martes, 5 de diciembre de 2017

Jamonudo y Antolín

Jamonudo y Antolín

PteroclesArenarius
El acto más íntimo es el asesinato.
Publicidad para una olvidada película que se exhibió en los años 80.


El amor y el odio son una y la misma cosa. La diferencia estriba en que son de polaridades opuestas y extremas. Y ambas suelen ser igualmente devastadoras. Porque el Diablo y Dios uno y el mismo.

El día de su horrible muerte Antolín Sagredo llegó a la casa enrojecido después de beberse tres caguamas. Eso era extraño, porque él empezaba a emborracharse —si era con cerveza— después de la sexta de las “tamaño familiar”, denominación que refiere como si la familia mexicana tomara cerveza en pleno, pero, para evitar malentendidos, se adoptó la denominación para tal dimensión de envase que —por culpa de un intelectual— dieron en llamar tamaño caguama.
Y es que el famoso Pelón Sagredo había estado enfermo, cursillento, luego de unos tacos de tripa de un puerco que aquí en la misma casa mataran mal, a pedradas, dos semanas atrás, porque el animalito se les escapó cuando fue acuchillado fallidamente, sin la exactitud de los matanceros que al primer tajo dejan agonizando a la inocente irracional. Era una noble bestia que, como muchos más, había convivido con nosotros, las familias o retazos de familias que aquí, juntos, dejamos correr el tiempo. Se llamaba Jamonudo por los formidables perniles que mostró desde chiquito y era uno más de la familia.
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Un gran cerdo
El mismísimo Pelón fue el ejecutor del cerdito Jamonudo. Pero temulento como estaba en la ocasión, no dio el golpe de muerte en la cruz de las venas, donde el chancho no se puede mover cuando le atinan, porque no puede respirar, se desangra muy rápido y, aunque chilla feamente, se vence en menos de dos minutos mientras uno acapara el chorro de sangre para la moronga.
En la casa mucho se habló del Jamonudo. Era un cerdo real y tuvo vida de rey. Comía lo mismo que nosotros y por ser de raza, era alquilado para engendrar. Y no hubo puerca en esta colonia de la que no gozara. Y vaya que los cerdos gozan. Sin exagerar yo creo que fue ayuntado con más de cien marranitas y sus hijos pasan de los tres mil, si no me falla el algoritmo multiplicador. Un verdadero gran cerdo. Pero en la familia estábamos bien advertidos que un día nos teníamos que comer a Jamonudo.
Fue como premonición. Antolín Sagredo, a sus veintiocho años, y habiendo acuchillado ya a cantidad de cristianos (había, además, acribillado gente tanto a patadas como a balazos), por matar borracho, y puesto que los borrachos todo hacen mal, no ejecutó el golpe certero de filo contra el inocente Jamonudo, ese animalazo de noventa kilos, que luego de la cuchillada empezó a chillar, lo que es normal, al verse herido. Luego pataleó al sentir que ya era su muerte, lo que también hacen todos los puercos; pero éste, fuerte animal y conste que ya era viejo, se zafó de las amarraduras con que lo liaran mal, lo que también hizo Antolín, El Pelón, Sagredo. ¿Por qué?, porque él era el único grande de edad en la comisión de matar a nuestro marrano y es que no se debe hacer trabajo serio, como es ultimar un cochino y menos si era de la familia, sin traer pecho sano, entiéndase El Pelón andaba más bútago que buenisano.
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Policías, delincuentes. Delincuentes, policías.
Con lo que Antolín, El Pelón, Sagredo, también demostró que matar cristianos o intentarlo (a cuchilladas en su adolescencia, a golpe limpio de mano en su etapa de boxeador, a patadas y balazos en su primera juventud y en tortura cuando fuera judicial) se permite borracho. Marranos, no.
El puerquito logró zafarse de tan malograda atadura y en la desesperación de morir escapó de los que, luego de darle fin, habrían de lanzarlo al perol de aceite que, hirviente, ya estaba listo, esperando el desollamiento y la descuartización. Lo cual se hacía no sin dolor. Pero más nos valía comérnoslo nosotros, su propia familia que dejarlo morir de viejo y sin utilidad.
