domingo, 3 de mayo de 2020

Tercera pelea

Nocaut en Zitácuaro

(Tercera pelea)

Pterocles Arenarius

―Si se trata de calentar la plaza, pues vamos a mandar a los peleadores bien cargados, para que se peguen bonito y las peleas acaben rápido, puro nocaut ―propuso Roberto, El Tío, Jiménez.

―¿Para ti qué es cargado el peleador?

―¿Cómo qué es? Pues que le pongas algo en el vendaje. En los guantes no, es mucho pedo, pero en el vendaje de las manos.

“'Ora, vamos a ponernos de acuerdo qué les ponemos, para que sea parejo. Para que gane el que pegue primero y pegue mejor”.

―¿Qué propones, Tío? Digo, porque se les pueden poner muchas cosas. ―Dijo el promotor de Zitácuaro.

―No, pues sin ventajas. Lo mismo a los dos para que no haiga uno que le pegue más duro al otro. Los dos iguales. Yeso con agua y hasta arriba la cinta de escoch. Con eso.

“¿Está bien?”

―Está. ―Era un pacto de caballeros.

De criminales, puesto que ellos no iban a subir al enlonado a romperse la madre.

Y así se acordó que sería la pelea entre El Mosco Hernández, el ídolo de Zitácuaro, contra Raúl, El Zurdito, Ramírez. Por lo menos no habría ventajas.

El Tío Jiménez estaba delinquiendo por doble partida. Primero era proponer un vendaje ilegal, peligrosísimo, para que los imbéciles que habrían de pelear se despedazaran. El vendaje bajo los guantes llevaría yeso y agua para que los golpes que se dieran los peleadores fueran verdaderas pedradas. Pero El Tío, un zorro, hacía otro fraude a los Zitacuarenses. El peleador que enfrentaría a El Mosco Hernández no era Raúl, Zurdito, Ramírez, un preliminarista de la Arena Coliseo que lento y ni tan seguro pero se iba abriendo paso y no tardaría en ser peleador estrella, de los que peleaban a diez episodios. En el lugar de El Zurdito iba yo, que ni siquiera era zurdo, sino de guardia derecha. Y no hubiera estado mal si no fuera porque yo en aquel año de 1969 tenía 18 años y llevaba en el boxeo, entrenando entre profesionales, acaso seis meses. El Tío me aventaba al matadero. Con tal de quedarse con todo el sueldo de El Zurdito me llevó a mí que no cobraría, al revés, El Tío me hacía el enorme favor de darme una oportunidad de pelear con un profesional para dar un gran salto en lo que iba a empezar a ser mi carrera boxística.

Lo perverso, lo criminal de El Tío era que nos pusieran, por su propuesta, vendajes para que nos dañáramos más de lo que de por sí nos lastimaríamos peleando con vendajes normales. Los vendajes, se supone, son para proteger (léase esto) proteger las manos. Sí, las manos de los peleadores que suelen chocar de manera muy violenta contra huesos tan duros como cráneos, codos e incluso mandíbulas y filos superciliares del adversario. Ahí, Dios no lo quiera, un peleador puede fracturarse una mano, su principal herramienta de trabajo, y perder meses de “producción” de daños, perder la condición física y tantos males más derivados de no entrenar por un descuido semejante. Con vendajes enyesados los golpes serían brutalmente fuertes. Mucho más duros que lo normal. Para que la pelea fuera bonita. Para que hubiera sangre y, sin duda, un nocaut. El ganador sería el que pegue primero y el que pegue mejor ya lo había dicho El Tío. Si se matan el par de imbéciles que estarán sobre el cuadrilátero, bueno, eso es perjuicio menor. Tal pactaron Jiménez y los organizadores de Zitácuaro. La supervisión legal de la pelea simplemente no existía.

El segundo de izquierda a derecha, de pie, es Bernabé, Beibi Vázquez. el segundo en cuclillas es Pterocles. 1970

La otra cuestión era que El Tío me había entrenado como a un profesional. Me había puesto en la mejor forma física posible para la pelea. El viejo tenía una gran experiencia, por más que no fuera académica, para entrenar peleadores: Ultiminio, Pulgarcito Ramos, Rogelio Lara, habían sido, entre muchos más, encargados con él para supreparación física. Sin duda consideraba que yo era capaz de derrotar al Mosco Hernández nada más con mis talentos de muy buen peleador que ya era y su perfecto entrenamiento. Así, el vendaje criminal operaría en nuestro favor ―no tanto en el mío, pues mi rival no estaba manco―. Otra circunstancia que no consideró era que el viaje era monstruoso. Por su codicia. Me trepó a un camión guajolotero de los espantos. El viaje del DF a Zitácuaro duró unas seis o siete horas de tortura, calor, incomodidades y, muy lejos de descansar (lo que me urgía), sólo llegué más fatigado. Así arribamos a Zitácuaro. Yo estaba en condiciones deplorables y me hubiera hecho mucho bien dormir un poco, pero no había donde. Una cuestión más. Los encargados de cuidar al Mosco Hernández fueron mucho más acuciosos ―y ventajosos― que El Tío y su equipo. Sospecho que le pusieron kilos de yeso o incluso algún otro material al vendaje de su peleador porque... les cuento la pelea:

Salimos cada uno de su esquina a encontrarnos en el centro del cuadro. Comenzamos a bailotear y hacernos fintas. Él se acercó y me tiró el yab, yo hice lo mismo. Los dos atinamos y, sorprendentemente, los dos nos rebotamos hacia atrás. ¡Habían sido golpes muy fuertes! Por supuesto, traíamos los guantes cargados de yeso con agua. Entonces yo me fui hacia mi costado izquierdo dando saltitos, esperando al Mosco para tirarle la izquierda. De pronto sólo vi un gran resplandor de color entre rojo y amarillo pegado a mis ojos. Había visto que El Mosco movió la mano derecha, pero sentí que no iba a intentar lo que hizo: un volado de derecha me atinó en el lado izquierdo de la barbilla. Caí fulminado en mi propia esquina. Había sido un terrible batacazo. Ahí se incluía la fuerza de El Mosco Hernández, peleador profesional, con la masa de su puño impulsada por los músculos de su brazo, hombro y espalda, más el impulso de su cuerpo que iba hacia adelante. Todo detrás de un puño duro como una piedra gracias al vendaje criminal sugerido por Roberto, El Tío, Jiménez. Un golpe imposible, desmesuradamente fuerte: una auténtica pedrada. Gracias mi entrenador.

No quise levantarme. De hecho escuché la cuenta a partir del cuatro. Me hice pendejo, me saqué el protector bucal y lo azoté en el suelo y me quedé a gatas sobre la lona. Ahí acabó la pelea. El Tío no contó con que la gente de El Mosco iba a hacer trampa sobre la trampa: ponerle en los puños algo peor a su pupilo para que ganara más fácilmente. De verdad, estoy seguro que el golpe que me dio El Mosco no era de nocaut, excepto si hubiera traído cemento en los puños. Al final no hubo contratiempos. Todo se llevó a cabo de acuerdo a protocolo. Me contaron hasta diez y fui declarado perdedor por nocaut a los 25 segundos del primer asalto.

Hay un último detalle que se tiene que explicitar. Mi apoderado era Andrés Oviedo, mi amigo al que apodábamos El Sastre, porque ese era su oficio. Él había estudiado leyes y se autonombraba abogado porque no sólo no estaba titulado sino que no terminó de estudiar. El Sastre, sin quererlo, me indujo al boxeo. Cuando éramos niños nos invitaba a boxear entre los chicos de la cuadra para divertirse. Algunos terminamos volviéndonos muy buenos para el combate a puño. Otro amigo, Refugio Balpuesta, y yo, a eso de los 16 o 17 años decidimos ―decidimos, ¿eh?― volvernos púgiles. El Sastre nos consiguió la relación con Bernabé, Beibi, Vázquez, decano peleador mexicano y ex campeón nacional de peso ligero, para que él nos entrenara. Pero el Beibi, a sus cuarenta y tantos años seguía peleando, era actor, dirigía un grupo musical, entrenaba a Ultiminio Ramos y pretendía ser manejador de boxeadores. Es decir, no tenía tiempo de atendernos a mí y a Cuco, alias Refugio Balpuesta. El Beibi nos dejó en manos de un criminal, Roberto, El Tío, Jiménez. Así perdí mi primera pelea en Zitácuaro por nocaut a los 25 segundos de iniciada. Era el día jueves 20 de noviembre de 1969.

Refugio Balpuesta, Emelia y su bebé, Pterocles, 1969
¿Y el apoderado Sastre?

No supo ni cómo ni cuándo se la dejaron ir tanto a él como a mí, su pupilo y poderdante, aunque yo sí me llevé un buen par de chingadazos ilegales.

Pero luego El Sastre intentó reivindicarse conmigo. A vuelta de cincuenta años me doy cuenta. Lo que hizo para curar su consciencia fue convencer a su hermana menor, Natalia, para que fuera mi novia. Mi inmenso pendejismo de aquellos días me libró de terminar como marido de Natalia y familiar íntimo de la familia Oviedo y padre de niños que habrían llevado apellidos Ortega Oviedo. ¿Para bien, para mal? ¿Quién puede definir semejante dilema?

En cuanto a El Tío Jiménez, ni hablar, él continuó con su carrera delictiva hasta que el 14 de mayo de 1983, en la pelea sostenida entre El Conejo Casas y Arturo, Cuyito, Hernández, en la Arena Coliseo de Perú 77, cuando el Tío estaba por celebrar la victoria ―sin duda mediante alguna sucia transa― de su pupilo el Conejo, alguien le dio un balazo en el pecho. El Tío Jiménez murió en camino al hospital. Del asesino nadie sabe y nadie supo hasta la fecha. Roberto, El Tío, Jiménez murió como lo que era, un delincuente. Y su asesino anónimo e impune.


Izquierda, Beibi Vázquez, gloria del boxeo nacional. El otro, Roberto, El Tío, Jiménez, mafioso y criminal

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