Crónica en diálogo para
retratar a un pinche viejo peleonero
Pterocles Arenarius
―No es tiempo ya de que hagas eso, cabrón. Ese pendejo tiene, por lo menos, 30 años menos que tú. A ver, ¿qué tal si te rompe toda tu madre?
―No, mi hermano. No he dejado de entrenar, estoy bien cabrón, en serio.
―Pues sí, estás cabrón, pero a tus 70 años ni sueñes que puedes ser el mismo de hace 40 años.
―Pues no sueño. Ya sé que soy un pinche viejito. Pero sé meter las las manos y lo último que se pierde es el pegue. Doy buenos putazos, aunque no lo creas. Es más, vamos a subirnos al ring para que veas.
―No, gracias, déjalo de ese tamaño, yo sí te creo. Pero de todos modos. A esa edad no puedes ni debes ni debías querer pleitos a golpes y menos con un cabrón que podría ser tu nieto, no me chingues.
―Lo que pasa es que ese hijo de su puta madre me agandalló una vez, hace muchos años. Pero tú viste, ¿me la saqué sí o no?, dime la neta.
―Sí, la neta sí te rifaste.
―Y te voy a decir una cosa. Ese día del pleito no había comido en todo el día. En la mañanita nomás me tomé un café y un pan. Precisamente había ido por comida, venía con lo que iba a comer ya casi a las siete de la noche cuando me lo encontré al hijo de su chingada madre. Y, otra, estaba bien cansado, entrené como hora y media y sí me sentía fatigado, pero más todavía, traía la carga de entrenamiento de unos siete días de trabajar bien duro. Y, para acabarla de chingar estaba todo superhambriento. Antes no me dio mis chingadazos el pendejo.
―Pues te diré, yo vi todo el tiro y no te fuiste limpio. Te dio una patada en los güevos. Te alcanzó a dar dos que tres chingadazos en la cara. Te dio una patada en el pecho cuando te agarró de los cabellos y al final, te tiró al suelo, aunque sea a empujones, pero te tiró dos veces.
―Me aventó un patadón, pero no me pegó en los güevitos, sino apenas de refilón. Aguanté bien derechito. El chingadazo fuerte me lo dio en una pierna, se me puso no morado sino negro. Fue un buen chingadazo, pero no me hizo nada. Los golpes en la cara, sí, me dio uno en la mandíbula izquierda y otro en la sien derecha. Pero tampoco me hicieron nada ni se me inflamaron y apenas me dolieron un par de días. Nada de cuidado. En cambio él, con su jeta, me puso los dos puños morados. Le metí dos santos vergazos que me lastimé las dos manos. Nomás que uno se lo di en la sien, igual que él a mí; y el otro se lo di en el hocico, bueno, en la mandíbula. Si no se cayó el pendejo es porque pesa más de cien kilos. Pero te apuesto que diez días después de la madriza todavía le han de doler. ¿Por qué?, porque a mí todavía me duelen los nudillos y los dedos con que le pegué. El dedo medio de la izquierda todavía lo tengo inflamado. Te digo que le metí un par de chingadazos de su tamaño, o más bien de su peso, porque está bien chaparro el cabrón, pero pesa más de cien kilos. Y que le dé gracias al cielo de que yo estaba cansado y sin comer, porque si no, de un chingadazo de esos lo hubiera tumbado con todo y sus cien kilos.
―Pero no mames, ¿qué tal si quiere desquitarse?
―No creo. Ya probó lo que es candela. Ya vio que le puedo dar unos chingadazos espantosos y no tiene idea de que le puedo pegar más fuerte todavía, pero con lo que probó ya es para que no se arriesgue otra vez. Además él fue el que pidió tregua. Ya no podía ni con su alma y yo, con todo mi cansancio acumulado, pero sí podía seguir peleando. Si voy descansadito le parto su madre y ni cuenta se hubiera dado.
―Ya no le busques, cabrón. Si el güey ya no quiere pelear pues mejor áhi que muera y todos en santa paz.
―Puede ser...