Al Pelón le ganó la risa cuando se le escapó el animalito y en vez de aplicarse a agarrarlo, se dedicó a ver cómo la chiquillada de sus cuñaditos, los primos de éstos y hasta sus amiguitos vecinos, trataban, no de amacizar al cerdo, re-anudarlo, sino que —puesto que además ni tenían las fuerzas para hacer el sometimiento— se dedicaron a darle de palos y pedradas hasta que el inocente animal se venció por fatiga, desangramiento y golpes. Era como si estuvieran entrenándose. Y es que siempre se ha dicho entre la gente de razón que el que es capaz de matar un puerco también lo es de finiquitar a un cristiano. Pero no era un acto de odio o enfermedad mental colectiva. Tenían que matar a Jamonudo para que no se muriera de viejo, se pudriera y acabaran echándolo a la basura. Mil veces mejor comérselo. Porque era uno de nosotros. Lo único malo es que se le estaba dando una muy mala muerte a nuestro querido marrano. No menos que la que —nadie teníamos idea— le esperaba al Antolín. Pero tantito peor para el Jamonudo, pues no estaba embriagado.
—Vayan a la chingada. Ora agárrenlo y cuando ya lo tengan me hablan —les dijo El Pelón a la parvada de los chamacos cuando veía entre carcajadas que el inocente cuadrúpedo corría con desesperación por el gran patio derribando triques cojeando porque no se alcanzara a librar del todo de los amarres, sangrando por la cuchillada imprecisa del Pelón y lanzando chillidos horrísonos como un demonio condenado por Diosito a los ardorosos infiernos y salpicando sus erráticos caminos con sangre.
Y se largó el cabrón. Así como era de voluntarioso, mal ordenado y baquetón, se largó a seguir el camino de la embriagadera, el único que siempre le interesó recorrer.Ya hasta se le había olvidado que el puerco se quedó herido y huyendo y la chiquillada persiguiéndolo a pedradas.Sería hora y media después que lo fueron a llamar.
—Antolín, que ya vayas a matar a Jamonudo.
—Ah chingao, ¿pues qué no lo han matado?
—Sí, ya lo matamos, pero no se quiere morir hasta que le saquen toda la sangre.
—Pinche escuincle pendejo… —mejor ya ni alegó El Pelón—. Cómo que no se quiere morir si ya lo mataron. ¿Quién entiende a un escuincle de éstos? —Pero cuando llegó se dio cuenta de que difícilmente le hubieran dicho con más certidumbre lo que pasara.
En el patio entero había encharcamientos de la sangre del puerco que había luchado por su vida hasta que su natural energía ya no dio para más. Quizá entre el desconcierto y el terror de que su propia familia quisiera darle la muerte. Y luego de qué forma. Estaba casi derrumbado en un rincón lodoso bramando ya débilmente, vacío por el desangramiento y sobremagullado por la pedradiza, le temblaban los perniles pero chillaba peormente de horrible y más lastimero que nunca. Y como ya no se defendía, los escuincles, casi tan inocentes como el propio animal, además de pegarle a pedradas, también lo pateaban, le jalaban la cuerda para derribarlo y, con palos, piquetes y garrotazos, hacían del tormento su desesperación. Tenían que matarlo y Jamonudo no se dejaba morir. Ya no querían causarle dolor, pero no podían tampoco matarlo. Las niñas ya más bien lloraban diciendo “Mátenlo rápido y ya no le peguen”.
El cochino ya no podía ni correr. El Pelón salió de la casa al patio y vio aquello. Hasta él, que siempre fuera desalmado, sintió feo. La sangre salpicaba las paredes. El animal estaba arrinconado gritando ya más de terror que de fuerzas, negándose a morir o a la mejor, más bien suplicando que le quitaran la vida y con ella tanto dolor.
