dar cada paso sólo se consigue con un oficio de décadas, una pasión por contar historias y un amor inmenso a la literatura, además de múltiples conocimientos, desde los objetos cotidianos que se usan en la vida diaria en todos los oficios, en todas las circunstancias y en todas partes ―el escritor es, así, un diligente observador cuasi panóptico―, pero la más acuciosa mirada del escritor debe ser hacia los seres humanos. Y más que a cualquiera, debe serlo de sí mismo. Un gran escritor es aquel que cuando crea, cuando está novelando, él es toda la humanidad. Tal impresión provoca la lectura de La noche, y no hablo de otras novelas del autor sólo porque esta es la que está en cuestión en este momento. La novela, vista así, sería un viaje simultáneo o quizá alterno entre las profundidades de los detalles del mundo ese que está ahí afuera y al mismo tiempo de los mundos que nos habitan como del macrocosmos, de lo alto. Baruch Spinoza decía que “Aquel individuo que para tomar una decisión no considera los últimos cinco mil años de la historia humana es un inconsciente”. Y yo agregaría que, obviamente, tiene que tomar en cuenta los últimos cinco minutos de su vida. Así da la impresión que se ha escrito esta novela.
El novelista, digo, el gran novelista, es un universo. Nos muestra el universo. Pero, a ver, vamos por partes, para empezar el universo es incapturable. Es imposible que en una novela, la más vasta, la más erudita, la más larga, incluya nada más lo que ocurre aquí, en mi cuarto, donde escribo estas líneas. Es imposible que cronique todo lo que ocurre en este pequeño espacio. Nada más con que pretendiera comentar todo lo que ocurre en mi cuerpo: múltiples seres vivos lo habitan, gérmenes en toda la piel, especialmente, vergonzosamente, en todos los orificios, cada célula viviendo, vibrando, trabajando por sí misma, pero también en colaboración con miles de millones de otras células más de todo el cuerpo para llevar a cabo el metabolismo de esta máquina que avanza hacia la muerte. Imposible narrar tanto. Y eso sólo aquí. Preténdase hacerlo para el barrio, para la ciudad, ¡para la ciudad o para el planeta! Absolutamente imposible.
Pero el novelista se da sus mañas para hacernos sentir que nos está dando una visión del universo entero. Tiene un poder de síntesis, un poder de selección, uno indecible, la capacidad de engaño o de dominio sobre el lenguaje que, al nombrar un puñado de objetos nos hace sentir al mundo entero. Borges da gracias no a dios, sólo da gracias, por el lenguaje: “que es capaz de simular la sabiduría”. Lo cual es una virtud diabólica. O si quieren, divina. Es lo mismo. Ahora que quizá el dominio sobre el lenguaje sea La Sabiduría. Porque sabemos bien que simular algo es terminar siendo eso que se simulaba.
Nuestro novelista empieza a escribir y se impone retos. Desafíos monstruosos: un hombre que, un buen día, despierta después de un sueño intranquilo ―como dijo el señor K― y descubre que está solo, absolutamente solo ―hasta donde alcanza a percibir― en todo el puto mundo (hay una microficción en El libro de la imaginación, de mi maestro Edmundo Valadés que trata el asunto de la inimaginable soledad planetaria). La humanidad ya no existe. Sólo él en medio del universo. Pero luego, aquí, el novelista nos lo sostiene a lo largo de doscientas cuarenta y ocho páginas de narración para terminar en la misma escalofriante circunstancia, donde el personaje, pobre cabrón, acaba de despertar y no tiene idea de lo monstruoso que está por pasarle (por encima), lo que ya nos hizo vivir el novelista. En su momento está ese episodio de la ternura, del amor más puro y limpio, el infantil, no sin su dosis de carga erótica: la criatura no deja de sentir un tremendo placer (que, por supuesto, nos comparte), cuando la hermosa tía lo aprieta, amorosamente, contra sus pechos. Y la monstruosa decepción del crío cuando la amada tía se va para siempre, como si se muriera, pero peor, con un cabrón que la conducirá al suicidio. Los retos del escritor siguen: el matrimonio, tan feliz como todo matrimonio con más de una década de convivencia, en el mero cine, cuando el señor va a comprar chuchulucos para su mujer, a la de sin susto ―como en aquella novela de la española Montero―, desaparece para siempre. Ay, cabrón. Pero este que escribe me lo hace sentir tan cierto, tan creíble y verosímil, que hasta sufro con la señora. Por ahí atisbé a Fernández Unsaín y a Tito Monterroso furibundos reclamando la inaceptable carencia de conocimiento que vuelve imposible vislumbrar el talento literario de sedicentes poetas.
En La noche, he navegado por un universo asombroso, desquiciante, de pronto absurdo. La noche es el territorio del sueño, de la pesadilla. De lo inconsciente. Lo muy difícil de creer si no es por los múltiples y soberbios artificios ―los poderes del autor― con que es que ha escrito la novela llamada así, La noche, el autor con sus poderes me hace sentir que aquello es verdad. Por más que mi razón me diga que eso es absolutamente imposible o casi.
No podían faltar, necesariamente, los momentos de alta sabiduría: “Tratar a las putas como damas y a las damas como putas”; lo primero por mínima estrategia masculina, aunque también por petición de parte y lo segundo, porque ahora las mujeres quieren conocer mundo, incluyendo el más bajo por una cierta ambición de libertad y también de astucia.
Gracias a los poderes demoníacos del que escribe he visitado el infierno, he concebido ideas que jamás hubiera engendrado mi mente en su sano juicio. He visitado alguna parte profunda del alma humana. Con sus trucos desmesurados, Agustín, me ha llevado a que viva diversos delirios y abismos innombrables. Sacudidas a la razón, impresiones al espíritu, encuentro con la condición humana, la visión de mi propio país (en este momento, una nación que muere y otra que nace: quién sabe si aquella, la de los corruptos, de los criminales, de los grandes ladrones muera y quién sabe si un país más justo, donde viva la libertad, nazca. Estamos en la cuerda floja y no sabemos si se consiga que lleguemos al otro lado del abismo). De una o de otra manera y gracias al gran conocimiento, la osadía del novelista, su enorme oficio y sus poderes inefables, todo lo anotado se encuentra en La noche, la novela de Agustín Ramos. Lo cual se le agradece profundamente.
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