El beso de la vida
Pterocles Arenarius
Todos tienen miedo. Dicen que al baño de agua fría, al trabajo y a los chingadazos, no cualquiera le entra. Pero a la muerte sí, todos le entran y le entrarán aunque nadie quiera y aunque todos tengan miedo. Ahorita tienen miedo de morir por un virus recién llegado a este mundo, porque su código genético que tiene treinta mutaciones no existía antes, desde que todos sus hermanos virus se aparecieron aquí en su planeta (puesto que ellos llegaron primero, unos 2 mil 500 millones de años antes que nosotros, es más “su” planeta que nuestro).
Deberíamos agradecer a los seres biológicamente elementales, a los primeros seres vivos en este mundo, que nos den la bienvenida, o al menos que no nos hayan eliminado cuando éramos mucho más vulnerables pues nosotros llegamos, en el año cósmico del planeta, el último día de diciembre, mientras que ellos ya estaban acá en enero o muy a principios de febrero.
El Covid-19 no es un virus tan malo, sólo mata, hasta ahorita, documentado, a unos seis o siete de cada cien sujetos que infecta. Hace pocas semanas decían que el índice de letalidad sería del dos por ciento. Pero como hay un buen número de gente a la que no le provocará ni siquiera síntoma alguno, es muy posible que aquel seis o siete por ciento esté inflado, pues los infectados asintomáticos no avisarán que tienen el virus porque capaz que ni ellos mismos lleguen a saberlo.
Así las cosas ―y considerando que siempre he sido un animal de resistencia― decidí que el ultramicroscópico germen llamado también Coronavirus por su aspecto ante las lentes de los microscopios electrónicos (en el microscopio óptico no es visible) no me haría ningún daño. Eso a pesar de que no soy un jovencito. Y entonces me mantuve en actividad normal. Como siempre, como si nada, entre las calles abandonadas, en el metro casi vacío y altamente disfrutable. En el Centro de la ciudad gozando de la vista de los palacios y la ausencia de las multitudes. Haciendo caso omiso a las diatribas catastróficas o de plano apocalípticas de la televisión, alegando con gente alucinada que te habla de conspiraciones extraterrestres; castigos divinos por tanto pecado de cogedera que cometemos y ya ni digas de las cabronas viejas abortistas, según dijo algún bruto de lujosa sotana; o la indudable guerra soterrada entre Estados Unidos y China. Era para enloquecer. Todo el mundo habla del Coronavirus todo el tiempo y casi nadie tiene idea real de él; la mayoría ni siquiera sabe que es un virus.
Formante e Informante es mi periódico. Soy el reportero, soy el redactor, soy el que dirige la página electrónica, soy el que sube las noticias a yutub, a feisbuc, a tuiter, soy el que distribuye el periódico entre los vendedores y el que consigue la publicidad. Soy el que sale a cuadro en la versión televisiva por aquellas redes sociales de internet. Lo único que necesito extra es alguien que me lo imprima a ritmo de tres veces por semana. Imposible esperar sentado a que pase la pandemia y que el mundo se apacigüe para recomenzar. No. Además como medio de información mi trabajo es muy importante y de los que no pueden ni deben suspenderse.
Tengo que estar en el calle viendo que ocurre, tomando notas, hablando con la gente, leyendo mucho, consiguiendo testimonios, observando las circunstancias, entrevistando al pueblo y no menos a los del gobierno, tomando fotos y videos de cuanto sea nota, buscando la noticia siempre. He llegado a entrar a La Mañanera cuatro o cinco veces y si no lo hago con más frecuencia es porque hay que llegar a las cinco de la mañana, ese hombre trabaja como desquiciado, mejor la veo por internet. Hay muchos que a güevo quieren entrar nada más para salir en tele y en páginas de la web, hacerse famosos. Y luego andan chillando porque los insultan o los amenazan, a los que están contra el gobierno, los persigue la plebe de tuiter y de feisbuc; a los que están en favor del gobierno, les mandan amenazas de muerte los robots pagados por el CCE o la Coparmex o el presidente borracho asesino aquel que tuvimos. Nadie anda tranquilo, nada más nosotros los que nos la sabemos llevar tranquila, si no ¿cómo?