—Hijos de su pinche madre… —dijo a los niños al ver aquello; le horrorizaría lo que pensó como la inocente crueldad asesina de las criaturas o quién puede decir que no estaría oscuramente presintiendo. No entendió que no querían provocarle el martirio, sólo matarlo, pero no tenían tantas fuerzas— son bien ojetes, miren nada más qué santa putiza le han dado a este pobre marrano.
Fue directo al puerco vencido y dicen —yo no estoy seguro de que haya que creerlo— que estaba llorando con el cuchillo en la mano. Que agarró al animal de una oreja y lo sometió. Luego le dejó ir la daga profundamente. El infeliz Jamonudo, moribundo, resistió sabiendo que ahora sí ya… iba a morir y El Pelón no se decidía a darle fin, a menearle el cuchillo para destrozarle las venas de abastecer el corazón. Así batalló unos minutos, forcejeando con el animalito, suficientes para que él también acabara batido de sangre como las paredes, los utensilios o triques regados por todo el patio y los charcos que empapaban de coágulos rojos a lo largo y ancho el solar.
Seis libros, una vida.

Todavía con el cuchillo encajado en el cuello se le escapó una vez más, ahora al Pelón Sagredo, pero ya nada más para echar un final berrido de cerdo que nos provocó escalofríos y echarse a medio patio a dejar que se le fuera la vida. La suegra del Pelón, doña Nicanora viuda, mi ex nuera, llegó a decir que el puerquito lloró tanto porque era, en otra existencia, un niño que mal murió y que había encarnado en ese pobre cerdo para ser parte de nuestra familia.
Se cocinó el animal en el enorme perol de cobre luego de desollarlo y destazarlo entre lágrimas de algunos. El cuero se guardó para chicharrón y las pezuñas para tallar las avemarías de rosarios. La carne salió muy fea —sería de tanto que martirizaran al cerdo— y al Pelón le hizo daño, le provocó la cursera que lo mantuvo enfermo hasta dos semanas y fuera luego causa de su borrachera precoz, efecto de sólo dos tres caguamas.
Pero El Pelón, buen alcohólico, en vez de curarse lo cursillento, lo tomó como pretexto para no “salir a trabajar”. Lo cual era el infierno para la familia de esta bonita muchacha que debiera quizá decirle mi nieta, Liset Berenice Pérez López, mujer de Antolín, a la que no es posible llamar de otra manera pues no están casados. Y es que cuando no “salía a trabajar”, El Pelón se quedaba en casa exigiendo que se le cumplieran caprichos de loco, echando trago con sus amigotes, reconviniendo a la familia que por jodidos y mugrosos, que por güevones y cobardes o que porque no faltaba y, cuando ya estaba borracho, burlándose de los chiquillos, haciéndoles bárbaras travesuras o, lo menos peor, echándolos a pelear para su diversión y la de los otros borrachos, sus compañeros. Por lo menos así los chamacos aprendían a defenderse.
Cada “salida a trabajar” de Antolín (que, mientras no lograra colocarse en corporación policiaca, ejercía el mal oficio, que por buen nombre se conoce como la ratería. Oficio que Antolín desempeñaba a mano armada y en transporte público, como ex policía con experiencia en confrontaciones a bala) representaba para la familia desde unos doscientos pesos por lo bajo, hasta los dos mil. No más, porque la gente de este domicilio, él así lo dijo siempre, “No es de mi raza” y como no tenía a quien más darle —pues el Pelón creció en orfanato y ni tiene raza ni conoció madre (no es gratis que le digan pelón de hospicio)—, le gustaba ser el que más daba dinero en la casa. Desde que se llevó a Liset y luego viniera a vivir con la familia de ella así lo hizo. Y también vaya que se lo cobró.
Liset tiene ocho hermanos y es la tercera en el orden. La mayor es Yésica Alín, que a sus dieciocho años se quedó madre soltera y tiene tres niños. El segundo es Yónatan Cutberto. Luego va la susodicha y siguen Cristian Anacleto, Michel Jeremías, de quien sigue otra niña que se llama Rósalin Aurora, que a sus trece añitos es una flor —para su desgracia a la vista y a la mano de su malviviente cuñado El Pelón Sagredo— y así, hay otros cuatro más chicos aparte de los tres hijitos de Yésica Alín y los dos de Liset Berenice, la mujer que de firme tuviera Antolín, El Pelón, Sagredo. Tantos niños que mejor ni nombramos porque sería cosa de nunca acabar.
