El México Profundo y el Rincón de Dios
Vista desde San Isidro Calabazo |
Pterocles Arenarius
Salimos de la Ciudad de México en la madrugada del martes 12 de febrero. En el local del Frente Ciudadano Independiente (FCI) sito en la calle de Aluminio, en la colonia Quinto Tramo de la 20 de noviembre. Se dieron cita tres organizaciones: el propio mencionado Frente, la organización México sin Límites (MSL) y los promotores del Faro Venus Calipigia (Faro). El objetivo es viajar a la sierra sur de Oaxaca a una comunidad marginal llamada San Isidro Calabazo (sic), que se encuentra bajo jurisdicción de la Agencia Municipal de Santa Cruz Zenzontepec, Distrito de Sola de Vega, Oaxaca. Ir hasta San Isidro Calabazo tiene como objetivo impartir un taller de crónica para estudiantes de preparatoria y profesores de ese y otros cuatro municipios de la zona. La salida es, rigurosamente, a las seis de la mañana. La razón es que el viaje nos ha de tomar ―si todo funciona como es debido― alrededor de doce horas. Pero además, en el ínterin, debemos, al menos, desayunar y comer. Sin duda un viaje arduo, fatigoso.
Las mujeres de San Isidro Calabazo |
Los camaradas de México sin Límites son tres jóvenes cuyos nombres eran Jesús, un muchacho alto, tristón y servicial; Josué, con la cabeza empeñosamente rapada a coco, un aro ensartado en el cartílago que divide a la nariz en las dos fosas y un tercer muchacho de nombre Rafa, dueño de unas barbitas que no llegaban a ser ni de chivo y que pasó todo el viaje de ida dormitando. También iba con ellos una mujer mayor que ellos tres: Abril. En el grupo no me gustó nada su carácter huraño porque me parecía un pretexto para ocultar una furtiva soberbia. Luego me enteraría que llevaban equipajes excesivos y, en efecto, la camioneta estaba más allá de la saturación total. Llevábamos libros, media tonelada, para los niños de San Isidro Calabazo; los equipajes de todos, algunas cosas para tomar un tentempié en el camino y nuestros propios cuerpos. Totalmente llena. Imposible subir algún objeto más y menos una persona. Empezamos el viaje cuando la noche no terminaba de marcharse. Íbamos dormitando por la desmañanada, me permití regalar sandwich para todos. Ellos los aceptaron como si fuera nuestra obligación. Luego incurrí en la indignación cuando ellos repartieron manzanas sólo para consumo de sus amigos de MSL. Bueno, llegamos a Tehuacán y nos dirigimos a tomar un desayuno muy austero, en una tiendita tipo oxxo, tan austero era que, me pareció, por eso se negaron a tomarlo. Ah, pero cuando llegamos a Oaxaca, a eso de las dos y pico de la tarde y nos llevaron a El Bichón, un restaurante que sirve costillas de brontosaurio (obviamente tienen un criadero de estos reptiles prehistóricos) y mezcal, muy gustosos ingirieron sendos costillares de dos dedos de grueso y se bebían los caballitos de mezcal como si fueran de agua, sin tomar respiro. No dejó de decirles alguien, inútilmente, que así no se toma el mezcal, sino que hay que degustarlo y paladearlo con la mayor lentitud.
De Oaxaca continuamos a Teojomulco, etimológicamente, “El rincón de Dios”, minúsculo municipio ―una leyenda a la entrada anuncia que tiene menos de 4 mil habitantes―, es el lugar que sirvió de sitio de nacimiento a nuestro compañero y dirigente J Félix Hilario Antonio. Nos instalamos en el único Hotel del pueblito, Los Primos. Alojarnos fue como el banderazo de salida. Los colegas de MSL empezaron una especie de carrera para ver quién alcanzaba el estado de la más total embriaguez en el menor tiempo posible; la sustancia que les serviría de vehículo: el mezcal que misteriosamente y en grandes cantidades se agenciaron. Varios de Faro Venus Calipigia bebimos mezcal y cerveza, pero muy antes de las 11 de la noche estábamos bajo el resguardo de nuestro cuarto de hotel para reposar y mantenernos en buenas condiciones para el día siguiente en que empezaríamos actividades.
