sábado, 25 de mayo de 2013

1978
1978

Pterocles Arenarius
 
Se escribe porque éste es un mundo terrible
Violeta Ortega
 
No existe obra —de cualquier índole, en cualquier disciplina— que no sea autobiográfica. De hecho es imposible no imprimir en la creación que sea la impronta personal. Somos lo que hacemos, para bien o para mal. Y, afortunada o lamentablemente, mientras el autor más trata de esconderse en su obra, es cuando mejor y más abierta, grandiosa o mezquina o desvergonzadamente se exhibe. No es necesario que digamos que la honestidad es un valor literario imprescindible.
Traigo a colación los conceptos anteriores porque en el poemario 1978, estamos en lo que inmejorablemente es el contraejemplo del mencionado ocultamiento. Si hay un libro brutalmente honesto, es el que está ante nosotros. Pero, mucha cautela, desvergonzados, la simple confesión —por más que estuviera presentada con tintes autoexculpatorios o automagnificantes o con pretenciosa sordidez u otros artilugios que más bien falsearan el inminente autorretrato que, ya lo hemos dicho, es toda obra—, digo, la simple confesión no trae la conmoción, el temblor del poema.
 

Hay en los poemas de este libro, un equilibrio delicadísimo, una armonía —si ustedes quieren siniestra— que da vida a los versos de 1978. Y sólo retratan —a mi desvalido juicio— una actitud de bondad con dejadez, de chamaco atrabancado que con tal de ingresar al juego que todos jugamos, no le importa perder consecutivamente. 1978 pareciera —y esa es su más loable virtud— una confesión aunque no tan simple.
 La obra de arte es, también, la manera en que pasamos ante el mundo. Y tal pareciera la suprema virtud en cuanto a la forma de este libro: la honestidad hasta el último extremo. Por eso, quizá, haya poetas que no saben que lo son, o bien poetastros multipremiados por su amplísimo, pero estéril campo léxico-semántico. Como lo dijera Kapuscinsky con otras palabras, un hombre mezquino dará una obra mezquina.

En los poemas de Adrián Román se respira el candor en medio de la sordidez. La espontaneidad autobiográfica, casi como una confesión, pero con astucia extraída por el aventurero al que la vida jamás le ha dado tregua, pero él también ha estado siempre muy lejos de pedirla y, más bien, es el que ha jugado con la extremada honradez que lo ha conducido de derrota en derrota. Hay en estos poemas una vena muy profunda de honestidad, de la actitud investida de la más alta nobleza. De lo bueno, bello y verdadero que, aunque sea en cantidades ínfimas, todos acumulamos en la parte más profunda del alma. Adrián Román ha encontrado el secreto de mostrar la existencia desde una perspectiva, diría, demasiado humana. Por más que las turbiedades y hasta las propias oscuridades establezcan sus ámbitos, la emoción surge límpida y al mismo tiempo terrible.

El lenguaje es en apariencia de gran simplicidad, lo cotidiano se encuentra de manera permanente al llamar a las cosas por el más sencillo de sus nombres, por eso, el entramado del que surge la poesía como piedra preciosa es más complejo, ¿cómo desde palabras tan usuales se consigue sacarle la quintaesencia al vulgarcísimo fluido que se escapa imparcial e incoloro en el que estamos inmersos? Hay una actitud de macho entrón, desafiante. Pero ése no es el secreto. Detrás del peleador callejero está una sensibilidad de adolescente niña y la aparente audacia que no es más que la admisión del reto, el haberle dado la cara a la vida, por más traicionera o despiadada que se haya mostrado.

En los poemas de Adrián Román, a pesar de que se navega por el mar del dolor, de la rutina del fracaso, de la aspereza despiadada en un mundo de triunfadores de ruindad monumentalmente excrementicia, a pesar de que la tristeza ronda y el desánimo perturba, hay una tremenda fuerza, una inteligencia oscura que se combina con la generosidad y la grandeza insigne del perdedor que, al igual que el mundo que lo maltrata, no se tiene piedad; elementos que salvan cada poema del patetismo y vuelven a cada uno un manjar delicioso y profundo y amargo. Hay que estrujarse el corazón cuando Román nos habla de su padre, del tío Severo o del entrañable Manolo.

En este poeta encontramos contradicciones antípodas (como el macho rudo y la sensibilidad de adolescente niña, ya mencionadas); sus relaciones con las mujeres son no menos paradójicas. Desde el te amo pero te digo Adios, princesa, pasando por la referencia erótico-fisiológica que se levanta amenazadora y que, sin embargo, termina por formar parte de una loa, hasta una añoranza agridulce, porque nada será miel en los poemas de 1978, no puede serlo por su permanente vocación para encontrar el último extremo.

Si la literatura tiene alguna función en este mundo, esa sería la de poner a la vista la más delicada humanidad de algún espécimen de este género que solemos llamar homo sapiens sapiens, porque esa conquista trabajada, finalmente, mediante la reflexión, es decir, el más profundo autoexamen y conocimiento de sí mismo nos conduce a una identidad, a un atisbo de entendimiento de nosotros mismos, de aproximarnos a saber qué somos. El arte, la poesía, en este caso es ese hurgar en nuestra alma, encontrarnos y vernos con asombro, esto somos. Por eso las contradicciones, las irresolubles paradojas que en este libro constantemente estallan ante nuestros ojos, son valiosísimas. A partir de ahí, de la gran vulnerabilidad y la inmensa fortaleza que se equilibran será posible construir algún esbozo de lo humano. Entre muchas otras cosas, por esto, la poesía es salvación, un asidero, un refugio en medio del naufragio creado por el ansia de poder, la ambición de la riqueza que generan el desprecio por los humanos y que cada vez nos aproxima a nuestra destrucción.

La poesía de Adrián Román, a partir de vocablos tan rutinarios, se yergue como una construcción exquisita en la que brillan deslumbrantes destellos de las mejores virtudes humanas en medio, acaso, de la oscura sordidez; las más dulces emociones en la atmósfera amarga, crudelísima de un mundo sin piedad.

No hay comentarios: