sábado, 2 de junio de 2018

Memoria del Tártaro

Memoria del Tártaro

Pterocles Arenarius



La ordalía: La prueba de la fuerza.
C. G. Jung

―Sería bueno que no estuvieran. Estos chavos a veces son muy exagerados. ―Me advirtió Julia. Yo quería estar en la fiesta. Por lo tanto no debía insistir. De cualquier manera estaría, pero deseaba que fuera en los mejores términos posibles. Por fortuna habló Andrea:
―Los muchachos de ahora están muy locos. Es mejor no meterse con ellos. A estas alturas somos, para ellos, gente muy rara, demasiado vieja, a nuestros cuarenta y pico.
―Me gustaría ver si hay algo que me asustara de ellos. Déjenme decirles que no lo creo. ―Insistí.
―Lo que dice mi mamá es cierto, están muy loquitos. Pero si crees que no te asustan, como quieras, papá. No me molesta si quieres quedarte, aunque no es tu ambiente, si quieres estar en la fiesta. ―Dijo Julia, que sería la anfitriona de la celebración del fin de cursos. Eso era lo que quería. Andrea aún remató:
―Como quieras, estoy de acuerdo. No creo que asusten, como dices. Sí creo que molesten hasta sin querer. Pero haz como tú quieras. ―Era una de las desventajas de tener una esposa y una hija tan independientes y liberales. Las ventajas son muchas más. Eso quiero creer.
Así quedamos. Siguió la vida. Y llegó la fecha. Yo la esperaba. Me simpatizan los jóvenes, me encantan sus modales, me gusta su descaro, me atrae su displicencia, me fascina su ligereza, admiro su ímpetu. Julia me desconcertó porque nada preparaba para la fiesta, para recibir a sus compañeros. No quise preguntarle, ella debía saber lo necesario. Era un viernes. Estuve revisando exámenes de otros jóvenes, mis propios alumnos, era desalentador lo poco que parecía interesarles aprender; reprobé al cuarenta por ciento y nadie sacó diez. Luego me puse a esperar a los invitados. A las seis de la tarde no había nadie. Una hora después tampoco. Me sentía casi alarmado por Julia.
―Mi amor, no viene nadie. ¿Qué pasa?
―Ya vendrán, papá, espero. Y si no vienen, ni modo. No me importa.
A las siete y media llegaron tres. Me preocupaba que Julia tuviera un fracaso en la primera fiesta que organizaba con sus compañeros de la universidad. Procuré no ser encimoso ni volverme un estorbo, vaya, no quería ni siquiera ser notorio. Además lo que me interesaba era observar. Entraron, se instalaron. Fue inevitable la presentación, simplemente fui "Federico". Una linda muchacha, Oriana, dos hombres, Gilberto y Ramón. Ellos eran jóvenes comunes, si acaso notables porque usaban el pelo demasiado corto, casi al rape, como se usa hoy. Los tres venían debidamente preparados, Gilberto donaba una botella de tequila de un litro y Ramón seis paquetes de cervezas de bote. ¡Treinta y seis cervezas! La chica no era menos al aportar un litro también, pero lo suyo era vodka. Ella estaba mucho más llamativa que los otros. Bonita y esbelta como son las jóvenes normales, vestía una blusa muy breve sostenida de sus hombros por delgados tirantes y que se ceñía con suavidad a su abdomen con un resorte a la altura del plexo solar, un simpático pantaloncillo de tiro muy corto entregaba a la vista un área extensa de su bajo vientre: terso, blanco, delicado, el hueso sacro bajo la piel y los inicios de los pliegues de las ingles, en una fugaz visión me provocaron un instante tremendo, como si hubiera visto su cuerpo entero joven y desnudo, una imagen perturbadora y casi brutal. Me esforcé por no sentirme escandalizado. Pasamos una media hora muy larga intentando forzadamente una conversación árida y trivial. Julia preparaba escasos bocadillos que se allegó, alimentos chatarra y algunas carnes frías. Empecé a imaginar un triste fracaso. Pero quince minutos después había treinta muchachos y alrededor de las diez de la noche aquello era una pequeña muchedumbre. Como si hubieran estado de acuerdo llegaron en grupos que sin más fórmula se instalaron. Casi todas las chicas vestían de manera