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Prostitución y pobreza.
Yónatan, a sus diecisiete, casi nunca tiene trabajo. Ha aprendido oficios varios, pero no se ha aplicado el tiempo que lo llevara hasta ser maestro en ninguno y es que le pasa lo peor, es tan joven que, aunque se hubiera aplicado en sólo uno, todavía no llegara a ser maestro. No terminó la secundaria y a veces se va a esquinear limpiando parabrisas para ganarse un mermado billete porque los buenos cruceros están muy peleados.
Yésica se mantiene a un paso de la putería profesional que ahora llaman sexoservicio. Nunca lo ha dicho pero muchas veces se ha acostado con el tendero o el farmacéutico para que le regalen leche, medicina o víveres varios para sus hijos. La familia, ciertamente, es muy pobre. Lo que Yésica ya no pudo ocultar es que El Pelón también la somete a cometer coito con él casi cada que (a él) se le antoja y más o menos contra la voluntad de ella pero con la furia del pleno familiar Pérez López, porque “cómo voy a creer que este desgraciado se agarra a las dos muchachas” ha dicho hasta el cansancio la mamá Nicanora. Pero tampoco le tenía mucha fe a su inquina contra su doble yerno El Pelón, porque con lo que le recibían de dinero ya les iba muy bien y casi nunca se quedaban sin comer y si todavía les llegó a ocurrir el ayuno obligado fue por descuido y desorganización, porque dinero, aunque fuera recibido del Pelón, lo había. Por más que muy caro pagaban los beneficios de aceptarle billetes, no sólo con las dos muchachas. Y es que peor todavía es el hambre.
Ya viene Querido Pancho Villa, novela sobre la vida oculta del célebre guerrillero.

Lo que pagaban los Pérez López al pésimo hombre que fue Antolín Sagredo a cambio de su dinero no sólo era en cuerpo de muchachas, sino en la sangre de, principalmente, Yónatan, al que el Pelón traía juido, o séase, atemorizado, bajo amenaza perenne, pues lo ha golpeado en su propia casa y también encontrándoselo en la calle abusando de su fuerza y edad mayores y sus muchas más malas mañas.
A los más chiquillos también les llega a dar unas cuantas patadas, pero no en serio, como sí ha golpeado a Yónatan sin piedad.
Hasta que llegó aquel día en que apenas con tres caguamas que se estuvo tomando en la calle se dejaba ver ya medio entontecido de briago, pues llevaba como desventaja acumular ya dos semanas completas de cursera intensiva. Como no había “salido a trabajar” no tenía dinero. Mala entraña como siempre, vino a la casa a pedir billete.
—¿Dónde está tu madre, tú, güey? —le dijo a Cristian Anacleto. El Cleto que, como todos los de la casa le guardaba un enorme talego de odio, se hizo el tarugo y no le contestó. —Te estoy hablando, hijo de tu chingada madre, ¿estás pinche sordo o qué, pendejo?
—No’stés chingando ’orita, güey…
—Pos dime dónde chingados está tu puta madre, cabrón…
—No sé, chingada madre…
—Pos véla a buscar, hijo de tu pinche madre, pero muévete, pendejo. ¿O qué, tengo que soltarte unos patines por el culo, güey? Órale, pinche escuincle rezongón, y le dices que me mande cien varos porque estoy chupando y ya se me acabó el billete.
—Yo no voy.
—Te voy a chingar…
Cristian Anacleto se echó a correr. —Hijo de tu puta madre— le gritó El Pelón y agarrando lo primero que alcanzó su mano se lo aventó —un plato de barro que estaba en la mesa— con tan impresionante tino y cuantimás para estar medio borracho que le abrió una ranura como de alcancía en el centro izquierdo del cráneo. Pero el Cleto más fuerte corrió aunque desangrándose con tal de ponerse a salvo.
Luego pasó lo definitivo. Antolín Sagredo se quedó sentado, riéndose de que su cuñado el
mediano saliera herido y sangrante con tan poco de su esfuerzo: apenas aventarle un plato casi como sin querer. Disfrutó su risa un par de minutos. No pensaba, porque él era de esa clase de personas que no piensa, sino se mueve y si acaso siente, aunque por la ley de la vida, cada vez menos. Y ya se iba a la calle a seguir bebiendo cerveza con sus amigos, cuando vio a la chiquita Rósalin Aurora bañándose a jícara en el cobertizo de palos que deja ver la cabeza y los pies de quien está adentro; como ese baño está junto al escusado, es común que mientras alguien se baña, con frecuencia otro se mete a las necesidades de hacer en retrete. Por eso ella no se extrañó de verlo llegar. Pero además su desnudez no le era vergonzosa porque siempre había vivido y dormido entre muchos hermanos que la veían en calzones y, a veces, hasta sin ellos, como también ella los había visto no menos en cueros.
Pero no dejó de extrañarle que Antolín se asomara con tanta insistencia a mirarla con sus pechitos que seis meses antes eran todavía de chupón, pero para el momento ya definían volumen y un pezón de círculo mediano en dibujo perfecto; su vello en el pubis, finísimo y pequeño todavía, como terciopelo, sus nalgas ya redondeándose en modelado de preciosismo.
La miró y siguió mirándola. Sin pensar. Hemos dicho que esos individuos no piensan, hacen y las más de las veces hacen mal. Pero, además, ante la belleza en pleno o mejor aún, despuntando, nadie piensa, como aquí era el caso.
Entonces ella notó. Y su naciente y natural pudor de muchacha hizo que reaccionara:
—Sácate de aquí, Pelón, no me estés mirando —y se cubría los pechitos con el antebrazo y el pubis con la otra mano. Pero su gesto era como nunca agresivo, tanto que hasta ella se sorprendía—. No me gusta que me veas. Lárgate, por favor.
—No, morra, ven pa’cá que te quiero enseñar algo. Na’más tápate con la tualla pa’que no salgas tan encuerada.
—No quiero. Ya vete, con una chingada… —y sin descubrirse se acercó a la pared, agarró la toalla y se la puso al frente. El otro, calmudo, se metió al cobertizo con gesto de perro endiablado.
—Ven acá, dije, pinche escuincla putita… —y la agarró de una mano y de los cabellos. Ella empezó a llorar, a pegar de gritos.
—Déjame, Pelón, déjame, no me agarres —y se acuclilló haciéndose bolita en un rincón enredándose en la toalla, chillando de odio y terror como un perrito atropellado. Antolín, tomado por la lujuria, terco y obtuso como un cerdo, la agarró a dos manos de sus cabellos mojados y la arrastró desnuda y aferrada a su toalla. Mientras ella chillaba más fuerte que nunca en su vida. Llamada por la desesperante grita llegó madre Nicanora, suegra de Antolín por partida doble, la que en tal momento Antolín estaba empeñado en hacerla triple.
—Ay, cabrón este, deja a mi niña, desgraciado maldito. Auxilio, auxilio, se llevan a mi niña. —Y enloquecida de furia con desesperación lo agarró del cabello y jaló aprovechando la inercia de sus ochenta kilos.
El Pelón tuvo que soltar a la muchachita que se fue corriendo a vestir, hermosísima y muy mal cubierta por la toalla y el terror. El Pelón se le enfrentó a doña Nicanora a los golpes. Los dos gritaban: ¡Perro maldito!, ella y El Pelón ¡Cálmese, pinche vieja! Se zafó de manos de la doña gracias a haber cedido sendos puñados de pelo pero también a que le asestó un terrible bofetón de revés que la derribó al tiempo que le rompió la boca.
Y Antolín era tan fuerte de instintos y tan terco de genio que todavía se encaminó, dejando a su suegra en el suelo, a buscar a la chiquita que se había ido a vestir al cuarto de las mujeres. Estaba intentando abrirle la puerta a Rósalin cuando sintió un batacazo entre los lomos y la nuca. Alcanzó a ver al descalabrado Anacleto que luego de correr oiría la grita, primero de la hermana, luego de la madre y se armó de cierto bate de béisbol que pernoctara en el patio por meses.
Y le dio a Antolín a mansalva o sea sin buscarse riesgo y con el odio de la sangre que le había corrido por la cara.
Antolín Sagredo perdió hasta el aliento aunque no se derrumbó, se agarró de la puerta que forzaba y se volvió para hacer gesto de asombro y ver que el bate venía de nuevo, ahora directo a su cabeza, lo que le permitió, como animal matrero que era, medio esquivar el impacto que le alcanzó a dar en un hombro. Se le fue encima a Cristian Anacleto y rodaron. El muchachito sentiría que ya lo iban a matar. Pero llegó su madre Nicanora con un tubo que halló a la pasada en el fregadero y alcanzó a encajar tres tubazos en la espalda del Pelón mientras éste trataba —con dificultad por los dolores— de someter al Anacleto. Los tres gritaban haciendo un ruido que se volvió indiscernible. Se agregó Rósalin Aurora que, ya semivestida, regresara a agarrar al Pelón de los cabellos con fuerzas que se desconocía buscando estrellarlo contra el suelo.
Lectura pública

Como milagro entró Yónatan Cutberto, distraído, de pronto miró la escena que se le dificultaba creer: Antolín sobre su hermano Cleto, su hermana sobre Antolín columpiándose de sus greñas y la mamá Nicanora dándole con el tubo en los lomos. Caminó y casi corrió calculando los pasos como saltador olímpico y ejecutó una patada de futbolista que sonó seco y horrible en la cara del Pelón. Lo volteó bocarriba, lo que permitió a su hermano salir y ponerse de pie, recuperar el bate beisbolero y acometer por su cuenta. Rósalin soltó la cabeza que traía de los cabellos y dio dos pasos atrás. Antolín estaba atontado, adolorido, medio borracho y debilitado por quince días de cursera.
Mamá Nicanora y Cristian Anacleto sacudían al Antolín con toda energía, como si fuera un colchón percudido, ella con un tubo y él con el bate. Rósalin lo apedreaba sin tino, pero le dio la idea a Yónatan que agarró una piedra de doce kilos que, al pie de la puerta del patio, servía de asiento en las tardes cuando ya iba refrescando el día.
La cargó sin demasiado trabajo hasta acercarse al sitio del linchamiento. Le midió para no fallar porque Antolín se movía con mucho vigor tratando de huir de la felpa y cuando iba corriendo a gatas se la estrelló en la nuca. La fuerza y la precisión harían modelo del golpe. Antolín se derrumbó pero no se venció. Los más chiquitos, jubilosos, tomándolo a juego, también lo apedreaban desde mediana distancia. Eran unas diez personas metiéndole mano al Pelón, como si hubiera sido pila de agua bendita, según se dice.
Aparecieron una tras otra las dos hermanas, sus mujeres, la una de firme, Liset Berenice; la otra, YésicaAlín, la que, con pretexto de que ya no la agarró señorita, la usaba para satisfacer antojo de hembra. A la primera ya le había encajado dos criaturas, a la otra apenas uno.
Las dos muchachas vieron la escena. No quisieron participar. Sólo miraban. Yésica dijo azorada:
—¿Por qué le estarán pegando, Bere?
—Saabe… Algo les haría…
—¿Máaas…?
—Ya déjenlo…, ya no le peguen… —les pidió Liset aunque sin exagerada convicción. Yésica no se atrevió mucho más…
—Pos ¿qué les haría, oigan?, pérense tantito…
—El hijo de su chingada madre quería cogerse a Rósalin… —les informó de un grito Cristian mientras se preparaba para seguir tundiendo con lo que daban sus fuerzas en el ya martirizado cuerpo del Pelón Sagredo.
—Mmmmmmmmmmmhhhhhhhhhhhh —no era un chillido, no era una queja. Era un mugido para tratar inútilmente de meterse aire, pero sin lograrlo porque borboritaba sangre por boca y nariz. Indefenso Antolín no pudo hacer nada cuando Yónatan le arrimó una tanda de patadas recorriendo desde el vientre hasta la cabeza. Antolín pujaba ¡mhhmm…, mhhmm…, mhhmm…! respondiendo a cada golpe, mientras su cuñado inquiría:
—¿Esto era lo que querías, hijo de tu chingada madre? ¿Quieres más, hijo de tu puta madre? ¿Ya estás a gusto, culero?
—Ya le dieron a su antojo, ’ora sí ya déjenlo… —casi suplicó Yésica.
—¡Es que se quería coger a la niña, el hijo de su puta madre se quería coger a la niña! —le dijo en la cara Cristian que también es llamado Anacleto, para justificar convenciendo a su hermana de que la masacre debía continuar. Le pegaban con odio, no como a Jamonudo a quien se lo hicieran por compasión. Es decir, en principio, por amor. Para que su vida se volviera más útil de lo que ya había sido. Los golpes para Antolín sí eran de odio, porque su vida había les llegado a ser no sólo inútil, sino una pesada carga.
Lo agarraron, Cutberto de las greñas, mamá Nicanora de la camisa empapada de sangre; Cristian, el descalabrado, de una mano y se lo llevaron arrastrando hasta la entrada de la casa y, exhausto, lo echaron junto a la puerta; marcaron un caminito de sangre. Ya era ese momento en que la tarde se vuelve noche y allí se quedó.
Alcancé a verle los ojos cuando pasaba, aunque seguía sacando aire, su mirada era como de aquél que ya no es de este mundo. “A ver si no se les muere”, me dije, porque no puedo —ni quiero— decirle nada a nadie más. Pudiera, si quisiera, porque sé escribir y puedo, como se ve. Pero no, aquí no vale la pena. Mejor se lo digo a ustedes que leen como yo que escribo…
Los vecinos no le tomaron demasiada atención a pesar de que estaba ostensiblemente molido a tubazos, batazos, pedradas e insultos.
Allí se quedó tirado y la familia se dedicó a sus quehaceres u ocios, según. Nicanora a acabar de lavar su día, Liset Berenice a bañar a sus chiquitos, Yésica Alín a continuar su interrumpido planchado de ropa, Cristian Anacleto a ver televisión y luego a patinar en tabla, los niños a diversos juegos en el patio, Rósalin Aurora a ponerse bonita porque tenía que ir a un baile de adolescentes, para el cual se bañara cuando empezó el jaleo. O sea, la familia como si nada. Yo seguí, como siempre sentado en mi silla de ruedas que camina muy despacio y rechinando. Desde mi sitio, que me deja ver la casa casi entera, divisaba un cacho sanguinolento del Antolín que se asomaba por la puerta de entrada. En algún momento lo vi moverse tanto que dije “Levántate y anda, no vayas a causar un problema”, pero ya que lo pienso, a la mejor era el momento…, el único momento único de esta vida…
Más tarde merendamos café negro y tacos de arroz con frijoles. Nadie quiso acordarse del Pelón que seguía al pie de la puerta. Cuando, al terminar la televisión, alrededor de la medianoche mamá Nicanora mandó a Cristian cerrar, éste regresó a decir si “metemos al Pelón porque áhi sigue tirado”.
—Que se meta el cabrón cuando se le antoje, si se le antoja…, además ¿quién lo va a meter? —Dijo madre Nicanora, todavía con rabia. Y cada uno se fue a hacer su cama porque muchos duermen en el suelo. Recliné mi silla y me eché encima la cobija que llevo amarrada a un ladito. Y nadie se acordó de Antolín hasta que iba entrando la mañanita porque muchas gentes vociferaban en nuestra puerta y le hacían bola al Pelón.
Tocó a manazos sobre la puerta de lámina el Ministerio Público preguntando que “cómo había muerto el cristiano que estaba afuerita, que si lo conocíamos”. “Puta madre, si lo conoceremos”, hubiera yo dicho, si pudiera hablar. Pero como no puedo na’más oí:
—Sí, cómo no, este muchacho vive aquí… Válgame Dios, pero cómo voy a creer que está ahí tirado… Sí, si hasta es el señor de una de mis hijas…, pero no, fíjese usté que anoche que lo vi…, sí, venía medio borrachillento, sepa usté que le gusta el trago… ¿¡cómo que ya se murió!? Ay, no me diga…, sería de frío…, pobrecito. ¿Cómo que todo golpeado? Virgen purísima de Guadalupe… ¿quién pudo, quién pudo? —decía Mamá Nicanora mintiendo con la sangre fría de un político encumbrado.
—Se los dije, se los dije —lloraba Liset Berenice, pero:
—Cállate, pendeja, porque nos llevan al bote a todos —le dijo su hermano Yónatan y ella siguió chillando, pero mejor decía “pobrecito, cómo me lo dejaron” y se puso, simulando que barría, a echarle tierra al caminito de sangre que hicieran la tardenoche anterior al sacar de la casa al ahora difunto Antolín.
Yésica Berenice también lloró pero, más discreta, se alejó para no crear sospechas y escondió un bate y un tubo ensangrentados.
Rósalin Aurora lloraba y lloraba sin saber bien por qué, en mucho era de susto porque estaba segura que nos iban a llevar a la cárcel a todos. Lo bueno es que no decía nada.
—Cómo no, fíjese licenciado que venía algo tomado el muchacho, pos para serle franca, como casi siempre; y tengo idea que sí venía golpeado de por sí, como algunas veces; también por eso me extrañó un poco que se quedara tirado al pie de la puerta como casi nunca, que sí lo llegó a hacer alguna vez endenantes. Sabe Dios dónde lo golpearían así, mire nomás, no le dejaron cachito sano. —Dijo la vecina de al lado.
Médicos y licenciados revisaron su cuerpo por encimita y apuntaban en sus libretas como durante una hora y media; lo manosearon hasta metiéndole el dedo en la boca, lo trasculcaron para echar sus cosas en una bolsita de plástico. Al fin fue subido en una camilla y en ésta, colocado dentro de una ambulancia, ya para qué. Tanta lágrima de mujeres les daría certeza de que lo golpearían en sitio distinto y gente desconocida. Pero pienso que no sería tan raro que hayan mejor querido hacerse de la vista gorda. Dirían, ni modo de llevarnos bajo acusación de asesinato tumultuario a la familia entera, y es que no era tan difícil de colegir lo ocurrido.
Dijeron que teníamos tres días para ir por el cuerpo. Nadie quiso ir a hacer el reclamo. A la semana nos mandaron un papel para que fuéramos a recogerlo y para no despertar sospechas por sentimientos de culpa mamá Nicanora y Liset Berenice lo fueron a ofrecer en donación a la escuela universitaria de medicina, saben que ahí se les recibirá el cuerpo de Antolín Sagredo, para que sirva en la enseñanza de los practicantes siendo descuartizado pieza por pieza. Más o menos igual que el Jamonudo, nuestro puerquito con que empezó esta narrativa. Como para cuadrar la historia, porque Antolín, de alguna manera, era otro cerdo —nomás que él sí era malo— y como tal murió y no menos igual acabó siendo el destino de sus restos con la diferencia que aquel cerdito fue al perol, muy caliente, para la cocción de su carne que luego sería nuestro alimento; mientras el Pelón dio en un refrigerador, muy frío, para guardar aquellos muertos que a nadie generan interés y para servir también de alimentación, cómo no, pero su cuerpo habría de nutrir el conocimiento de tanto muchacho que en la universidad se preparan porque habrán de ser médicos. Y así, por lo menos que en algo haya sido útil eso que fue en este mundo Antolín.

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