Once peleas por nocaut
Jorge Arturo Borja
Pterocles Arenarius.
Eterno Femenino Ediciones.
México, 2011.
Hace 28 años, en el taller de cuento de Edmundo Valadés, escuché el testimonio de un chamaco sparring que subía al cuadrilátero con Mantequilla Nápoles, como parte del entrenamiento de esa leyenda del boxeo.
A través de sus palabras, todos los ahí presentes vivimos desde ringside el veloz intercambio de golpes entre un muchacho armado de valor, y un gigante en el apogeo de su fama. Al final, la pantera se divertía humillando al cachorrito.
Leía un güero garrudo de pelo largo y sonrisa irónica que de vez en vez se mesaba el bigote. Su voz tensa, emocionada, cortante y dolorosa. Era el propio Pterocles Arenarius quien contaba un episodio de su adolescencia como parte del entrenamiento de un aspirante a escritor dispuesto a acometer las grandes peleas de la literatura.
Aunque en ese tiempo Pterocles se presentaba con la personalidad de un inquieto pasante de ingeniería que frisaba la treintena, por la manera en que se paraba en medio del salón, se callaba por momentos, respiraba hondo, proseguía para cambiar el ritmo de la lectura, era fácil imaginarlo como un boxeador que había mudado los guantes por las palabras, ambos instrumentos manejados con puños certeros y contundentes.
De entonces a la fecha ha corrido mucha tinta, mucho alcohol, mucha pasión y muchas lágrimas. En el camino de la escritura se han quebrado decenas de aspirantes. En primer lugar quienes buscaban el éxito y la publicación inmediata. Esos acabaron escribiendo guiones para telenovelas o discursos para políticos. Después los que deshojaron sus mejores historias en el vértigo de la bohemia, que los condujo finalmente al hospital o al camposanto.
Resistieron sólo los más necios, los más fuertes, los más locos. Aquellos que se dejaron invadir por la imaginación creadora. Los que fueron adecuando su existencia y sus necesidades a la exigente llamada de la literatura. Los que, más interesados en escribir que en publicar, se dedicaron a horadar la veta que los llevó hasta el corazón de las palabras. Pterocles fue uno de ellos.
Sin embargo, más allá de la condición proteica que lo llevó a ser soldador en el Metro, cantante de rock, activista político, profesor de matemáticas, hipnotista, esotérico y periodista, Pterocles fue y sigue siendo un boxeador nato, que como los de mayor prosapia, se forjaron en las calles más peligrosas del barrio.
Dice Cortázar el gran cronopio, que “en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos mientras que el cuento debe ganar por knock out.” Así lo demuestra Pterocles durante los 11 encuentros que se presentan en su libro.
Puede afirmarse sin temor, que en cada uno de estos textos hay intensidad y contundencia. Intensidad en el uso de un lenguaje vigoroso y veloz, que nunca da tregua al lector y lo mantiene en absoluta tensión. Contundencia en la construcción de la sorpresa; no la que resulta de un final efectista, sino aquella que se origina en la vitalidad de los personajes y en una trama alejada de toda fórmula narrativa.
En esta antología, Arenarius hace de fajador o de estilista, peleando con cálculo felino o con rabia perruna, para conseguir siempre la victoria por la vía del cloroformo. A veces aplica la fuerza y la destreza necesarias para conectar un mortal uppercut, y en otras se mueve con la elegancia y la precisión que requiere el filoso jab. Así demuestra los recursos y las mañas de un viejo púgil, pero sostenidas por la energía de un joven escritor. Combinación al parecer contradictoria en la vida real, pero paradójicamente posible en el cuadrilátero del arte.
Fiestas debe su nombre no sólo a una parte de las temáticas que aborda, sino a la profusión de un lenguaje que del rigor de sus principios formales se eleva hasta estallar en sus distintas posibilidades.
Así, en un principio, su narrativa puede ser tan expositiva y didáctica como en el cuento “Por un pecílgo”:
“Actuó con pasión ingenua. Entrega de semejante totalidad sólo se autoriza por el candor. Su palpitante fervor era bisoño, producto de la sabiduría prístina, propia de los seres vivos.
Dije para mis adentros “gracias, Dios mío”.
Regresé (guiado por, necesariamente, ella, principiante) al principio.
En el principio fue el verbo.
El verbo. La conjugación. El verbo, acción o pasión.
Primera conjugación:
tocar jugar confiar gustar
conjurar amar tolerar
soñar charlar
dar.”
O más adelante, en el crescendo de su narrativa y ya instalado en pleno paroxismo verbal, su lenguaje puede convertirse en una suerte de dialecto propio del hampa, como en el relato “Ese conecte”:
“P’s va, te cuacha un coto del parle más efe ¿no? Chido y salitres: nomás oclayo coco y oreja; chanclas. Al tiro ¿eh?
Cada banda maneja su verbo, pero cincho, cómo nariz, hay un rollo capitán, o bueno, general. La transa es conectar dos tres aligeres más bien leves que se rolan. O sea, para picar la salsa chido tienes que caer en un terreno machín ¿verdá?, tierra de apaches, sitio macizo.
La voz de los distintos narradores que intervienen, va modulándose desde la propiedad del caballero que por la magia de la ficción se transmuta en chafirete, teporocho, rata o judas, según sea el caso. En sus páginas desfilan mujeres de toda laya que coinciden en su arrojo y bravura, como en la historia de “Madreardiendo y bailarás”.
“―No hay pedo, hijo; va un tirito derecho: tú y yo, Pirata. ―Y decir como hacer el Madreardiendo se puso a tiro y armó la guardia. Jactancioso el cabrón todavía volteó a vernos―: esta pinche vieja pelea como cabrón, ya la conozco. ―Entonces Itamar, La Piratita, hija y nieta de rameras, madreadora cotidiana, le cambió el estilo y empezó a pelear como vieja: le apañó un fajo de greñas para rasguñarle bien la jeta. El cabrón trató de someterla con dos tres vergazos, pero ella aguantó; se veía que la madriza, era, para ella, sí, cosa diaria. Peleando astutamente encontró forma de asestar un patadón harto culero en los meros aguacates. El Madreardiendo (golpeado una vez más de miles por puta desde que era chiquito) hasta brincó, tan fuerte había sido el cabronazo.”
Fiestas también es el panóptico del barrio, el ojo del refuego, el retrato de la vida y milagros de sus personajes, que a diferencia de una literatura más escandalosa, no intenta mitificarlos sino desnudarlos en toda su frágil y terrible humanidad. Una suerte de verismo, en ocasiones brutal, que busca, como en la literatura de Hemingway, “hacer la historia tan real, más allá de cualquier realidad, que llegue a ser parte de la experiencia del lector y parte de su memoria”. De esta manera, quien lo lee también forma parte del selecto grupo de invitados a la “Fiesta (Cuando bajaron los ratones)”.
“La vecindad era más o menos grande, pero no cabía la gente. Entonces cerraron la primera de Juan de la Granja, desde Corregidora hasta Auza. Las putas del Chale, que chambeaban en el veintiuno de Juan de la Granja, dejaron de trabajar desde a eso de las tres de la tarde. Las de doña Ramira, la del quince, ésas sí le siguieron, pero al rato ya andaban también en el refuego. Bajaron los más gruesotes rateros, cuates y no cuates de Manuel el Matador. De San Antonio Tomatlán donde abundan cabrones que son hijos de la chingada; de La Bella Helena que son unos perros para pelear; los de El Quinto Infierno, p’s matones y asaltantes; de La Candelaria de los Patos donde presumen que te roban los calzones sin quitarte los pantalones, bueno, pa’qué te digo, lo más grueso. Ahí anduvo el Chavo Narciso, retintero y buen corredor; Mario el Chaparro, tambor retinto pero además chinero; Felipe el Carimula, famoso carterista; don Raúl el Flaco, el más respetado fardero de a la brava por sus grandes güevos; el Güero Patillas que le hacía a todo pero más bien era ojete y mal intento de padrote. También llegaron las más adineradas madrotas de los barrios, como doña Petra la Tecolota que trabajaba en La Candelaria con pura putita provinciana, la Rebeca de San Ciprián que todos los años consigue y conserva una quintito para vendérsela al mejor postor el día de la fiesta de San Geronimito; doña Serafina Mendiolea que tuvo el putero más grande –qué te diré, fácil más de cien putas– aquí en El Cuadrante de La Soledad. Bueno, pa’qué te digo, tanto hicieron que aquí no cabe. Eran flor y nata.”
Con este volumen de cuentos y relatos, que recoge una trayectoria de más de tres décadas de escritura, Pterocles Arenarius confirma su calidad gramo por gramo y letra por letra. A pesar de que considera su literatura como un “acto de amor”, en la pasión y el ritmo de sus textos se respira la atmósfera del combate pugilístico. Después de todo, tanto en el box como en el sexo, los cuerpos se enfrentan rompiendo los límites de la identidad y del sentido.
Espero que al terminar de leerlos, ustedes puedan ver lo mismo que yo: en el centro de ese ring iluminado, la figura imponente y solitaria del Kid Pterocles que alza los brazos como todo un campeón.
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