Envidia
del cerdo*
Eusebio Ruvalcaba |
Eusebio Ruvalcaba
Todo cuento está
sujeto a sus propias leyes. Todo cuento transcurre en su propio
devenir, semejante a un río que en su corriente arrastra aun las
minucias.
Quiero explicar lo que yo entiendo y comprendo del cuento intitulado
Jamonudo y Antolín. Para
empezar, me parece un cuento paradójico, en el sentido de que
canónicamente, de acuerdo con los preceptos académicos, no es ni
con mucho un cuento, sino un relato. Confluyen
en su desarrollo dos acontecimientos torales: la muerte de un puerco
a manos de Antolín Sagredo, y, justamente, la muerte de Antolín
Sagredo. Aquí un académico se daría de topes en la cabeza. ¿Cómo
es posible, se preguntaría, que en un cuento que se digne de serlo
dos hecho inusitados compitan entre sí? La respuesta es fácil. En
este cuento los acontecimientos no compiten sino se
complementan. Al punto de que al
final, uno se pregunta quién es el verdadero puerco: ¿el cerdo que
muere a manos de los niños del barrio, o Antolín Sagredo, que muere
a manos de la familia? Esta ambigüedad esta tratada con maestría
verdadera. Porque
no es nada sencillo trasladar el objeto de nuestra emoción ―sea
de odio, compasión o admiración― de un ser a otro. Maupassant
tiene un cuento en el que transfiere esta modalidad; se intitula La
vendetta
y trata de una madre que entrena una perra para que asesine a un
criminal: el asesino de su hijo. Un asesino asesina a otro, y el
lector suspira satisfecho. Si para algo se prestan las palabras
encauzadas en una narración es para esto: para trastocar ―y
trastrocar― el orden de las cosas, es decir, para darle una vuelta
a la ontología más severa con que se nos presenta la vida, y que
nosotros respetamos ignorantes de que puede ser modificada ante
circunstancias inusitadas.
Guy de Maupassant, artífice del género |
Pero
hasta aquí no ha quedado claro por qué Jamonudo
y Antolín
es un cuento y no un relato. A mi modo
todavía profano de ver las cosas, le adjudico el título de cuento a
toda historia que gira en torno a una misma idea y una misma emoción
(articulación sobre la que Tolstoi ya tejió el sustento). En un
relato, la pinza se abre hasta que la historia se reblandece. Dije
articulación, y quiero aplicar esa palabra al entramado entre la
muere del puerco y la muerte de Antolín Sagredo ―que los dos
tienen el paradigma del sacrificio, es otra cosa―. Con sangre fría,
el autor va describiendo paso a paso los últimos instantes del
cerdo. Incluso el lector lo aplaude, quiere más. ¿De verdad en esto
consiste la ofrenda de semejante bestia? Y por ahí se asoma cierta
compasión. Compasión que no existe, que jamás despunta, en la
muerte de Antolín Sagredo. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que un
puerco nos merezca más piedad que un hombre, independientemente de
que ambos se resistan a morir? Ésta es
otra estrategia del autor. Somos testigos de cómo este hombre
pisotea cualquier principio de urbanidad, ni siquiera de respeto. Y
estamos de acuerdo en que se le aniquile porque así y sólo así los
demás sobreviven.
¿Por alguna razón, en cierta circunstancia, merecerá más piedad un cerdo que un hombre? |
Es
un cuento porque desde las primeras líneas ya estamos dentro sin la
menor
posibilidad de escapatoria. No existe el mínimo
reblandecimiento en la tensión dramática ―pasar
del animal al hombre, sin que el arco ceda un ápice. Me atrevería a
decir que gran parte del peso de este despliegue narrativo cae en el
lenguaje. No es común
toparse con un lenguaje incomplaciente,
rasposo como una lija del 9, pero ceremonioso de las formas. Porque
se ajusta a la perfección a lo que el lector quiere oír. Uno como
lector elabora sus propias conjeturas. Está tan bien escrito este
cuento, que uno arma en su cabeza expresiones, preguntas y
respuestas, no en cuanto
a la trama sino en cuanto al lenguaje. Ese modo irrestricto que
tienen los buenos narradores de que las palabras se acomodan por sí
solas, como son las cosas buenas en la vida, que siempre son exactas
y precisas, a veces ante nuestro desconcierto, a veces ante nuestra
algarabía,
así transcurren en Jamonudo
y Antolín.
Al punto de que de pronto parece un cuento platicado,
este es escuchado en la boca de algún chismoso de barrio (recurso
narrativo que Pterocles hubiese podido haber utilizado pero que
habría convertido su texto, en efecto, en un chisme más, llámese
Luvina
o El
guardagujas).
Molino de Letras publicó Jamonudo y Antolín |
Dos
puntos más en los que quiero reparar, que no por dejarlos al último
son menos notables. Uno, los nombres de los personajes, séanse
protagónicos, secundarios o meros peones. Parecen bautizados por el
demonio
mismo.
Con ese nombre no puede ser otra su predestinación más que consumar
un hecho memorable.
Pterocles, autor de Jamonudo y Antolín |
Y
dos, que hayan sido las mujeres las que mueven la acción. Primero,
la chica que apenas se salva de ser violada por Antolín Sagredo, y,
segundo, la madre de la chica, ha visto con parsimonia desigual cómo
aquel hombre/bestia ha hecho y deshecho a sus hijas mayores, y que
por fin se decide a intervenir cuando ve que su último bastión ―la
virginidad de su hija más pequeña―
está
a punto de ser devorada. Para rematar, aquí se trasmina una virtud
más del autor: confundir a sus lectores
bisoños entre una misoginia galopante, y una defensa de la condición
femenina. Y si
a condiciones vamos, cuán por encima de la condición humana queda
la del cerdo, que merece morir porque nace para ser muerto por las
manos del hombre. Y tan tan. Es decir, el cuento se levanta por
encima de premoniciones moralistas a que son tan afectos los
narradores enanos de espíritu. Mediocres, para decirlo en una
palabra.
La
vida se asume con sus pautas, o mejor hacerse de lado y dejar que las
cosas acontezcan.
*Reseña de Jamonudo y Antolín, cuento de Pterocles Arenarius que se publicó en la revista Molino de Letras.
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