tan atrevida, tan provocadora como Oriana, pero, como suele ocurrir, ante tanta belleza a la vista, dejó de ser inquietante. Muchos traían aretes clavados en nariz, labios, cejas, lengua y algunas de ellas se esforzaban por que fueran visibles tatuajes que habían sido practicados muy cerca del comienzo de sus delicadas, hermosas nalgas de muchachas, o bien de sus senos primorosos, de primera juventud. Los hombres eran de aspecto común a excepción de cinco o seis que ostentaban formidables melenas. Tres de éstos robaban la vista con sendas cabelleras inexplicablemente enredadas, enrolladas en largos cilindros; es el estilo del peinado que llaman rastafari. Uno de ellos era un enigmático negro, sin duda centroamericano o caribeño. Sé de mucha gente a quien el aspecto de muchachos como ellos le da terror. Cada uno, infaliblemente, había traído su bebida. Suprimieron la mesita de centro de la sala ―que apareció tres días después en la cochera― y colocaron la colección de botellas; pude distinguir rones, tequilas, aguardientes de baja ralea, alguna charanda, mezcal de Jaral en envase de plástico y dos casos extremos y, me atrevo a decir, atípicos: un pequeño barril (de unos veinte litros) de pulque, más un elegante frasco de Black & White que transcurrió la noche intocado. También consiguieron, del cuarto de lavadoras ―y sin necesidad de darles confianza― una tina que pronto estuvo repleta de cervezas de todas marcas y envases entre masas de hielo. La cantidad de alcohol per cápita parecía anormalmente excesiva. Las mujeres, como siempre, y con salvedades que considero sociopáticas, eran de lo más convencional: lindas, muy desenvueltas y más que inteligentes, alternaban con los muchachos en términos de suma libertad y del más beligerante igualitarismo. Era un ambiente desconocido, a pesar de que convivo diario con jóvenes, pero me di cuenta que el trato es demasiado formal. En la fiesta la circunstancia era de franca competencia como suele estilarse ahora, en términos implacables y que llegan a rozar la brutalidad. Hay que oír los chistes misóginos que contaban para ellas. Pero me escandalizaron más los misándricos que con gracioso desparpajo, provocadoras, narraban ellas, con dedicatoria a los hombres. Son chistes ingeniosos y sanguinarios. Es una moda peligrosa y pervertida. Aunque ellos, y ellas, lo toman con ligereza. No se dan importancia. Se hicieron grupos, como en cualquier reunión. Era una hermosa algarabía juvenil. Fumaban furiosamente. Bebían con entusiasmo cosaco. Charlaban en medio de carcajadas. Iban y venían no sé a dónde ni por qué. Sonaba una música de estruendo y júbilo, rock en español con letras a veces poéticas, pero más bien con abundancia de alusiones concupiscentes o embriaguísticas. Julia departía con soltura entre los diversos grupos que se formaron. Buena anfitriona. Dos o tres parejas bailaban con energía desaforada. En el momento más rumboso había unos sesenta muchachos. De pronto me di cuenta que no eran escasas las parejas que se procuraron el aislamiento, la periferia, para acariciarse; se besaban, se tocaban; parecían a punto del coito en medio de la indiferencia del resto. De pronto un muchacho se me hizo notorio porque apareció indeciblemente embriagado, muy serio, trastabillante, no era atendible en el tumulto, ni siquiera cuando se cayó. Y menos cuando se levantó. La gran mayoría conversaba. Todos reían, menos el borracho que miraba a unos, luego a otros y parecía reflexionar o quizá dormitar. La música a tan alto volumen hacía que las charlas fueran casi a gritos. Eran felices con gran sencillez. Me serví una copa de ron con cocacola. Los muchachos no me tomaban en cuenta. Me acercaba a un grupo, los miraba sin integrarme, tomaba nota del lenguaje, luego observaba a otros. Llegué a tener la sensación de que la felicidad en la vida es algo muy sencillo y hermoso. Supuse que El Paraíso debía tener un ambiente similar al que vivía.
