Entre
Ubuntu y los bastardos
Pterocles Arenarius
Dios prefiere a
los bastardos. Gonzalo Trinidad
Valtierra. Editorial Vodevil 2019.
El cuento es un
artefacto exigente. Tiene que estar sustentado, más que nada, en la
anécdota. El cuento es anécdota. Todo lo demás está sujeto a
ella. La estructura, la atmósfera, la mínima descripción de sitios
u objetos y personajes esbozados o dibujados tan sólo con los
detalles en la medida en que sirvan a la anécdota. En este sentido
el cuento es rigor. Sin embargo, un exceso de petrificación
perjudicaría a la narración cuentística, así, el cuentista tiene
que conseguir que se perciba la fluidez de la vida, ya con su
impasibilidad, ya con sus momentos terribles o bien con las tremendas
intensidades de los humanos sentimientos. De este lado opuesto, el
cuento tiene que ser soltura, suavidad, incluso velocidad y ligereza
si no es que vértigo y hasta violencia. Sólo la sabia combinación,
el equilibrio, de ambos grupos de conceptos harán del cuento algo
inolvidable. Así lo estipuló el maestro Edmundo Valadés: “Un
gran cuento se lee de una sentada y se recuerda toda la vida”.
Los Bastardos, preferidos por la divinidad |
Sin embargo, lo anteriormente dicho es técnica. Como toda obra de
arte, el cuento tiene que ser producto de un gran oficio. No hay
manera de evitarlo. No hay manera de escribir un gran cuento sin
haber probado el trago amargo, tan lento, de transitar por los largos
caminos de la artesanía, el oficio. Casi.
Porque existen los genios. Y es que dijo el filósofo: “Hay hombres
que no requieren que nadie les enseñe, ellos descifran la naturaleza
con su aguda inteligencia; los hay que requieren de manera
indeclinable de un maestro que los guíe, tal somos la gran mayoría;
y no dejan de existir algunos ―que
por fortuna también son escasos―
para quienes es tan
inútil enseñarles como
que la naturaleza les muestre sus prodigios,
porque no aprenderán”. Cualquier arte sólo puede ser alcanzado
por el amor. Es el amor
el que permite a un simple ser humano elevarse hasta las
inmediaciones de lo divino, que no otra cosa es acceder a la
realización de la gran obra.
Aún para los genios, a quienes la musa se les entrega sin que se
esfuercen ―en
apariencia― demasiado.
La obra siempre está por
encima del autor. Los
seres humanos normales y corrientes tenemos que llevar a cabo una
gran construcción, realizar la autotransformación. Nosotros hacemos
literatura: la literatura nos hace. “Lo que tú buscas existe por
estar buscándote”. La
frase que ha terminado por ser altamente denostativa: “Tú trabajas
por amor al arte”, es la consigna que el real artista asume sin
siquiera cuestionárselo. Lo
han pagado caro familiares y parejas, incluso amigos del
condenado ―¿o será bendecido?― por el rayo de la creación.
Pero es la manera de
encontrarse a sí mismo. La única forma de encontrarse con los
otros. En este mundo hay
que ser. Aunque cueste.
En la Fundación Cultural del México Contemporáneo |
Ahora, con la venia de ustedes,
amigos, cedo
a la tentación de
incurrir en una flagrante pero,
así lo siento, imprescindible
digresión.
Ubuntu
es una palabra del lenguaje bantú que usa Richard Stallman, un gran
héroe de nuestros días. Este gringo de melena descomunal,
encanecidas y abstrusas barbas, dotado
además
de
la
rebeldía más
prístina y
una solidaridad sin
límites
con el género humano, es el creador del sistema operativo
Ubuntu-Linux
de software
libre ―gracias
al cual, agrego, se han escrito estas líneas―.
Stallman
ha creado algo similar a lo que hizo Bill
Gates ―aunque
Stallman lo ha hecho sin todas
las trampas y robos que le sabemos al
megamillonario de Microsoft―,
con
la minúscula diferencia de que Stallman ha renunciado a convertirse
en un
hombre rico.
Y, sabiamente, escogió la palabra Ubuntu,
que significa “Soy porque somos”.
