lunes, 21 de marzo de 2016

Benito Juárez García


Benito Juárez García

Pterocles Arenarius

Pocas veces en la historia México ha estado cerca del desmembramiento como a mediados del siglo XIX. Al concluir la independencia, prácticamente no existía la idea de país, mucho menos de nación. Nuestra patria, siempre saqueada, después de sacudirse la inicua colonización española se encontraba al borde de su desaparición.
Fue en este contexto, después de la vergonzosa guerra de rapiña de Estados Unidos, potencia en ciernes, en 1847, cuando surge un grupo de hombres que habrían de construir, aun a despecho de muchos, lo que de grande y de sólido todavía perdura en este país. Los verdaderos unificadores y constructores de México son los liberales que vivieron en el siglo XIX mexicano.
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Guerra de rapiña del imperio gringo para añadirse territorio.

Cuando parecía que la catástrofe no tendría fin, cuando, después de la bárbara destrucción sistemática que durante trescientos años hicieron los españoles de la grandiosa cultura milenaria que crearon los originales habitantes de México y después de la independencia, México se encontraba en medio del caos en múltiples ámbitos; cuando, pocos años después de la independencia la patria se vio cercenada en más de la mitad de su territorio por la voraz ambición imperialista norteamericana, aparece ese grupo que, no es exageración, debemos llamarlos superhombres, que realizan la verdadera fundación de este país, los liberales.
Melchor Ocampo, Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano, Mariano Escobedo, Porfirio Díaz, Ignacio Zaragoza, Francisco Zarco, Santos Degollado, Sebastián Lerdo de Tejada, Jesús González Ortega, entre otros, el equipo de Juárez

Son ellos, entre mestizos e indígenas, quienes, actuando como políticos, legisladores, dirigentes sociales, diplomáticos, poetas, novelistas, intelectuales, cronistas, historiadores, militares, pero lo asombroso es que el talento en todas esas disciplinas, con estatura de, al menos, profesional, si no es que de estadista o de genio, suelen darse en un solo individuo. Agreguemos, entre paréntesis, que los liberales hacen una refundación de lo que después ha sido la gran literatura mexicana. Después de que Sor Juana y Juan Ruiz de Alarcón nos incluyeran en el siglo de oro español, cuando aún era la Nueva España, los escritores-políticos-dirigentes-militares-legisladores-diplomáticos y hombres que como pocos merecen el adjetivo de libres y el de conscientes, los liberales, crean una literatura, que es fundar un espíritu, el espíritu de este país; una más de las muchas hazañas que les debemos.
Los liberales que llegan al poder entre un conglomerado pues no era un país sumido en la más absoluta ignorancia, con más del 95 por ciento de población analfabeta, con una enorme masa de la gente en condiciones de extrema pobreza y sin consciencia de pertenecer a un país, con casi la mitad de los habitantes que ni siquiera hablaban el idioma español y bajo la acechanza de las grandes potencias mundiales.
Los conservadores que ofrecieron el imperio mexicano a Maximiliano de Habsburgo. Juan Nepomuceno Almonte (hijo de José María Morelos y Pavón), José Manuel Hidalgo -amigo cercano de la emperatriz Eugenia-, el padre Francisco Javier Miranda, don Antonio Escandón -socio de la Casa Jecker-, el ingeniero Joaquín Velázquez de León y Esnaurrízar, el general de origen francés Adrián Woll, el General don Miguel Miramón y Tarelo, el Doctor don José Pablo Martínez del Río, Tomás Murphy, Ignacio Aguilar y Marocho. La fecha del ofrecimiento oficial fue el 2 de octubre (de nefasta memoria) de 1863.

Por otra parte, en el país existía una clase criolla ultraconservadora y adinerada muy minoritaria que mantenía una fuerte alianza con la iglesia católica. Este grupo privilegiado, poderoso económicamente, ensoberbecido de manera fanática y convencido de su superioridad racista sobre los indios, pretendió hacer de este país una monarquía católica absolutista.
Juárez tuvo la visión de entender la circunstancia mexicana con una amplitud histórica. “En un discurso pronunciado el 16 de septiembre de 1840 en el que Juárez criticaba acremente la huella del régimen virreinal en México, manifestaba que el régimen colonial “descuidó la educación”, “crió clases con intereses distintos”, aisló, intimidó, corrompió, dividió, provocó “nuestra miseria, nuestro embrutecimiento, nuestra degradación y nuestra esclavitud”. “Pero hay más. La estúpida pobreza en que yacen los indios, nuestros hermanos. Las pesadas contribuciones que gravitan sobre ellos todavía (...) el abandono lamentable a que se halla reducida su educación primaria”. Son palabras que en este momento son vigentes.
Juárez, un hombre con una fe tan poderosa como la inmensa misión que se echó sobre las espaldas, dijo en otro discurso: “Dios y la sociedad nos han colocado en estos puestos para hacer la felicidad de los pueblos y evitar el mal que les pueda sobrevenir (...) Hijo del pueblo, yo no lo olvidaré; sostendré sus derechos, cuidaré de que se ilustre, se engrandezca y se cree un porvenir”.
“Siempre religioso, Juárez veía a través de la Constitución y la Reforma la redención de la república indígena” nos dice Justo Sierra.