―¿Qué pasó, güey?, salud. ―Se me plantó enfrente un veinteañero, delgado y con barba de semanas. Su borrachera ya empezaba a ser notoria. Chocó su vaso con el mío―. ¿Y tú quién eres, cabrón? ―Interrogó al notarme adulto.
―Soy... Soy el... Soy Federico, güey, digo, cabrón. ―No debía decirles que era el papá de Julia― sí, Federico, cabrongüey.
―Qué buen desmadre, ¿no, cabrón?
―Sí, güeycabrón. Buen desmadre.
―¿Qué estás chupando, güey?
―Ron, güey, cabrón.
―¿No traes un chubi, cabrón? ―No quise parecer estúpido, no sé si lo logré.
―Se... sese... sese ses ―tartamudeé un poco, desconcertado, ¿qué clase de mierda era un chubi?― Supongo que no... cabrón güey.
―Órale, buen pedo, cabrón.
―Sssí, cabrón, güey, buen pedo. Buen pedo. Supongo. ―No puedo decir que haya estado alejado de los jóvenes, pero desde el pizarrón no es posible penetrar en el alma de los estudiantes. Descubrí que mi contacto con ellos era, en realidad, superficial o, peor, falso.
Me senté a fumar y reflexionaba. Los muchachos de ahora beben mucho más de lo que lo hacíamos en aquellos tiempos. Fue cuando me llegó un olor que casi había olvidado. Lo asociaba confusamente (puesto que el olfato es un sentido muy animal) con brumosas situaciones de miedo, de sordidez, de rebeldía. Y no recordaba de qué era ese olor. Entre el tumulto de gente que pasaba y regresaba, de otros que brincaban bailando y muchos más que permanecían de pie, de pronto vi por unos segundos a un muchacho cuya imagen me devolvió de inmediato el recuerdo del olor. Fumaba de un cigarro tan pequeño que tenía que sostenerlo casi con las uñas, extendía los labios, haciéndolos como pico de pato, para fumar sin quemarse. Era un muchacho muy delgado, de aspecto casi sucio, con el descuidado pelo largo y las barbas que intensificaban su astrosa imagen. Fumaba con fervor, como si besara o como si demostrara que hacía algo espantoso, contra el mundo, desafiando a la sociedad o a Dios. Algo se conectó dentro de mí y salté de mi asiento. Me dirigí hacia el grupo del muchacho que fumaba aquello. El mínimo residuo de cigarro que vi fumar fue entregado a una chiquilla que ruidosamente se aplicó a aspirar el humo de algo que era ya sólo una brasa en sus dedos. ¿Qué hacer? Le dije al joven que vi fumando primero:
―Oye, oye, cabrongüey, ¿es marihuana, güey cabrón? ―Me miró sin extrañeza, sino como tratando de averiguar cualquier cosa que hubiera detrás de mis palabras, de mi torpe actitud, de mi calva, de mis anteojos fuera de moda, de mi aspecto de “viejo”, como ellos consideran a alguien de apenas cuarenta y ocho años.
―¿Qué pedo, cabrón, quieres un toque?
―Güey, cabrón, pero ¿es marihuana, güey cabrón? ―De pronto, el pequeño grupo se quedó en silencio y, entre el gran barullo y la fuerte música, me miraron con fijeza. Uno de ellos habló:
―Es mariguana, pendejo; pero se dice guana, mariguana, no uana.
―Ah, gracias, güeycabrón; digo, gracias, pendejo. ―No entendí por qué se rieron. Me fui rápidamente a buscar a Julia. La busqué un poco y alarmado comprobé que no eran los únicos que fumaban mari-guana. La encontré. Estaba ocupada, por supuesto. Tuve que esperar dos interminables minutos.