La literatura, el arte…,
concretamente el cuento eso es: soy porque somos. Dice aquel poeta:
“Somos, siempre somos. Los otros que no son si yo no existo. Los
otros que me dan plena existencia”.
Buda observa: el texto se lee |
El
narrador se nutre de la realidad. Luego la procesa en sí mismo. La
reelabora a partir de sus propias percepciones, de su mirada, incluso
de sus obsesiones;
en otras palabras, la revuelve con él mismo, la transforma y hace
que ella lo transforme. Y luego la devuelve
al mundo. Sin duda alguna, la obra lleva el indeleble toque
personalísimo del creador. Para bien y para mal. Un cuento es un
retrato del que lo escribió. Es
el encuentro de un hombre consigo mismo en el que descubre que es la
única ―y
por
eso
la mejor―
manera
de encontrarse con los otros. Ubuntu.
Eso es el libro de Gonzalo
Trinidad Valtierra.
Aproximadamente o incluso de
manera escueta esbozamos la técnica del cuento. Pero una obra, por
más técnica que demuestre, si carece de lo humano se convierte en
un simple objeto de curiosidad o de notoria extravagancia; el
capricho de un excéntrico. Es más, cuando un cuento se narra con el
corazón en la mano puede hacer las veces de la obra de arte.
Requerimos el temblor, la sangre, el palpitar, los sacudimientos, las
hecatombes interiores. El cuento ―la
obra de arte en general―
tiene que aproximar a su espectador a los infiernos. O a los
paraísos. La técnica puede ser prescindible pero
sólo cuando el genio
está detrás de la obra.
Pero no somos genios.
Gonzalo Trinidad Valtierra ha
realizado un tránsito ingente. Sus cuentos son los de un escritor
que ha desarrollado un notable oficio. Pero además tiene la veta, la
emoción del artista. En sus cuentos encontramos con frecuencia el
lado oscuro, lo siniestro y lo sórdido.
Hemos dicho que la misión del
artista es aproximarnos al esplendor que prefigura lo divino: la
belleza. O bien, instalarnos de cara al espanto, lo oscuro, incluso
el horror. “El camino de arriba y el de abajo son uno y el mismo”
(el viejo romanticismo de la vetusta Europa hace unos tres siglos
atrás nos regaló esa herencia para ampliar nuestra estética no
menos que nuestra ética: sólo la oscuridad permite apreciar el
fulgor esplendoroso de la luz).
En Dios prefiere a los
bastardos deambulan los malvados abusando de quien pueden. Eso,
hasta que los débiles cobran venganza. Llaman la atención dos
cosas, al menos. Una, es la estructura sinuosa de los cuentos y la
otra es la frecuencia de los finales inesperados.
El temblor de lo humano vibra en
cada narración. ¿Qué sería de los santos si no hubiera malvados
que calaran sus magnas virtudes? La gente que sufre se redime por el
dolor. Pero no hay nada escrito que nos garantice ni la justicia ni
la opresión ni el pecado ni el crimen. Los personajes de pronto
parecieran habérsele ido al autor de todo control y actúan como
mejor se les antoja para que los cuentos desconcierten, incluso
abrumen. ¿Qué autor no quisiera que sus personajes hablen, se
muevan y actúen lo más lejos posible de conseguir su permiso?
No menos es notable la
influencia de lecturas policiacas norteamericanas de la mejor
tradición de la literatura de aquel país. Resulta refrescante
encontrar un par de cuentos que parecieran creados en la atmósfera
de los buenos años para la creación literaria del país del norte.
Una
sorpresa muy
agradable es la aparición de mi querido compadre Jorge Borja como
personaje de un cuento. Si bien secundario, se encuentra en su papel
vitalicio, repartiendo la alegría, el bienestar, la buena vida a
través de cierto elíxir mágico que, se cuenta, aunque es de su
personalísima creación, no menos ha acompañado a la humanidad a lo
largo de su existencia. Las drogas maravillosas son un invento de
cada cerebro y, a la vez, somos un invento de ellas, de su
influencia.
Dios
prefiere a los bastardos que se mueven en la más flagrante libertad
para proporcionarnos el supremo goce de la literatura.
Borja y Pterocles, hace pocos ayeres |
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