“Pero déjame decirte una cosa que me pasó ese día. Algo bien extraño. Primero, que el güey tuvo mucha suerte, porque te digo, si me agarra descansado y sin hambre (es que, la neta, no exagero, estaba yo hipoglucémico, en los hechos llevaba casi 24 horas sin probar alimento), si me agarra medio entero le parto su madre pero fácil y rápido. O sea que tuvo mucha suerte el pendejo. Y la otra, que se acumula con la anterior, es que te juro que cuando le tiré el descontón, tú lo viste, me lo esquivó el hijo de su puta madre, bueno, cuando le tiré el vergazo sentí que había más gente con él. Que estaban al menos una, si no es que dos gentes más con él. Estaba peleando también contra ellos.
―¿En serio? Qué raro.
―Ahora lo pienso y estoy seguro de que hay alguien que lo protege al pendejo.
―Bueno, te diré algo. Todos tenemos alguien que nos cuida. Bueno, casi todos. Pobre de aquel cabrón al que nadie de este mundo ni del otro lo protege. Mira, todo aquel que es amado en este mundo tiene una protección. Y si hay alguien que ya no está en este mundo y lo quiso, ese lo cuida más todavía y, ¿sabes una cosa?, ¿te acuerdas de su madre, una pinche vieja chaparra, gordota como él, argüendera peor que el puto diablo, más chismosa que Satanás y chillona la cabrona. Una pinche vieja que hasta lo que no se comía le hacía daño. Esa mujer murió hace unos dos o tres años. Pues esa cabrona lo estaba cuidando. Cuando peleas con alguien estás luchando contra todos los que aman a tu enemigo. Está cabrón.
―Pero también te enfrentas a su fuerza vital, a su instinto de supervivencia. Hubieras visto cómo peleaba el perro maldito, bueno, viste, pero no, hubieras sentido su desesperación, la fuerza de animal que le ponía a su defensa. Era como si quisieras exterminar a una rata. Se defendía como si yo lo hubiera querido matar. Con la fuerza monstruosa de la vida. Y yo cometí un error grave. Yo he sido peleador. Un peleador nunca debe perder la calma. Yo la perdí. Entré a su juego. Entre los griegos se enseñaba a sus soldados que, para el combate, se encomendaran a Atenea, diosa de la guerra y de la sabiduría, del orden. Lo más importante era que no debían perder el orden. Luchar ordenadamente les garantizaba la victoria. En cambio, sus enemigos eran encargados a Ares (Marte, para los romanos), el dios de la guerra y el desorden. Si los griegos lograban que sus enemigos cayeran en desorden, era casi seguro derrotarlos. No supe conservar la serenidad. Es más, no debí acercármele. Cuando empezó el tiro debí boxear de lejos, amagarlo, hacerle fintas, tirarle el yab, etcétera, todo lo que sé. Pero don pendejo, ahí voy a romperle la madre a lo bestia. Por eso me dio la patada. Por eso me agarró de la camisa y me tiró al suelo con sólo empujar con sus cien kilos, eso sí, desesperadamente, porque se dio cuenta que a los chingadazos ya lo había derrotado. Si le hago eso, le peleo como yo sé, ordenadito, tranquilo, aun así bien cansado y hambriento, mira, en menos de cinco minutos ya no hubiera podido ni con su alma. Entonces hubiera sido el momento de romperle su madre. Pero cometí el error de entrar en su juego y él aprovechó mucho mejor sus ventajas, su peso. Yo, en cambio, no pude explotar las mías, mi rapidez, porque estaba bien cansado; mi mejor boxeo, excepto por momentos, ¿viste que le esquivé dos ganchazos que me tiró y a cambio le di un derechazo que lo hizo brincar? En fin. Se llevó dos recuerditos el hijo de su puta madre. Para que aprenda.
―Bueno, ¿ya estás satisfecho? ¿Ya no le vas a buscar pleito otra vez?
―No, ya no. Creo que se llevó una buena lección. Ya se dio cuenta de que no es lo mismo pegarle a un borracho ―porque aquella vez me agarró ahogado de borracho― que pelear con un pinche viejito. Pero si quiere más ahora sí le voy a dar una putiza pero al doble de su tonelaje.
―Cabrón, a los 70 años no debes pelear ni con tus nietecitos, nadie pelea a esa edad.
―Pues no, mi carnal. Pero, para empezar, no tengo nietos y, en ese pedo de ya no pelear, vas a ver... ¿Qué te diré? Dos tiros más y ya me retiro, ahora sí, para siempre, de la violencia.
―Ay, cabrón, no entiendes.
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