―Julia, quiero hablar contigo.
―Ay, Federico, ahorita no puedo. Mañana, lo que quieras, pero mira como ando con tanta gente ―me contestó con actitud gerencial, apremiada. Era cierto, ella, anfitriona en su casa, sospecho que resolvía muchos de los problemas que pueden tener o inventar sesenta huéspedes confianzudos.
―Es urgente.
―Mañana.
―Por favor. Por lo menos ven conmigo, quiero que veas algo.
―Ay, Federico, pero bueno; a ver pues, vamos. Discúlpenme un momentito, ¿sí? ―Se despidió. Y fuimos. La llevé con los chicos que viera fumando mariguana. En el camino le pregunté:
―¿Tú sabes qué es mariguana?
―Sí, claro ―contestó con una naturalidad que casi me desconcertaba. “Estoy lejos de los jóvenes, no los entiendo. Pero también estoy lejos de mi hija”, pensé. Ante el grupo en flagrancia le dije: ―Ellos fuman mariguana. En este momento.
―Mm... bueno, mira, Federico. ―Entonces se me acercó un joven enorme, moreno, grueso, con cabeza rapada pero con barbas y sin bigotes y unos ojos salvajes y oscuros. Traía en la mano un enorme cigarro (era de mariguana). Me echó el brazo al hombro y casi afectuosamente me acercó a él hasta que los rostros quedaron muy juntos. Mi hija miraba y sentí que no le parecía mal. El tremendo mozalbete me dijo:
―¿Qué onda, güey, quieres un jale? A ver, llégale, cabrón. ―Y me puso el cigarro de mariguana encendido en los labios.
―Pe pe pe pe pe pero yo... güeycabrón, yo no, cabrongüey, nunca...
―Jálale, hombre; total qué... ―Le di una pequeña fumada. Al darle el golpe me hizo toser. Haciendo un esfuerzo descomunal después de una segunda pitada, acumulé serenidad y dije con la mayor entereza que me fue posible:
―¡Pero la mariguana es droga! ―Fue uno de esos momentos que parecen preparados. De esos instantes en que ocurren acciones que si las hubiésemos dispuesto con gran detalle jamás pasan como queremos, pero en tales momentos hay coincidencias prodigiosas. Cuando dije, hablando casi estentóreamente, que la mariguana era droga llegó quizá el primer momento de relativo silencio, incluso de pausa musical en la fiesta. Creo que todos oyeron y muchos dirigieron su vista hacia quien había dicho eso, que la mariguana es droga. Me miraron por un momento interminable. El grandulón rapado me soltó.
Y estallaron en la más brutal y escandalosa carcajada que jamás he oído en mi vida. Todos reían con un alboroto como gresca, carcajeaban como a gritos, había quien lloraba de risa, algunos se tiraron al suelo carcajeando. Julia sonreía tranquilizadoramente, con benevolencia. Si ella no hubiera actuado así, en ese momento sentí que hubiera podido volverme loco. Aquellos seres que me parecían de otro planeta reían bestialmente de algo que yo había dicho, me señalaban y decían “este pendejo dice que es droga” y se derrumbaban de risa, “el güey dice que la mariguana es una droga” y al terminar la frase carcajeaban como si fueran a morir de risa, fatigados de reír, llorando de reír. Julia me dijo con discreción:
―Ven, papá... Vámonos...
―Oye, pero sí es droga...
―Sí, papá, pero... qué te parece si mañana hablamos con calma.
―Está bien. Pero, bueno, de cualquier manera me gustaría estar un rato más en la fiesta.
