domingo, 1 de diciembre de 2013

La circunstancia obscena

La circunstancia obscena

Columna: In naturalibus

Textos al chilazo

 
Pterocles Arenarius
 
 
La edad obscena
Edgar Reza
Universidad Autónoma de la Ciudad de México. 2009
 
 
Las sociedades humanas funcionan —con más o menos ineficiencia, con más que menos injusticia, pero, de alguna manera logran su funcionamiento— porque todos los hombres que las forman se proporcionan bienes unos a otros. La mayor parte de los males que sufren tales aglutinaciones de personas se deben a que algunos sujetos —muy astutos ellos— se apropian en exceso de los bienes que producen los demás, entre todos, y aquéllos acumulan el dinero, que es el emblema de intercambio de bienes. Así, los Carlos, Slim y Salinas de Gortari, conspicuos ejemplos entre muchos más, han saqueado a todos los mexicanos para, uno de ellos, convertirse —ante los ojos atónitos de la humanidad pues lo ha hecho en uno de los países más pobres— en el hombre más rico del mundo. Y el otro —aunque no puede confesarlo— también y quizá tanto o más que su tocayo Slim, pero Salinas no puede confesarlo ni —¡oh, dolor!— alardearlo, porque si lo hiciera nos daría una poderosa arma, pues tan sólo nos probaría la monstruosamente descomunal dimensión del robo que hizo a la nación cuando fue presidente. Pero ese no es el tema. De lo que trata este texto es de un escritor y su novela. Él es Edgar Reza y aquélla se llama La edad obscena.
Vino a cuento el párrafo anterior porque La edad obscena es una narración autobiográfica. El protagonista se llama Edwin Sosa y es un chavo muy despabilado, astuto, prendido, más inteligente de lo normal (lo cual es, además, notable en la novela) y… pobre, bien jodido. Aunque sólo económicamente. Por el hecho de ser proletas este personaje se ve sometido a nulas oportunidades de trabajo, de estudio y, en general, casi de cualquier género de cosa buena en su vida.
Hace unos —ya no tan pocos— años, alrededor del 95-96, un día yo padecía los rigores de la cruda (lugar común que tantos han dicho) y en medio de ese infierno, mi vecina del uno vino a tocarme a las seis y media de la madrugada. Yo pensé lo peor, lo más sucio y con gran hospitalidad la invité a pasar, para lo mejor. Pero ella me dijo que necesitaba ayuda porque su marido se sentía muy mal. Quería que llamara a la ambulancia. Oye, qué mal, dije, porque esa no era mi idea. Pero fui a ver a Mario, su marido, mi vecino del uno. Sí se veía muy mal. Llamé por teléfono. Vino la ambulancia, se lo llevaron. Era el año 96, porque ese día estaba jugando México contra Holanda y Cuauhtémoc blanco hizo un precioso gol volando horizontalmente para anotar. Ese día Mario, el del uno, fue a caer a la Cruz Verde, de Salubridad y Asistencia. Estaba jodidísimo de dinero. A los dos días murió. Fue muy gacho. Tenía como 32 años. Sufrió un infarto. Los médicos decían que era muy joven para eso, pero sí, un infarto se lo llevó. En mi edificio era bien sabido que Mario había sufrido una grave crisis económica que lo llevó, desde una posición más que solvente en nuestro medio, a la ruina total en menos de un año. La acumulación de estrés y desgracias lo condujeron a su fin. Eso pensé. Eran los tiempos de la gran crisis Salinas-Zedillo. Un muertito más que debe Salinas, me dije. Siempre que cuento esto digo así, a Mario el del uno lo mató Salinas. Y es que llega el momento en que aquéllos que se apropian con desmesura de lo que pertenece a todos, provocan tales hecatombes. Mario, el del uno, no aguantó. Perdón, pero ha sido una exagerada digresión, pero viene a cuento porque Edwin Sosa, claro alter ego de Edgar Reza, sí aguantó. Esa y muchas más crisis. De hecho él es un producto de ese sistema perverso, cínico, brutal, despiadado, bárbaro y, con palabras mucho más claras y directas: un sistema criminal e hijo de su regran puta madre. El país, desde aquellos entonces y aun desde antes, se ha venido despedazando. Los gobiernos actúan contra la gente, contra su bienestar y en favor de sí mismos, de sus secuaces y achichincles.
Pero hablábamos de Edwin Sosa, el chamaco resistió todo porque es listo y arrojado. Entonces se busca su propio bienestar, bien o mal entendido. Con los cuates del barrio se vuelve borracho, mariguano, chemo, vago, peleonero, paradójicamente —puesto que es notable su inteligencia— mal estudiante y, con todo esto, un candidato directo a la delincuencia sin organizar por lo pronto, pero también será prospecto para la cárcel o la muerte prematura. De sobrevivir a este proceso, cosa que logran muchos muchachos de ahora, en el reclusorio —la gran escuela delincuencial— se incorporan al crimen ahora sí organizado, se vuelven sicarios…, etc. Es la tristísima situación de México en este momento. Por fortuna éste es un escritor. Pero para los escritores, en especial si son pobres, no hay privilegios, muy al contrario.
La novela sería desgarradora si no estuviera perfectamente protegida contra toda actitud sentimental a partir de un cinismo a toda prueba como actitud vital del personaje, con un atrevido desparpajo más que agradable aun en medio del magno desastre de violencia y deshumanización y con el desencanto surgido de una desolación que es costumbre La edad obscena transcurre de manera vertiginosa ante nuestros ojos, entre borracheras, chubis a destajo, cogidas más que frecuentes y un ámbito de trasfondo en el que nadie le importa a nadie.
Edwin, ante las brutales circunstancias que le ofrece su entorno y armado de su agudeza y una resistencia indoblegable —aunque jamás mencionada, sino explícita en los sucesos que vive el personaje—, se vuelve un auténtico hijo de la chingada en actos y un escéptico recalcitrante en su manera de mirar al mundo (ya dijimos además que es borracho, chemo, mariguano y también le hace a la inhalación de mona). Se la pasa, algo así como la mitad de la novela, embriagado de alcohol. La otra mitad, por supuesto, padeciendo y sofocando la cruda con más alcohol. Consiguiendo gringas —que abundan en Guanajuato, ciudad donde transcurre la novela— para cogérselas (no hacerles el amor, no interactuar con sus cuerpos, no seducirlas dulcemente. No: cogérselas). Cuando la circunstancia de Edwin se vuelve insostenible tiene que ponerse a trabajar.
En medio de las bárbaras agresiones de su circunstancia (hecho del que en ningún momento leemos queja o lamentación) terminamos por descubrir que Edwin es un chavo con una amplísima, encabronada cultura (esto es parte del oficio del escritor, es un enorme conocimiento de los valores estéticos, es honestidad intelectual. El personaje nos deja entrever que sabe un chingo de literatura pero como por descuido, porque de pronto se le sale citar a E. E. Cummins, de pronto, como sin darse cuenta habla de Ezra Pound. Sin pedantería. O la gran pedantería en su esplendor). Es un escritor.
Y, jodido monetario, logra que le otorguen una beca por parte del Instituto de Cultura del Estado. Ah, pensamos, ahora va a ser feliz. No. La pinche beca es una mierda de dinero. La mamá le exige que trabaje, que la beca no alcanza para nada y que se ponga a vender tamales.
¿En qué puede trabajar un joven escritor? Bueno, este muchacho barre calles para el ayuntamiento, recoge perros muertos para el servicio de limpia del aquel mismo, en otro momento carga tanques de gas, como repartidor de éstos, etc. Y cuando le va muy bien porque ya publicó un libro, logra dedicarse a dar talleres de lectura literaria en los reclusorios de los diversos municipios con resultados de insólito humorismo negro en contra del protagonista.
En fin, Edwin Sosa, el personaje narrador de La edad obscena, es el testimonio viviente de una ciudad despiadada que sólo responde a las características del sistema.
Sin embargo, la pregunta viene: ¿para qué sirve un escritor? Y uno se responde: no para vender tamales. Y es en tal circunstancia donde quería llamar la atención. Los países, las naciones, bueno, las sociedades humanas, deben contar con sus narradores. Es imprescindible que cada pueblo tenga los más que pueda, poetas, contadores de cuentos, escritores de historias, narradores, cronistas. Si no es así, las sociedades humanas están condenadas a lo que estamos viendo: el crimen, el caos, la ley del más hijo de su puta madre, la deshumanización. El retrato del México actual.
Los escritores, los artistas en general, retratan las sociedades de su momento (se ha dicho, son hijos de su circunstancia), ellos crean los mitos de la sociedad en que viven. La ciencia ha probado que si un individuo no sueña se muere y un poco antes se vuelve loco. Los escritores, los artistas, en general, son, en la sociedad, lo que es, en el individuo, la parte soñadora, la que muestra a la sociedad sus enfermedades, sus vicios, sus porquerías, sus manías y sus putrideces. Pero también sus lados sublimes, sus amores, sus mejores anhelos, los momentos dulcísimos, sus grandes placeres y, vaya, sus intimidades, sus costumbres, su espíritu. Si una sociedad no protege, no cuida a sus artistas está condenada a la animalidad. Guanajuato ha condenado a sus artistas, vea todo el mundo lo que le pasa a Guanajuato. Unos niños mandan a terapia intensiva a su compañerito de una madriza que le dieron. Violan a una chica, le dan una horrenda madriza y la ley la acusa de provocar al criminal. Los gobiernos son cada uno más ratero que el anterior y los artistas de la ciudad cervantina tienen que trabajar levantando perros muertos.
Y es obligación de las autoridades realizar el fomento a la cultura para que esa gente pueda vivir de su trabajo. Sabemos perfectamente bien que en México eso es una vergonzosa utopía. Los políticos son desvergonzados zánganos, parásitos de la sociedad de la cual se alimentan obscenamente y a la cual no le devuelven lo que de ella obtienen. En aquella ciudad “Patrimonio de la Humanidad declarada por la UNESCO”, un regidor ganaba, en el momento de ser escrita la novela, 25 mil pesos mensuales por sesionar dos o tres veces por mes para avalar las supuestas (y algunas reales) decisiones del presidente municipal quien obedece ciegamente las del gobernador en turno. Mientras que al escritor le otorgaban, ¡oh, generosos!, una beca de mil 500 pesos mensuales exigiéndole —dice el protagonista de la novela— fajos de hojas con cuentos por kilo.
La edad obscena, en fin, es un trago recio. Está en la línea que divide al hombre malo del chamaquito sensible. Por más que siempre se empeñe en mostrar el lado recio, sin sentimentalismos y con cinismo y sin credulidades ni concesiones. Para mi gusto al final el personaje se reblandece para bien, porque termina tocando nuestro corazón, nos gana desde lo más profundo. Y estamos de su lado a pesar de todo, a pesar de, incluso, su misoginia, faltaba más.
Para nuestra fortuna, el gobierno no logró hacer con Edwin Sosa-Edgar Reza lo que hizo con Mario el del uno: matarlo. Los trató igual. Pero respondieron diferente. Mario se murió. Respuesta muy digna. Edgar escribió una novela. Y luego dicen que la literatura no nos salva.

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