Recursos materiales escasos. Espíritu y dignidad descomunales |
A las seis de la mañana, bajo un cielo alucinante de estrellas ―como jamás veremos en ciudad alguna― ya estábamos listos para viajar hacia San Isidro Calabazo. Pero nuestros camaradas de MSL no salían. Lo sabíamos, en la alta noche escuchamos sus carcajadas, su animadísima francachela que se prolongó hasta que la noche quería alborear. Poquito antes de las 6 de la mañana les llamamos por teléfono y no contestaron. Les tocamos la puerta y salió uno de ellos en deplorables condiciones. Dijo que en unos minutos estarían listos, pero pensamos que mejor ni lo estuvieran, el chico discurría una intoxicación alcohólica ―específicamente mezcalera― de, al menos, doce horas. Es mejor irnos sin ellos, consideramos, de cualquier manera así ―en el estado de alta ebriedad que mostraban― no pueden hacer nada. Partimos.
San Isidro Calabazo es un lugar que parte el alma por varias razones. La primera es que se trata de una pequeña meseta, una altiplanicie en el más exacto sentido de la palabra. Tiene barrancos que, a pesar de ser hermosos, parecieran caminos al infierno de lo profundos que parecen; pero también está rodeada de montañas que dieran la impresión de óleos pergeñados por divina mano; los verdes van a juego con el purísimo azul del cielo y las nubes juegan, con su blancor perfecto, en el azul infinito. El pueblito no llega a los mil habitantes. La segunda partida de alma es que todas las mujeres que vimos traen vestidos más que típicos de las indígenas, incluso las niñas, los colores no son excesivamente variados: azul, rojo, a veces verde y muy raramente otros colores, pero siempre estampados de flores. Como un canon, todas usan tal prenda justo a la rodilla. Todos son morenísimos y chaparritos, como en casi todos los municipios pequeños del estado, pero si tantito me exigen podría decir que los de Calabazo son más chaparritos y más morenos. Los niños son asombrosamente pequeños y delgados. Juegan básquetbol con destreza singular y un vigor inagotable. Las alucinantes montañas que por los cuatro puntos cardinales muestran una madre naturaleza desmedida no los conmueven, por supuesto, la costumbre ha hecho su trabajo. La comunidad se muestra orgullosa, pero muy habituada a sus cadenas montañosas de majestuosidad y belleza desquiciantes. El verdor de las inefables montañas, el azul impoluto del cielo, el delirio de las transitorias nubes que parecieran al alcance de la mano, hacen de Calabazo un lugar insólito. Los habitantes de San Isidro Calabazo son chatinos y tal se nombra, además, su idioma. La mayoría de los habitantes del pueblo, según pude comprobar, habla el chatino, lo cual me ha hecho pensar que por eso, por no entender bien el español, permitieron que su municipio se llame así, Calabazo.
Pterocles y novela |
Promover la lectura |
En la llegada al lugar, la visión de la gente con su genotipo inflexiblemente indígena, la inmensa humildad reinante, la curiosidad risueña o desconcertada de niños y adultos por nosotros y la entrega impresionante del afecto del pueblo, nos hacen derramar lágrimas. Yo no llego a medir 1.70 metros, me faltan dos centímetros; soy, más bien chaparro. Pero en Calabazo estoy convertido en uno de los hombres más altos del pueblo. Los niños son demasiado pequeños porque los vemos con uniformes de secundaria y con estaturas que nos parecen de 10 años o incluso menos. La bienvenida no puede ser más afectuosa. La editora de Eterno Femenino, Noemí Luna García y este servidor, nos afanamos por ocultar el llanto que la gente nos hace derramar. Estamos en una comunidad indígena marginal. Lo primero que hacen es invitarnos a desayunar. Han preparado para nosotros un guiso privilegiado. El jefe de la cocina ordenó que un buen número de habitantes del pueblo bajara al río para capturar, ni uno más ni uno menos, cien acamayas, unos camarones grandes, con tenazas poco menos impresionantes que las de cangrejo. En la comunidad cocinan un guiso delicioso que llaman mole de camarón.
El comedor comunitario no puede ser más humilde, el suelo es de tierra, las mesas hechizas y los asientos simples bancas, algunas sin respaldo. Pero el calor humano es conmovedor. Los chatinos ―en especial los niños y un poco disimuladamente las mujeres― nos miran como si fuéramos de otro planeta. Lo somos. En cierto momento nos damos cuenta de que pertenecemos a lo que suele llamarse la cultura occidental y nos percatamos de que ellos, los chatinos, no son cultura occidental. Han realizado una hazaña casi increíble, conservar su idioma, la gran mayoría de sus costumbres, sus tradiciones casi intactas por medio milenio. La única intrusión ―detestable para este cronicador― es la religión.
En cuanto concluimos el suculento desayuno, insólito para nosotros, nos hicieron la recepción oficial y empezamos. Aquí conviene anotar que hubo alguna incomunicación más o menos grave. Había dos objetivos principales, uno, llevar a cabo un curso de crónica para que estudiantes de prepa y profesores escribieran textos de ese género para plasmar en letra viva modos, usos y costumbres, sucesos, anécdotas, las formas de vivir, la historia de San Isidro Calabazo. Pocos minutos antes de iniciar nos informan que los chicos de prepa no estarían presentes, más todavía, ni siquiera los de tercero de secundaria. Tendríamos que trabajar con niños de primaria ―quinto y sexto con Noemí― y de primero y segundo de secundaria, el que esto escribe. Sin duda el punto de vista de los niños es muy importante, pero, además, nos interesaba sin duda, la palabra de los hombres, las mujeres. De los más lúcidos, los que más han ido a la escuela, de los que más conocen el lugar que habitan y los que sacan de su tierra y su agua lo que necesitan para vivir. El otro objetivo importante era que las camaradas que conocen los términos, la ideología y la circunstancia de las mujeres, llevaran una serie de charlas para las habitantes de Calabazo. En este caso sí se llevó a efecto la sesión.
Trabajamos con los niños cinco horas cada día, con los necesarios recesos, la salida a comer en el comedor comunitario. Cinco horas son demasiadas para un solo tema y mucho más lo son para niños menores de 12 años a duras penas a punto de entrar a la adolescencia. Pero el trabajo se hizo y los resultados los daremos a conocer pronto. El gran objetivo era, es, acumular textos de crónica sobre la vida en la comunidad para plasmarla en un libro. Recordemos la gran definición de Borges sobre el libro como el más grande invento de la humanidad, puesto que las más portentosas creaciones humanas como el microscopio que permite ver el microcosmos, el telescopio que nos deja vislumbrar la infinitud del universo, las inmensas máquinas que nos permiten mover pesos ingentes, son extensiones de nuestras facultades físicas. Pero el libro es una extensión de nuestra memoria y nuestra imaginación. En el libro está contenida el alma de la humanidad. Eso es lo que buscamos de San Isidro Calabazo, la manifestación de lo más valioso con que cuenta el ser humano, su ser profundo, su espíritu. La parte trascendente, si es que hay alguna, en el ser humano.
Con Noemí Luna, cotalleristas |
Y bien, trabajamos el primer día. Comimos en el comedor comunitario acompañados por los profesores de la comunidad, por algunos habitantes de la misma y por el pueblo en general. Nos invitaron a tomar cerveza y mezcal. Bebimos, claro. ¿Y los de MSL? Bueno, lo primero que notamos es que no llegaron cuando se aproximó la tarde, no participaron en ninguna actividad. Cuando terminamos los trabajos nos llegaron noticias alarmantes: se nos dijo que habían tenido un accidente. Nos preocupamos, nos sentidos abrumados. Poco a poco fluyeron las noticias: la encargada del grupo de MSL se había caído de una camioneta cuando venían hacia San Isidro Calabazo. El desconcierto, la zozobra nos hicieron su presa. Llegamos a pensar en ir a buscarlos. Pero las noticias cada vez nos obligaban a ser muy sensatos. Casi anocheciendo llegaron Rafa y Josué, el de las barbitas y el pelón, respectivamente. Venían, una vez más, en avanzado estado de embriaguez, ¿por qué no?, puesto que todo les valía madres. ¿Y su compañera y dirigente accidentada?, pues les valía madres, obviamente. ¿Y el otro acompañante?, se fue con ella al hospital donde la llevaron. ¿Y el accidente cómo fue y cuál es el estado de Abril y qué pasó, dónde y por qué se cayó?, y mil preguntas surgieron. Pero no, ellos venían borrachos y, aunque dizque preocupados, más bien con la actitud de aquí no pasa nada y que ruede el puto mundo, puesto que no dejaban de ingerir mezcal. Las versiones del accidente y de las relaciones entre ellos llegaron a límites que más vale no comentar. Los extremos de la sordidez, los linderos de la promiscuidad, territorios en donde las aficiones y los placeres rozan vicios que son perseguidos de oficio: lugares en los que este cronicador prefiere no invadir. Ni es moralina ni es hipocresía. Baste con decir que no cumplieron con su promesa de colaborar en los trabajos que nos impusimos voluntariamente y prefirieron la embriaguez, que con eso sea y es más que suficiente. No está por demás decir que en la noche continuaron la ingestión alcohólica, algún profesor, por condescendencia y hospitalidad se puso a beber con ellos. Luego nos diría que “Bebían demasiado rápido. Yo les dije que el mezcal no se toma así porque es muy fuerte, al mezcal hay que respetarlo”. Su sabio consejo, desoído, les costó muy caro. En las altas horas de la madrugada oímos ―a pesar del fuerte sueño en que ya estábamos― golpes terribles, cuerpos que se azotaban en suelo o paredes. Pensamos en que se había desatado una riña. Pronto, una vez bien despiertos, nos enteramos que los señoritos estaban tan embriagados que se cayeron varias veces azotándose contra el piso. Se acostaron en el aula que se nos asignó como el cuarto de los hombres, junto con los correspondientes petates y apenas una o dos cobijas. Ebrios, impertinentes, inconscientes, no dejaron de hacer ruido que nos desveló al resto. Cerca del alba uno de ellos, el de las barbitas, Rafa, se levantó a orinar y lo hizo sobre el petate en donde dormía uno de nosotros. No diré quien. Lo meó. Luego fue y usurpó un pedazo de cobija con la que yo me cubría.