―Yo diría que mejor no. Súbete y duérmete. En un rato más termina. Por favor. ―Y me llevó con su mejor actitud hasta la recámara que comparto con su mamá. Me dejó en la puerta. Entré. Estaba oscuro. Andrea dormía. Aunque sé que tiene el sueño pesado, no quería despertarla, con aquel escándalo le sería difícil reconciliar el sueño. Ella estaría en su lado de la cama, supuse, me fui al mío. Al sentarme en la cama noté que había alguien. Ya me invadió, pensé. Me fui al otro lado de la cama y ¡ahí también había un cuerpo!
―Andrea, ¿¡quién está aquí?! ―Le dije al tiempo que encendía una lámpara. Despertó como borracha y dijo algo como qué qué pasa–. ¿¡Quién está durmiendo contigo!?― Saltó de la cama.
―Pues tú duermes conmigo, Federico. ¿Conmigo? ¡Ay, no me asustes Federico! ―Encendimos la luz.
―Es un hombre, Andrea. Exijo que me expliques ¿quién es este hombre? ―Lo examinamos. Era un estudiante despiadadamente embriagado. Me calmé un poco―. ¿Por qué está este mozalbete contigo en mi cama? ―Andrea no supo controlarse. Salió en piyama, corriendo semidesnuda.
―¡Julia, Julia, hay un borracho en mi cama! ¡Julia, por el amor de Dios, se metió un borracho a mi recámara! ―Subió Julia con un grupo pequeño de jóvenes, hombres y mujeres. Era el muchacho que se había emborrachado desde el principio de la fiesta. Intentaron despertarlo. Era inútil. Lo bajaron cargando y lo echaron en un sillón. No despertó. Nos tranquilizaron, nos prometieron que no ocurriría de nuevo. Nos acostamos, pero no podíamos dormir. Actuábamos como si tuviéramos miedo. Oíamos la alharaca con más detalle que nunca. Gritos, carcajadas, música, zapatazos de que algunos bailaban. Estuvimos conversando.
―Parece que se divierten mucho ―dijo Andrea.
―Sí, pero creo que están cometiendo excesos.
―Son jóvenes, acuérdate cómo éramos nosotros.
―Yo nunca me fui a dormir en la cama de los anfitriones, ni recuerdo que lo hicieran mis amigos. ―No quise, para no alarmarla, mencionarle lo de la mariguana―. ¿A qué horas irá a terminar?
―Voy a asomarme. ―Se levantó. Abrió la puerta. Estuvo mirando un largo rato sin decir nada. Regresó y estaba perturbada, temblorosa, creí que quería reír o llorar―, tienes razón; estos muchachos... estos muchachos.
―¿Qué viste, Andrea? ―Y me levanté. Temía que se hubiera dado cuenta que en nuestra casa estaban fumando mariguana. Abrí la puerta. Lo que vi me dejó sin habla. A escasos dos metros de nuestra recámara, sobre el piso vil del pasillo, dos cuerpos desnudos, entrelazados, se ondulaban como serpientes ávidas, se unían y se separaban con voracidad animal. ¡Hacían sexo en el suelo, en público! Andrea estaba junto de mí, aquéllos se mordían, se chupaban, se penetraban jadeando bestialmente.
―¿Qué es esto! ¿Qué está pasando, Andrea?
―Federico, vamos a calmarnos, no nos alarmemos. Son jóvenes.
―Vamos a ver qué está pasando en nuestra casa, por lo menos. ―Se echó ropa encima y bajamos. Vi como algunos llegaron a pasar junto a los que ejercían, en el suelo, el deporte favorito de los seres vivos y los miraban un poco, se reían casi con burla pero se retiraban como si nada. Los ejecutantes de aquel coito animalesco a veces llegaban a fijarse que alguien pasaba junto a ellos, encima de ellos, a veces ni siquiera se fijaban, concentrados en su actividad, el mundo no les importaba. Pensé que gozaban de un placer tan bestial que ni siquiera les importaba parecer bestias fornicando públicamente. En el fondo los admiré. Les tuve envidia. Quizás yo hubiera querido hacer eso hace muchos años. En la sala seguían bebiendo, conversando, bailando, fumando mariguana. La gran mayoría estaban mucho más borrachos de lo que nadie puede recomendar. Casi ninguno conservaba la compostura, gritaban, ya no sólo de júbilo, ahora lo hacían sin motivo, sobreexcitados, enfervorecidos, enrojecidos por el alcohol. Había menos gente o estaba mejor repartida por toda la casa. En las orillas de la sala, derrumbados, vi al menos a cuatro jóvenes tan embriagados como el que sacaron de nuestra recámara. No sé si por el cambio de actitud con que ahora los miraba, todo me parecía peor; además la gran mayoría estaban borrachos. Creo que hasta la iluminación me parecía sórdida.
