miércoles, 27 de octubre de 2010

Francisco Rangel en el Corredor Literario

En el marco del Corredor Literario De Cervantes al Quijote, durante la presentación, en el mes de septiembre, de la colección Poesía de largo aliento, de Laberinto Ediciones, Francisco Rangel hizo acto de presencia con el siguiente texto, en el que comparte sus filias y fobias con los escritores de la generación beat. Los dejamos, entonces, con la voz de este joven escritor leonés.

LAS PALABRAS CAEN

Caen las palabras
caen sobre almohadas
caen infinitas
Frank T.
Buenas noches. Gracias por estar aquí, cuando se acabe el baile. Por ahora, comienza. Hoy nos reunimos para disfrutar libros que contienen sonidos encerrados. Sonidos que nos conectan con estados espirituales. Nos acercan con la intimidad que nos hace ser parte de todo. Vernos como un fragmento, un pedazo del vidrio que somos en el universo.

Les contaré como me acerqué a ellos, a algunos de ellos. En 1991, en noviembre, fui a casa de un amigo a entregarle un libro que me había prestado. Era la novela Mujeres de Charles Bukowski. La novela me había encantado. Le pedí que me prestara algo similar. Sacó tres libros: De un castillo a otro de Celine; El Inconveniente de haber Nacido de Cioran; Híkuri de José Vicente Anaya. Los tres, de manera distinta, me construyeron lo que pienso y lo que soy ahora. No puedo negar que en aquellas épocas me enamoraba tanto de los personajes que deseaba ser como ellos; no quería mi vida, quería vivir la de ellos. Recuerdo que leí y releí Híkuri… pero no le entendía un carajo. Ni siquiera sabía si tenía algo dentro. Por Cioran terminé en una Escuela de Filosofía, Celine me enseño a sentir, a emocionarme de otra manera. Durante casi diez años no supe que había en Híkuri. Después de aquellas lecturas seguí leyendo cosas muy similares: Kerouac, Ginsberg, Corso, Ferllingetti, Jonh Giorno, Patti Smith, etc. por alguna razón, deje de distinguir entre palabra y sonido. Devoraba casi cualquier cosa que llegara a mis manos. Levit Guzmán me invitó a participar en la radio con él. Las lecturas seguían, comencé a separar o a crear un gusto determinado: prefiero a Bob Dylan sobre Jim Morrison; pero si no hubiera leído a los dos no lo sabría. Ernesto Cardenal me hacía sudar. Recuerdo querer ser diferente al resto. No sabía por qué, pero sabía que eso deseaba. Escuchaba a Frank Zappa, a Henry Cow y cosas que mis compañeros no escucharan. Busca revistas que nadie tuviera o sólo un grupo consagrado en las mismas miasmas. Encontré revistas viejas del Corno Emplumado, la regla rota, la pusmoderna, Moho, tiempo después llegó Alforja. Llegó el tiempo de salir de casa para venir a Guanajuato.

En 1998 conocí a mi mujer, me llamó tierno y me sentí ofendido. Durante tres días algo me estaba pasando: era tierno, pero creía que traicionaba a mis héroes. No era galante, me asumía como todo lo contrario de lo que la sociedad me ofrecía: quería ser maldito a huevo. Quería ser una carcajada a todo aquello que me dolía. Mientras me aburría en mi cuarto tomé un libro que leía y leo cada vez que me siento mal: Pobrecito Sr. X. Cuando llegué a la parte de “no hay tristes que sean pendejos”, algo paso. El sonido me hizo reflexionar y entrar en otro estado. Me paré y puse el cassette donde alguien me había grabado La Calle Honda del Mismo Ricardo Castillo y Gerardo Enciso: había otra forma de ver, o mejor dicho, de escuchar el mundo. Me comenzó a valer madres aparentar ser malo, como dice MC Hero de Tropa M: Ser el malo no basta. Pero también volví a leer aquello que me gustaba y me había gustado: decía otra cosa. En el 2001, en León, retomé Híkuri, por culpa de una novela que tenía mucha fama. Los detectives salvajes. Nueve años después puedo afirmar que Híkuri me enseño a sentir el mundo desde el sonido. Volví a leer a Ginsberg, a William Carlos Williams, a Simic… de este último, me llevó a la comprensión de la lentitud, la respiración pausada que rompe la secuencia de la realidad. Con en esa comprensión sonora encontré la idea del ritmo, la armonía, la polifonía con que se desarrolla mi entorno. Ese lugar donde están mis pies.

Con todo esto pude replantearme la idea del arte: aquello que tiene una poética, una sintáctica única y proceso para su realización. Fuera de estos tres principios es artesanía, pretensión o estupidez. Dejé de creer que la poesía era una entidad por sí misma, retomando que el poema es un texto con un contenido transtextual que sólo funciona en un contexto; es decir que no hay un artista trascendental, sino una comunidad donde el proceso del arte nace y se concluye. Que aquello que me molestaba era la emoción de brocha gorda, casuística, de recetario telenovelero; que hay emociones distintas, finas, trastocadas; y son estás las que me interesan. Donde muchos ven fiereza y maldad, la más de las veces hay ternura, deseo de estar vivo de otra forma. y eso, es justicia poética.

Hoy tenemos estos libros que contienen eso: un sonido que cambia la vida mientras las palabras cabalgan en herraduras de algodón antes de morirnos; palabras que caen cuando nosotros subimos en sus lomos para seguir vivos.

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