De arriba para abajo, con gente y con funcionarios, en la calle y en las oficinas, en el aeropuerto y en el Palacio Nacional y en el Palacio de Gobierno de la Ciudad. Y no me contagiaron, carajo. Pero tenía que venir Fernanda. ¿Pero cómo dejar de verla? ¿Y cómo iba yo a saber que ella sería la que me iba a condenar? Pero aunque lo hubiera sabido, no importaba. Siendo ella, que me contagie, chingao.
Fernanda es una diosa de la belleza y del amor detrás de una vitrina. Es la promesa del más alto placer en este mundo. Ella tiene en sus manitas la felicidad, en su cuerpecito está el demonio más sulfuroso que es el placer más grande posible en este mundo y en esta vida y en sus ojos se puede ver el amor de Dios y las once mil vírgenes todas juntas y todo eso aun cuando use tapabocas. Pero, además, como atiende la tiendita, está expuesta a cinco mil cabrones que la pueden ver con sólo ir a comprar un chocolate de pretexto e intentar... todo. A pesar de mis miles de ocupaciones y subidas y bajadas, entrevistas y cobranzas, tengo que ir a verla, a güevo, cada día.
―Hola, ¿cómo estás?
―Bien. Trabajando.
“¿Qué te voy a dar?”
―¿Te digo?
―Mmm, ¿ya vas a empezar?
―Sí. Es que yo quiero todo... ―me miró con sus negros ojos de venus olmeca, sonriendo con los ojos, porque el tapabocas cubría la mayor parte de su rostro.
―Bueno, si es que quieres todo, ya verás, necesitas un camión grande de mudanzas y unos, ¿qué será?, unos trescientos mil pesos más o menos. Algo así. ¿Le entras?
―Si me das también lo demás, ¡le entro!
―No, ya no hay nada más... Bueno, dime qué te voy a vender...
―Yo soy el que va a vender mi alma al diablo para que me des lo que yo quiero...
―Tú ya la vendiste hace muchos años. Ya no tienes salvación. Estás más corrido que un caballo del hipódromo. Es más, yo creo que tú eres el vivo diablo...
―Por eso vengo contigo, porque tú eres un angelito del cielo y tú sí me puedes sacar de los infiernos, tú me puedes llevar al paraíso, ándale, ¿qué te cuesta? Dame un cuartito de jamón, otro de queso de puerco, uno más de queso blanco, una lata de chiles y una mayonesita, voy a comprar pan porque no me gusta el Bimbo y me voy a hacer unas tortas para cenar. Es más, te invito.
―Bueno, a ver si es cierto... ―me contestó sin énfasis, como automáticamente, porque estaba ya preparándose para rebanar el jamón en su máquina. Luego lo pesó. Entonces se dedicó a hacer lo mismo con el queso de puerco y al final el queso blanco, puso la lata de chiles y el frasco de mayonesa.
―¿Algo más, señor?
―Sí. ―Le dije a señas, acercándome a ella, que se aproximara para hablarle al oído. Me miró un poco extrañada, pero se acercó, olí su pelo fresco, delicioso y, eludiendo el cubrebocas, le di un beso entre la oreja y el mentón. Se apartó pero su lindo rostro quedó muy cerca del mío.
―¿Eso es lo que quieres?
―Sí... eso... ―bajó el cubrebocas hasta el cuello para descubrir la promesa de las delicias en su sonrisa, en sus labios. Me acerqué y sentí el aliento de su ser y me estremecí. Me iba acercando muy despacio, muy despacio, pero ella se aproximó hasta tocar nuestros labios casi con brusquedad.
Y nos besamos. Ella desde adentro de su mostrador y yo afuera, apoyados sobre el mismo. Un beso largo, larguísimo; empecé a palpitar, era insoportable de placer su saliva, su aire tibio, su piel caliente. Gracias a Dios... pero que se suspendió de la manera más abrupta cuando ella oyó que alguien entraba a la tienda. Se separó violentamente dándome la espalda y regresó también con gran rapidez para decir:
―Soooon, veintiocho, más treinta y cinco, más quince, más veinte... ―iba diciendo mientras marcaba las cifras en la calculadora que tomara. Una mujer se acercó y esperó a que ella terminara la cuenta―. Noventa y ocho, por favor... ―luego, sin más le dijo a la mujer― sí, dígame.
La señora pidió lo que necesitaba, yo ―¡estaba temblando!― me aparté un poco y simulé que buscaba el dinero en mis bolsillos mientras Fernanda le iba despachando a la mujer. Luego le cobró, le dio el cambio y la mujer se fue.
―Haste para acá... ―le dije...
―¿Para qué...?
―Pues arrímate y te digo...
―A ver...
Y empezamos de nuevo a besarnos. Su saliva era una delicia. Su aliento me quemaba. Su piel estaba caliente y sus labios tan suaves tan intensos.
Tuvimos que interrumpir otra vez y otra vez y otra vez, llegaban clientes.
Pero en cuanto se desocupaba volvíamos al beso.
Así estuvimos dos horas. Colorados. Calientes. Encubriéndonos. Suspirando. Mirándonos de la más cómplice manera por encima de cada persona que iba a comprar. Dios mío, yo quería seguir la noche entera besándola, sin importar interrumpciones... Hasta que me dijo:
―Ahora ayúdame a cerrar.
―Sí, claro.
Le ayudé. Organizó cosas colocándolas en su lugar, mientras yo bajaba las cortinas de fierro.
―Fernandita, yo te voy a coger aquí mismo, por el amor de Dios...
―Anacarsis Estrabón, periodista independiente, espérame tantito, no vayas tan rápido. Ven acá y dame otro besito. ―Me agarró por las solapas. Nos pusimos a besarnos. Me apliqué a aumentar la intensidad de las caricias y a que ella notara que mi calentura ya era total, perentoria, implacable e incapaz de perdonar. Que supiera sin duda alguna que yo quería coger con ella. Le puse las manos en sus nalgas enloquecedoras. Me detuvo.
―Sí, aquí mero, pero ahorita no... Mira, no se va a poder. Te explico ―Me tomó una mano y me la llevó a su mejilla―. ¿Ves que estoy caliente?
―Sí...
―Hace rato que llegaste me dolía la cabeza... ―me hizo un gesto sonriente, dulcísimo― con el faje que me has metido hasta el dolor de cabeza se me quitó. ¿Te explico qué pasa o ya entendiste?
Me sentí perdido, no tenía idea de qué me estaba hablando y era notorio. Siguió explicando:
―Me dolía la cabeza, tengo un poco de calentura. Ahorita no podemos hacer cositas. Te tienes que esperar cuatro o cinco días, ¿sí me entiendes?
―Aaah, sí, sí... No, no... sí, o sea, como tú digas. Perdóname.
―Ja ja ja... al revés, querido. Tengo que obedecer a mi cuerpo. Pero ¿sí vas a venir a verme?
―Todos los días.
―Sale. ―Y nos besamos otras cuatro o cinco veces. La apreté, le agarré sus nalguitas y sus pechitos, aunque fuera por encima de la ropa. Vida mía. Salimos y la acompañé a su casa. La besé con toda mi urgencia antes de que abriera la puerta que la hizo desaparecer.
Pero regresé feliz. Era la culminación de varios meses de coqueteos, de acercamientos. La noche era deliciosa; las nubes, signos de alegría; la luna divina, una minúscula rebanada; en mi boca sentía el sabor de ella. La adoraba. Pensé que no me cepillaría los dientes para conservar la sensación.
Al día siguiente no pude ir a verla. Llegué corriendo a su tienda pero ya era tarde. En estos días de pandemia los comercios cierran más temprano.
Una vez más fui a verla al día siguiente y tuve una sorpresa horrible como un bofetón: ella no estaba. Un gordo malencarado se encontraba en su lugar. El dueño de la tienda, el que la atiende desde las seis de la mañana hasta la hora que entra Fernanda, su sobrina y también su empleada. Ese sujeto y yo nos conocemos, claro. Nos caemos gordos de mutua manera. Ni para que preguntarle por ella. Le compré lo que necesitaba y me largué. ¿Qué pasaría con ella? Tendría que ir a buscarla a su casa.