Una joven con cara de estar ya muy cerca de la bárbara borrachera nos dijo:
―¿Qué pasó, güey? Van llegando bien tarde a la fiesta. Chínguense unos alcoholes para que se pongan a tono. También hay mota, hay coca, hay de todo. Todo el mundo ya anda hasta su madre y ustedes así no se van a divertir.
―Gracias, sí, ahorita... ―le dijo Andrea.
―Órale, güey, no hay pedo.
En mi estudio no nos asombró que hubiera al menos dos parejas fornicando con un entusiasmo idéntico al de los que lo hacían arriba. No dudo que se hayan intercambiado. De plano tuve ganas de quedarme a verlos. A verlos, por lo menos. Estaba alarmado, pero también estaba excitado, o me estaba haciendo efecto el par de fumadas de mariguana que di. En la cocina, unos ocho, entre hombres y mujeres saqueaban el refrigerador, comían con avidez de alimañas matreras. Nos miraron cínicos y hasta nos invitaron nuestra comida manoseada. En el baño de abajo, un muchacho tocaba a la puerta, obvia víctima de la urgencia fisiológica, luego, desanimado; se fue.
―No dejan entrar. ―Nos dijo al pasar junto, quizá pensando que también queríamos entrar a satisfacer necesidades―. Hay que ir a mear al jardín. Ahí no se puede, están cogiendo, güey, no manches.
―Gracias, güey cabrón. ―De pronto tuve una pregunta obvia―: Julia, ¿dónde está Julia? ―Me alarmé al no haberla visto en el recorrido. Encontramos a Oriana, le pregunté. Me dijo que Julia ya se había ido a dormir, que ya eran las tres de la mañana. Fuimos a su cuarto. Era cierto. Le tocamos y contestó, no necesitábamos más ¿Estaría acompañada? No quisimos enterarnos.
Nos fuimos a intentar el sueño. Fue inútil. Dormitamos lapsos minúsculos, entre accesos breves e irritantes de malsueño, saltos de susto, sugerencias mías (descartadas por ella) de llamar a la policía para que los expulsara y sugerencias de ella (descartadas por mí) de bajar a decirles “en buenísima onda” que ya se fueran. No pude imaginarme diciéndoles “Oye, cabrongüeypendejo, ya váyanse de mi casa”. A eso de las siete y media de la mañana, fatigados y sedientos, ojerosos, de pésimo humor, lamentable aspecto y halitosis galopante decidimos bajar a ver qué había sido de la fiesta.