En la mañana nos bañamos con agua fría en una pileta de uso comunitario. Cuando nos preparábamos para el segundo día de actividades, antes de las diez de la mañana despertaron. Y, lo juro, el pelón, Josué, sacó una botella de plástico llena de mezcal. Se la aventó al otro con jubilosa violencia y ya iban a ponerse a beber una vez más cuando llegó Félix Hilario y les leyó la cartilla, les prohibió, por sus pistolas, faltaba más, que siguieran bebiendo, les quitó la botella que ya habían destapado y les informó que se tenían que ir de San Isidro Calabazo, que sus servicios no nos eran adecuados en tales condiciones. Los corrió, es cierto, y lo hizo como se lo merecían, sin mucha diplomacia pero destaco que lo hizo correctamente.
Josué, el pelón que además traía una argolla en el cartílago que divide la nariz quiso ir al baño. Luego de regañado por Félix le preguntó donde estaba. Nuestro compañero se lo indicó. Se salió del aula, bajó un gran escalón y se cayó sobre un pequeño montón de grava. Se rompió la nariz. Se levantó y se puso en movimiento y se volvió a caer, se estrelló contra una cerca de alambre (algunos hubieran deseado que fuera alambre de púas). Félix fue en su auxilio, lo agarró del hombro de su chamarra y lo llevó como un títere, casi cargándolo hasta el baño como si fuera un costal de basura. Fuimos a desayunar, luego entramos a trabajar con los niños y el pelón y el barbitas se largaron, alabado sea el cielo y gracias a la actitud justamente intransigente de Félix.
Trabajamos duro con los niños. Nos esforzamos por sacarles algo de lo que son sus usos y costumbres, sus gustos, sus filias y sus fobias, su relación con la naturaleza y las que establecen entre ellos mismos. Ellos son el México Profundo de que habló Guillermo Bonfil Batalla en su libro que se ha vuelto canon. Ellos son la parte más pura de nuestra raíz más vieja. Son la conservación del espíritu de lo mexicano, al menos de una parte. Estos indígenas entrañables, sencillísimos, muy pobres en lo que a economía se refiere, poseen una dignidad ―no exagero― sagrada. La bondad, la actitud generosa y de gran respeto (me imagino su desconcierto al verme un hombre de muy otro color de piel que ellos, con las barbas casi blancas, descomunales, con el pelo tan largo, me conmueve profundamente el inmenso respeto, incluso el cariño, sus sonrisas, su hospitalidad). Dicen que el comunismo fracasó en el mundo, que jamás se ha presentado entre seres humanos. Los chatinos de San Isidro Calabazo son el testimonio vivo de que el comunismo no sólo es posible, es imprescindible en ciertas condiciones. El sistema es comunista en Calabazo. Pero ellos no lo saben. Tienen que enseñarnos.
Las noticias de los “colegas” de MSL seguían subiendo de tono alarmista. No diré en qué sentido ni lo específico de los hechos, es demasiado. Pero el asunto llegaba ―llegó desde un principio― a tener tintes de tragedia creada entre estupidez, inconsciencia, irresponsabilidad incluso de sus propias personas y más vicios. Noticias terribles llegaron al municipio de Teojomulco y las autoridades locales se aprestaron a tomar medidas extremas. Que ahí quede el asunto. Por fortuna los indiciados ya no estaban en el pueblo sino en Oaxaca. Los chicos, sin perder el estado de embriaguez que cultivaron empeñosamente durante todo el viaje, se extralimitaron una vez más, ¿por qué no?, y provocaron que los detuvieran y fueran recluidos en un establecimiento de los que se llaman anexos para personas con adicciones graves. Pero… ni como ayudarles… “El que por su gusto el buey hasta la coyunda lame”, dice el refrán que, con cierta frecuencia, repetía mi madre.
En la tarde estuvimos bebiendo cerveza en la más que agradable compañía de profesores y lugareños. En la tardenoche nos invitaron a una fiesta a la que asistimos y de la que tuvimos que retirarnos antes de que los encantos de nuestras compañeras soliviantaran animadversiones entre los hombres de la comunidad: la razón es que en el acto del baile, ciertos movimientos tienen significados que son indicaciones, un código de flirteo y aproximación con matiz sexual. Un malentendido que podía haberse escalado bajo los influjos gloriosos del mezcal. Preferimos cortar de tajo.
Llegamos a nuestros refugios para pernoctar a eso de las ocho y fracción de la noche, cuando el pueblo ya duerme. Para las diez de la noche parece de madrugada y las estrellas resplandecen en una cantidad y con un brillo como si se nos fueran a caer encima en una lapidación celestial: un espectáculo que nos abruma y nos hace pensar ―o mejor, delirar― acerca de los tremendos infinitos que nos rodean. Dormimos para el tercer día.
Trabajamos como lo veníamos haciendo. Acaso de manera un poco más relajada y ligera. Desde temprano se fue preparando la ceremonia de clausura. Cuando se dio el aviso por el sonido local nos presentamos en el presidium. La autoridad educativa de la zona nos agradeció, nos invitó para una próxima vez lo más cercanamente posible, nos entregó sendos diplomas de reconocimiento, nos regaló una canasta con viandas y frutas de la localidad, nos homenajeó tan prolija como inmerecidamente. Luego los chicos de las escuelas e incluso de otras comunidades ejecutaron danzas que, para el observador acucioso, demuestran las cosmogonías, la espiritualidad y la mundanidad, las caprichosas aproximaciones con finalidad ayuntaril y también los trajes típicos, el espíritu del pueblo manifestado en música y movimiento.
Salimos de San Isidro Calabazo cargados de regalos, de sentimientos poderosos, de la energía purísima que nos contagió la gente y con la percepción de que palpamos una fibra desconocida y prístina de este país. En este pequeñísimo pueblo se encuentra un tesoro en muchos sentidos. Un pueblo con habitantes que parecieran vivir ahí desde hace más de mil años y muy poco se han contaminado de lo que llamamos “la modernidad” y sus múltiples vicios y degeneraciones.
Nos fuimos a Teojomulco. Llegamos en la noche. Fuimos a hacer una comida-cena. En el Rincón de Dios tenemos gente bienquistada: en el Restaurante Vargas, amigos de Félix Hilario, nos regalaron el chocolate de agua, delicioso, para todos.
Dormimos en el Hotel Los Primos. A las seis de la mañana nos fuimos a caminar en las inmediaciones del pueblo. Desayunamos y más tarde nos lanzamos a La Cascada de los Dioses. Caminar un poco más de tres kilómetros, entrar por un terreno abrupto, diría, en la práctica tierra virgen en la que, gracias a la suela desgastada y resbaladiza de mis zapatos, pero también a mi torpeza, me caí cuatro veces. El lugar es un cenáculo, un santuario en donde pareciera no pasar el tiempo, pero sí el agua. ¿De dónde viene tanta agua que no se interrumpe de día ni de noche? ¿Qué fuerza cósmica, qué dios infatigable genera y envía esa agua prístina que la santísima barranca deja caer desde diez o doce metros para que te golpee en la cabeza, te masajee los hombros y te haga sentir que ese golpe de agua, ese violento discurrir del helado líquido por el cuerpo te purifica, te emociona, te conmueve como si fueran las aguas originarias de un bautismo de la madre natura? El lugar es propio para llevar a cabo un ritual pagano en el que se invocara al Dios Pan y a su divina progenitora Afrodita, a Aradia, la Diosa Madre y a Cernnunos, el Dios astado, el señor de las cosas salvajes y libres. Es la cascada donde lo sagrado habita. Indefectiblemente te invade la sensación de que estás en un lugar que no es lugar y en un tiempo que no es tiempo. Si creyera en Dios, estoy seguro que no hay mejor lugar para invocarlo y hacerlo comparecer.
Por cierto, en un receso técnico, frente a una gasolinera en que nos detuvimos para alimentar el vehículo de combustible y, ahí mismo, enfrente, el espíritu con un par de cervezas un viejo me preguntó que si era Dios por aquello de las barbas blancas y el pelo largo. Pero otro teojomulqueño le aclaró: “No, es Pterocles”.
Luego dormimos, bien tempranito, con la oscuridad encima ya estábamos listos; viajamos a nuestro monstruo de ciudad, llegamos con bien a pesar de que arrostramos la amenaza de la más estúpida tragedia.
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