Me fui corriendo con mi mercancía a buscarla. Llegué a su casa y toqué sin importarme lo que dijeran ni el hecho de que pudiera extrañarles que un tipo como yo la buscara. Pero nadie me abrió. Al parecer no había gente en el lugar. No tenía el número de su celular, maldita sea. Me quedé un largo rato esperando para ver si alguien llegaba. Nada.
Luego de una larguísima hora me retiré terriblemente desanimado. El malestar que sentía llegó a volverse incluso físico. Me acosté a dormir luego de una merienda que no terminé. No dormí bien, me sentí abochornado, de tal suerte que me levanté un par de veces, la última a las cuatro y media. Luego me volví a dormir ya como a las seis y media para que, al final, desvelado, me levantara tardísimo. Salí a las nueve y media corriendo como un imbécil ―y con un desasosiego en el alma, pero al menos igual en el cuerpo― a cumplir con mi chamba, pero no me sentía bien. Pasé a desayunar unos sopes infames de insípidos. Con mi camarita, mi teléfono celular y un cuaderno de notas era mío el mundo. Tenía el plan de ir al Centro y hacer una crónica de la soledad de las calles, la ausencia de cantinas y restaurantes y algunas fotos además de, quizá, entrevistas con la poca gente despistada que hubiera. Me sentía de la chingada. Sería por la desvelada, pensé. Andaba bien agitado, como si hubiera corrido, pero sólo caminaba; rápido, como es mi costumbre, pero no era nada agradable jadear tanto.
Me agarró un acceso de tos que me tuve que detener y entonces me empezó a doler la cabeza de manera que sentí que no podía moverme. Me quedé parado en 16 de Septiembre viendo para todos lados. Creo que nunca me he sentido tan indefenso. Lo que más me extrañaba es que de buenas a primeras me sintiera tan mal. Y ya no era Fernanda, sentía que algo se me quería romper por dentro. Me senté en el suelo y cerré los ojos. El sol me tenía abrumado y sudoroso. Lo más extraño es que no dejaba de jadear.
Me arrimé a una sombrita. Capaz que hasta me desvanecí o me quedé dormido un buen rato. Luego abrí los ojos y, dentro de lo mal que me sentía, me di cuenta de que estaba un poquito recuperado. Ahora también me dolía el cuerpo. Caminé como pude hasta el metro. Bajé las escaleras como viejito y, nomás subir al tren, me senté con los ojos cerrados. Me di cuenta de que también tenía calentura, por eso el dolor generalizado. Como Dios me dio a entender llegué hasta mi casa y me tiré en la cama.
Ahí empezó el infierno. Yo era, como me dijera Fernandita, el diablo. Pero un pobre pinche y muy pendejo diablo, jodidérrimo, miserable, doliente, sufridor.
Caliente, tosedor, adolorido, debatiéndome todo el tiempo entre los dolores, las fiebres, la tos que me asfixiaba y el jadeo.
Me di cuenta de que me podía morir. Me estaba deslizando por una pendiente en la que podía ir hasta el fondo. Y el final era la muerte. Los largos ratos de fatiga me hacían dormir y despertaba como animado, con arrestos y hasta hambriento. Me levantaba y, como un perro callejero, famélico, casi inválido, temblando, me iba a la cocina, me comía lo que encontraba y me bebía el agua de la llave o lo que estuviera a la mano. Luego me dejaba derrumbar sobre la cama a delirar. Un pobre diablo sin salida. Comía cachos de pan con queso como si fueran de madera, tomaba vasos de agua que me infundían la vida. Regresaba a mi cama casi arrastrando, jadeante y derruido.
Tenía que ir a un hospital. No tenía fuerzas apenas para ir a la cocina y al baño. Estaba en la más brutal fase de miseria física. Soñaba, como no, con Fernanda, pero se me hacía una divinidad lejana; lo que sería inalcanzable. Me hacía llorar sólo recordarla. Ya me había acostumbrado a respirar jadeando. También a tener frío todo el tiempo y al dolor de cuerpo. Sin saber de sabores, comiendo y bebiendo por absoluto instinto. A muy duras penas contesté el teléfono y cancelé cuanto fue posible. Perdí la cuenta de los días cuando iba por el quinto o sexto. Pero la recuperé haciendo cuentas y consultando las páginas de internet. El Formante e Informante, brillaba por su ausencia. Llegué a decir que me estaba llevando la chingada. Luego fue una evidencia incontrastable, absoluta, unánime, aunque solitaria, tan sólo para mí, tan solo en mi recámara: eran los síntomas de la infección por Coronavirus. Chingas a tu madre, Anacarsis. Y si no te has muerto es porque hierba mala nunca muere. Han pasado diez días y te has convertido en una piltrafa. Traes quince kilos menos y diez años más. Mero y te carga la chingada. Lo sentiste, Anacarsis, sentiste que era posible morir. Pero no te dejaste. Nada más por puro instinto, porque querías ir a la cocina a tomar agua de la llave, a comerte un pan con sardina, a quedarte dormido viendo la televisión. Y, lo que te pareció no más importante, pero sí lo más hermoso de todo: ver otra vez a Fernanda y besar ―por el amor de Dios― su boquita.
Por eso sí valía la pena no morirse por culpa del Covid-19, ni por ninguna otra razón. Mirar los ojos de ella. Bajarle el tapabocas y besarla. Luego bajarle lo que fuera necesario.
Madreadísimo, pero recuperado, sin jadeos, sin dolor de cabeza, con las fiebres más que controladas. Con rostro cadavérico y manos tembeleques, como resucitado de entre los muertos, muy débil, pero seguro de que, a muy alto costo, pero había vencido al puto virus, me atreví a salir de mi casa porque además ya no tenía ni que comer.
―¡¿Qué te pasó, Anacarsis?¡ Estás bien malo... ¿Dónde te habías metido?, hace mucho que no te veo. ¿Ya fuiste al médico? ―Ella estaba hermosa como nunca, como siempre, sus ojos resplandecían derrotando salvajemente la función del cubrebocas―. Oye, pero te pegó durísimo.
―¿Quién me pegó durísimo?
―Pues el virus. ¿Te acuerdas de aquel día que estuvimos aquí? ¿Te acuerdas que me dolía la cabeza y traía un poquito como de calentura? Pues yo dije voy a empezar, de seguro mañana es el primero de mis días. Pero ¿qué crees? Al día siguiente me dijeron tú tienes Coronavirus. Mi hermana ya lo tenía desde antes. Nos llevaron al hospital y nos pusieron en cuarentena, pero ninguna nos pusimos malas. ―Se quedó callada, me miraba intensamente, con simpatía y, sin duda, sentimiento de culpa―. Te contagié, Anacarsis. No te ves bien. ¿Cómo te sientes? ¿Quieres que te lleve al hospital?
―Gracias, Fernanda, muchas gracias... pero ya pasó todo. Mira nada más... quedé ultramadreado. Bajé quince kilos. Pero ya estoy bien. Bueno, todavía me tengo que recuperar.
“Estoy hecho una desgracia.
“Ya me voy”. ―Me consideré indigno de ella rebosante de salud y deslumbrante de belleza. Me fui caminando muy despacio, no podía hacerlo de otra manera. ¡Ella me contagió! Y lo sabía. ¿Tanto valían sus besos, tanto como el infieno que sufrí?
Sí.
Me sentí orgulloso de haber arriesgado la vida por ella.
Bueno, la había arriesgado en un 6.7 por ciento, que es el índice de letalidad promedio del virus en el mundo. Lo cual no deja de ser un mérito, porque además no tuve ayuda hospitalaria ni atención médica.
―¡Anacarsis!, ―me gritó. Me volví a verla. Se había sacado el cubrebocas. Sonreía más linda que nunca bajo el sol.
―¿Te vas a recuperar?
Le contesté con enjundia moviendo la cabeza con una afirmación que era hasta violenta.
―Entonces vas a volver a venir... ¿verdad?
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