Nunca he visto un campo de batalla después de la acción, ni siquiera creo poder imaginarlo. Lo que vimos era igual o peor. Un grupo de ocho, cuatro hombres, cuatro mujeres, estaban sentados, unos en el suelo, otros en un recoveco que sobraba del sillón ocupado por algún borracho que pareciera muerto, alrededor del centro estaban como supervivientes, demacrados, somnolientos, con la boca seca, despeinados, brillantes de sudor ya seco, con los labios húmedos y rojos como a punto de sangrar y los ojos fatigados; seguían charlando, bebiendo o simulaban beber pues noté que más bien mojaban los labios para quitarse la sed. Sonreían flojamente, con procacidad, aletargados por la fatiga y el sueño, enronquecidos de tanto fumar, se movían con parsimonia, como inseguros, machacados por el ejercicio del baile, la falta de sueño, la fatiga y la inundación de alcohol en sus cuerpos, casi como agonizantes, parecían tránsfugas del infierno. No muy cerca de ellos, pero no tan lejos había un hedoroso charco ya casi reseco, repugnante, de basca. Había muchachos sentados, no dormidos sino inconscientes, como cadáveres, recargados en las paredes, alcoholizados de manera suicida. Otros ni siquiera alcanzaron a apoyarse en la pared, estaban diseminados por cualquier sitio, desamparados en el sueño negro de la atroz briaga buscada; y encontrada, como en estado de coma. Varias parejas dormían en inconsciente abrazo, tiradas en cualquier rincón, algunos estaban casi desnudos. Era fácil distinguir a los que habían practicado el fornicio. Había un hedor en el que imperaba el alcohol agrio, semidigerido y vomitado, pero que se atenuaba al mezclarse con el tufo tabaquista y también se distinguía un fuerte hálito mariguano. Era el infierno.
Sexo, droga y rocanrol cantaba una rola clandestina de nuestra juventud. Aquí se habían potenciado, libertinaje y promiscuidad, alcoholismo y drogadicción, gritos, música y furia. Pensé que esto estaba muy lejos de lo que habíamos soñado en los años gloriosos del movimiento hippie. Recordé que nosotros llegamos a consumir drogas para abrir la consciencia y buscar la iluminación o al menos eso creía; hacíamos el amor libremente para negar aquella sociedad prohibitiva, rigurosa e intolerante, también para oponernos a la violencia; surgió una música que respondió a su momento histórico, cambió al mundo y se opuso al poder. Teníamos ideales inalcanzables que llenaban nuestra vida, el comunismo, la libertad, la paz y el amor. En estos muchachos sólo había visto aburrimiento, desesperanza, negligencia y desinterés, ignorancia y abulia, ningún ideal y mucha desesperación. Las drogas, legales o no, ya no son búsqueda sino escape, fuga enloquecida; la música no tiene crítica o sentido social, sólo ansias de placer o desesperanza. O intentos de escándalo.
¿Qué va a ser de ellos si no les interesa nada? ¿Cómo será su mundo cuando sean viejos calvos de cuarenta y ocho años? ¿Qué será del mundo? ¿Qué será de mi niña, de Julia? Muchos se condenarán. ¿Qué va a pasar? ¿Hasta dónde van a llegar? ¿Hay límites? ¿Cuáles son? Con pensamientos tan ruinosos fui despidiéndolos poco a poco.
―Ps luego la vemos, carnal. No mames, güey, qué peda agarraste. Te andabas basqueando por todos lados. Oye y ¿cogiste por lo menos?
―Sí, cabróncarnalpendejogüey, como cuatro veces.
―Puta, ps qué chingón. No, güey, yo nomás me empedé a lo bestia.
―Ahi nos vemos, cabrón. Qué pinche cara traes, güey; has de tener una cruda bestial. Chíngate un alcohol y vuélvete a dormir, ya no andes así, pendejo, te ves de la chingada. Hasta daño te va a hacer.
―Sí, pendejocarnal, me la voy a curar la cruda, cabrón pendejo... ―Así despedí a los que mostraron la cortesía de decir adiós. La mayoría se levantaron demacrados, ridículos, desamparados, patéticos, aturdidos, sedientos, todavía borrachos y se fueron sin más fórmula.