El temple. La mirada.


En los momentos de terrible asedio, de inminente peligro, Juárez mostró su grandeza; “con sólo un acompañante, Juárez salió de la Ciudad de México, y al mes proclama su gobierno en Guanajuato. Se iniciaba la guerra de Reforma. Los conservadores disponían de un ejército regular, del dinero de la Iglesia Católica y de los hacendados. Los liberales, dispersos, tienen tropas mal armadas y peor preparadas. Al iniciarse la campaña, un regimiento sublevado los arresta en Guadalajara. El escritor Guillermo Prieto narra la escena en una de sus crónicas: en dos pequeñas piezas, ochenta liberales detenidos, unos escriben sus disposiciones testamentarias, Juárez se pasea silencioso, con inverosímil tranquilidad. Una voz grita: “¡Vienen a fusilarnos!” Y Prieto, memorablemente, actúa:
"Los valientes no asesinan. (...) ¿Quieren sangre?, bébanse la mía..." Guillermo Prieto.


Rápido como el pensamiento, tomé al señor Juárez de la ropa, le puse a mi espalda, le cubrí de mi cuerpo, abrí los brazos y ahogando la voz de fuego que tomaba en esos momentos, grité: “¡Levanten esas armas! ¡Los valientes no asesinan!” Y hablé, hablé yo no sé qué... A medida que mi voz sonaba, la actitud de los soldados cambiaba. Un viejo de barbas canas que tenía enfrente y con quien me encaré diciéndole: “¿Quieren sangre? ¡Bébanse la mía!”, bajó el fusil. Los otros lo mismo. Entonces volteé a Jalisco. Los soldados lloraban, protestando que no nos matarían, y así se retiraron como por encanto. Mis compañeros me rodeaban llamándome su salvador y salvador de la Reforma¸ mi corazón estalló en una tempestad de lágrimas”.
Juárez, acerca del episodio, escribe: “El día 13 se sublevó la guardia del Palacio y fui hecho prisionero por orden de Landa, que encabezó el motín. El día 15 salí en libertad”.
“No sin cierta razón se dirá que el tratado McLane-Ocampo implicaba lo mismo (contra lo que luchaba Juárez, la dominación por una potencia extranjera, en este caso) con respecto a los Estados Unidos, pero Ocampo y Juárez eran demasiado astutos para no haber ponderado los riesgos de su posición frente a las ventajas diplomáticas, económicas y militares que obtuvieron. Su victoria inmediata sobre el bando conservador (que paralelamente firmaba el tratado Mon-Almonte) es la prueba mejor de que ese cálculo existió y funcionó”. La aprobación del tratado McLane-Ocampo, como sabemos, no fue aprobado en el congreso norteamericano; un permanente ataque a Juárez consiste en decir que si se hubiera aprobado el dicho acuerdo, etc., el hubiera no existe. Lo que sí padeció la nación fue la pérdida de su soberanía y su viabilidad como país cuando fue invadido por la que fuera la primera potencia mundial en aquellos tiempos, Francia, cuyo emperador, Napoleón el Pequeño, en acuerdo con los apátridas conservadores nacionales impusieran en México, como emperador, a Maximiliano de Habsburgo. Pero una vez más, el grupo de los liberales, al frente de un sufrido y heroico pueblo, expulsaron a los invasores para recuperar nuestra soberanía.
Como estadista vemos “(...) en el caso de don Benito, tres características: 1) Con él se origina el proyecto de nación que, diga lo que diga el PAN, aún no termina. 2) No es un mártir ni un precursor. Es una rareza: el héroe que triunfa al cabo de todas las peripecias. Venció al racismo ancestral, a las dificultades de un país atrasado y en una región todavía más atrasada, a su carácter tímido y cerrado, a las divisiones entre los liberales, al odio cerrado de los conservadores, a la intervención francesa, al imperio de Maximiliano, a la oposición interna, a la prensa que lo odiaba. Juárez es perseguido, encarcelado, desterrado, obligado a gobernar en la huida, calumniado, vejado, ridiculizado. Y es un triunfador. Y 3) Juárez es la raíz del laicismo en México, el gran símbolo de la tolerancia y la libertad de pensamiento y de cultos, lo que le ha valido el odio histórico de la derecha y de la ultraderecha.
“Vaya que ha sido intenso el linchamiento histórico. La educación privada de carácter confesional lo ha calificado, literalmente, de Bestia Apocalíptica y en sus libros de texto se le ha difamado llamándolo “esbirro de los norteamericanos”. Hasta hace unos años se le acusó de “enemigo de Dios”, y todavía en las primeras décadas del siglo XX las Señoras Decentes, al extremar su pudor, en vez de decir: “Voy al baño”, musitaban: “Voy a ver a Juárez”. Durante un largo tiempo en los colegios particulares se cantaron las injuriosas letrillas: “Muera Juárez que fue sinvergüenza”. Antes de la Revolución de 1910, en los pueblos controlados por sacerdotes se le exigía a los presidentes municipales o tirar el retrato de Juárez a la basura o ponerlo de cabeza. Y todavía en 1948, la Unión Nacional Sinarquista, organismo inspirado en la Falange franquista, convoca a un mitin en el Hemiciclo a Juárez, sustentado en la prolongada cauda de insultos a don Benito. En el paroxismo, un orador lo afrenta: “No eres digno de ver las caras de hombres honrados”, y le escupe a la estatua, vendada de inmediato para librar a los asistentes de la procaz mirada del “Gorgona de Guelatao”. (1)
Cronología aproximada del expansionismo gringo. Tiempos de Antonio López de Santa Anna.


(Antonio López de Santa Anna) “El dictador que lo odió y lo desterró lo recuerda con desprecio escénico: “Nunca me perdonó (Juárez) haberme servido la mesa en Oaxaca, en diciembre de 1829, con su pie en el suelo, camisa y calzón de manta, en la casa del licenciado Manuel Embides... Asombraba que un indígena de tan baja esfera hubiera figurado en México como todos saben”. (2)
A los que han perpetrado el escarnio contra hombre tan grande y a los que siguen haciéndolo, digámosles que quien de tal manera ofende, sólo está mostrando su real dimensión humana, pero además es bueno que sepan que “No hay mejor ni más grande alabanza que la injuria venida del hipócrita”.
En Nueva Orleans, en 1853, Juárez trabaja en un taller de imprenta y en una fábrica de tabaco. Escribe en sus Memorias: “Yo me resigné a mi suerte, sin exhalar una queja, sin cometer una acción humillante”. Otros de sus compañeros, que participaron en sus gobiernos, son meseros o venden ollas.
Cuando se inicia la guerra (...) “en tres años intensos, (...) los liberales, paulatinamente, se apoderan del país o, por lo menos, de sus plazas estratégicas, y promulgan victoriosamente las Leyes de Reforma del 12 de julio al 11 de agosto de 1859. Se nacionalizan los bienes del clero, hay separación de la Iglesia y el Estado, se exclaustra a monjas y frailes, se extinguen las corporaciones eclesiásticas, se concede el registro civil para los actos de nacimiento, matrimonio y defunción, se dicta la secularización de los cementerios y de las fiestas públicas y, algo esencial, se promulga la libertad de cultos.
Caricatura juarista.


En suma, se declara concluida la etapa feudal del país, y se sientan las bases del pensamiento moderno. Se necesitarán más tiempo y numerosas batallas políticas, militares y culturales para implantar efectivamente la sociedad laica, pero es enorme el avance de las Leyes de Reforma”. (3) Es decir, se han dado los pasos para hacer de México una nación más humana, más justa, más igualitaria. Y esto cuando aún no era una nación.
Andrés Molina Enríquez dice al mirar un retrato de Juárez: “Se ve por ese retrato que Juárez era un hombre muy notable por sus cualidades de carácter, por su imperturbabilidad para recibir los acontecimientos, por su pasividad para sufrir los reveses, por su entereza para luchar con las dificultades, por su calma para esperar los triunfos, por su persistencia para alcanzar sus propósitos, por su firmeza para seguir sus convicciones, hasta por su aspecto severo, frío, impasible, de divinidad de teocalli”. (4)
Una declaración de su esposa Margarita Maza lo pinta de cuerpo entero: “Está muy feo, pero es muy bueno”, escribió ella a su padre acerca de su marido el que hoy llamamos Benemérito de las Américas.
Aunque Benito Juárez García fue un hombre de grandes ideas y de expresión, aunque muy concisa, de rotunda contundencia; él se valoró más por sus acciones: “Quisiera que se me juzgara no por mis dichos sino por mis hechos. Mis dichos son hechos”. (5) Pues finalmente, cuando todo termina, lo que queda, en lo inmediato, son los hechos, ya que “Por sus hechos los conoceréis”. Pero la inmortalidad, a pesar del bárbaro ludibrio, del odio gratuito, está en las superiores ideas de nuestro muy respetable hermano mayor Benito Juárez García. En las letras iniciales de su nombre llevó el estigma de lo que fue para México, la B de lo Bueno, la J de la Justicia y la G de un Gigante espiritual.


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(1) Carlos Monsiváis (CM), revista Letras Libres No 14, 21 de marzo de 2003.
(2) Enrique Serna, El seductor de la patria, Joaquín Mortiz, 1995.
(3) CM, ibid.
(4) Guillermo Prieto, Mis tiempos, Ediciones La Prensa, 1983.
(5) Andrés Henestrosa, revista Letras Libres No. 14.

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