Más allá del mediodía se habían ido todos. Fui a comprar comida para desayunar porque habían agotado las reservas del refrigerador. Andrea y Julia bajaron muy tarde. En compañía de ellas examiné mi casa. Había exactamente treinta y cuatro quemaduras de cigarro en la alfombra y en brazos y asientos de los sillones. Encontré siete residuos de vómito sólo en la sala. Aparecieron veintitrés condones usados. Pude contar hasta quince colillas de cigarros de mariguana. En un plato, en la mesa del desayunador de la cocina, había residuos de polvo blanco, junto estaba un vaso con un popote, otro con una vela agotada y, cerca, una navaja de afeitar. ¿Cocaína? Espero que no. Encontré siete prendas íntimas, dos calzoncillos minúsculos o más bien tiras de tela que se atreven a usar como calzones, tres brasieres y también calzones de hombre. Los olvidaron, faltaba más. Cuando bajaron Andrea y Julia estaban asombradas, furiosa mi mujer, apenada mi hija; pero ambas asustadas por el aspecto de devastación de nuestra casa. Estuvimos haciendo el recuento y recogiendo un poco los residuos de la catástrofe. Nos sentamos a comer bocadillos improvisados, teníamos enfrente una ingente faena. Andrea fue por salsa a la cocina. Gritó:
―¡Un muerto! Hay un muerto en la cocina. ¡Federico, Julia, un muerto! ¡Auxilio! ―Pensé: “tenía que ocurrir. Es que ha sido demasiado”. Fuimos a la cocina. Había un cuerpo debajo de los taburetes del desayunador. Moví los muebles. Tendría que llamar a la policía. Estábamos en un lío espantoso. Lo vi, parecía indudable que estaba muerto.
―No lo muevas, nos vamos a meter en más problemas ―dijo Julia―. Hay que hablar al ministerio público. ¿Quién será? ―Cuidadosamente tomé el rostro del cadáver y lo volví. Cuando lo tenía de frente abrió los ojos con suavidad, me miró y dijo:
―No mames, güey, qué peda... ―Entre el terror y la sorpresa no sé por qué no gritamos. Se levantó. Pasmados lo vimos en silencio, como si hubiera resucitado de entre los muertos ante nuestros ojos. Se estiró como perro. Bostezó, pidió cigarros. Nos dijo cosas que no atendimos ni entendimos. Bebió tres vasos de agua de la llave y se largó. Bendito sea Dios. Nos quedamos sentados, exhaustos, en la sala. Ya había sido demasiado. Yo quería llorar.
De pronto bajó de la zona de recámaras de mi casa un mozalbete muy sonriente, fresco (recién bañado) y cínico como son ellos ahora. Me desconcertó, pero en un instante entendí. Y tuve una tumultuosa explosión de sentimientos:
―Julia, ¿quién es este imbécil? ¿Por qué viene de...?
―¿Qué onda, güey? ¿Por qué estás tan emputado?
―No soy emputado, no soy puto, pedazo de imbécil.
―Vete, por favor, ¿sí? ―le dijo Julia apresuradamente―. Papá, te lo quería presentar, pero...
―Voy por la pistola, ¿quién es este estúpido?
―Oye, Federico, no tenemos pistola. ―Dijo Andrea con un tono de fastidio insoportable. El barbaján se fue con la mayor rapidez. Nunca me hubiera imaginado que mi niña... Tuve que meditarlo y sufrir. Debí pensar que ya hace años que es una mujer, aunque sólo tenga diecinueve.
Tardamos semanas en reparar los estropicios de la fiesta, en vencer el olor a orina en el jardín. Julia y yo nos reconciliamos, aunque nos tomó también semanas. Llegó el día en que, por fin, la casa parecía otra vez normal. Pero en la cocina había una pestilencia fuerte, repugnante, irreconocible y que no se quitaba por más que el área fue lavada y desinfectada en repetidas ocasiones y teníamos la impresión de que olía cada vez más fuerte y más podrido.
Un día buscaba, entre la peste, herramientas para arreglar el jardín. Abrí una gaveta que está debajo del fregadero. Saqué una cubeta que contenía un líquido amarillento, ya casi café, con masas fúngicas multicolores en formación incontenibles en las orillas, hasta tres cuartas partes de su capacidad de un líquido pestilente hasta lo insufrible. Recordé a los saqueadores del refrigerador, el baño que, durante la fiesta, siempre estuvo ocupado en actividades distintas a su finalidad. Casi a punto de vomitar fui a depositarlo en el excusado. Era el último recuerdo de la fiesta.

No hay comentarios: