La
gran cagarruta
Pterocles
Arenarius
A
las once y pico de la noche del once de diciembre estaba tan borracho
que me fui caminando y meando —para no hacer charco— desde el
metro Balbuena hasta la calle José Rivera (unos doscientos metros).
Mi vejiga venía sufriendo un íntimo malestar: ¡estaba próxima al
estallido! Ya no me era posible ni apretar las nalgas. Expuse mi más
querido instrumento a la intemperie y, avanzando, meé con singular
alegría e insuficiente precaución para no mojarme los zapatos, el
alivio era sublime (“La meada sagrada…, pues descansa el alma”).
Caminaba y meaba. Caminaba y meaba. Acto muy simple que provoca gran
felicidad. En plena calle, en la noche oscura, fresca, bajo el
firmamento tachonado de estrellas. Otro sujeto ebrio, al ver la
prolongadísima trayectoria meatoria me dijo mientras me rebasaba
“Áhilallevas-áhilallevas”. Le sonreí como un gran borracho: lo
más cínicamente posible y mostrándole el pulgar erecto. Me
respondió con la palma de la mano y una sonrisa tan depravada como
la mía.
Bukowski, gran bebedor. Gran escritor. |
Llegué
trastabillante a la avenida Iztaccíhuatl, nombre náhuatl (mujer
blanca) del volcán, ya inactivo, eternamente nevado que tiene la
apetecible forma de mujer desnuda en decúbito supino. Decidí tomar
un descanso y mitigar la sorpresa de mirar a los miles y miles de
peregrinos que todos los años pasan caminando por tal avenida
durante unas treinta y seis horas sin tregua —ya ni me acordaba de
que los once de diciembre siempre pasan—, obstruyendo cuanto existe
de obstruíble en los veinte o treinta o cien o más kilómetros de
sus diversos caminos, porque vienen desde todos los pueblos de los
estados de México, Puebla, Hidalgo, Morelos y otros. Por
Iztaccíhuatl —por su gran camellón de tepetate con zonas
jardinadas y cientos de árboles— caminan luego de doce o más
horas de viaje. Su paso es devoto y… devastador (como Atila, El
azote de Dios, bajo
cuya pisada ni la hierba crecía), pues son más de ¡seis millones!
Cada año casi acaban con el pasto y las flores del camellón.
Señalan su camino con toneladas de basura que abandonan en el suelo
con toda naturalidad mientras avanzan a cumplir con la sublime
devoción de adorar a la Virgencita y, lo más importante, dejar
cientos de millones de pesos (¡la gente más pobre de México!) a
los gordos jerarcas de la iglesia esa cuyos sacerdotes se cogen a los
niños.
Llegan, en dos días, 6 millones a la Basílica. |
(La
Madre de Dios debe tener algún problema de autoestima para descender
a esta Tierra sin redención a pedir a un indio sin nombre cristiano
que quería una ermita donde la adorara la indiada. ¡La Madre de
Jesucristo Vencedor!, hijo unigénito del Dios Padre Todopoderoso,
creador de cielos, Tierra y océanos y todo el puto universo con sus
noventa y tres mil millones de años luz de diámetro, necesita ser
adorada por unos indios que apenas habían estado a punto de ser
eliminados de este planeta por los españoles. Es raro que gente tan
abandonada y paupérrima haya recibido tal mensaje de la madre de
Dios. Pero, ¿por qué no?
El indio y la madre del creador de todo el universo |
(¿Y
por qué sólo indios mexicanos —hoy
unos diez millones de los siete mil millones que vivimos en la
Tierra, de entre todo el género humano?, ¿los habitantes de un más
bien pinche planetilla perdido en un extremo de una vulgar galaxia de
las cien mil millones que, dicen, hay en el tal universo reciban
semejante atención? Pero en fin).
Es
estúpido. Es una idea católica simplemente examinada por un
borracho que pasó por la prepa. Cada año hay accidentes entre los
que vienen en carcachas que se vuelcan o se desbarrancan,
atropellamientos —de los que llegan a pie o en bicicleta— más
los que caminan de rodillas el kilómetro y medio desde la glorieta
de Peralvillo hasta la Basílica. Los peregrinos cagan y mean a la
vera del camino si no encuentran a buen tiempo las casetas que a cada
dos o tres kilómetros les pone el Gobierno para que en su caminar
tan lleno de fe no dejen a la vista su cagarruta (su ruta de caca,
pues). Todo para cumplir con la anual veneración de la virgencita de
Guadalumpen (sic, no es errata).
El México pobre. El México profundo. |
Me
tiré a descansar. Los peregrinos pasaban. La gente de la colonia
Moctezuma se organiza y les lleva comida y café a los heroicos
peregrinos guadalúmpenes. Descubrí cerca a una familia durmiendo
bajo un árbol, enredados en una miserable cobija y acurrucados todos
contra todos procurándose calor.
—Oye,
güey, ¿ahí se van a dormir? —le dije al papá que me miraba
tiritando.
—Sí,
pos no hay dinero pa’l hotel. Qué se le hace.
—Mira,
cabrón, me voy a quedar un rato a que se me baje la peda. Luego iré
por otro alcohol para la cruda… Toma las llaves de mi casa y
cáiganle ahí. Nada más vete por esta calle hasta que encuentres el
doscientos diecisiete y, mira, con ésta, abres la puerta de la
calle. Te metes, buscas el cinco y abres con esta otra. No mames,
hasta se te van a enfermar tus chamaquitos. —Era un indígena
cuarentón, morenazo, de ingenua catadura y aspecto de albañil y/o
campesino.
—No,
señor, aquí nos dormimos. Ya es como medianoche, a eso de las
cuatro ya nos vamos pa’nuestro pueblo. Muchas gracias, pero mejor
aquí nos quedamos.
—¿Y
desde dónde vienen? ¿Ya fueron a la Basílica?
—Venimos
desde Tlapanaloya, por Jilotzingo…, cerca de Huehuetoca.
—Pa’
su madre. Sabrá Dios. ¿Cuántos kilómetros?
—Serán
unos sesenta. Ya fuimos a ver a la madrecita… y vamos de regreso.
—¿También
caminando?
—Pos
sí, el camión está muy caro y somos de a tiro cinco…
—Váyanse
a dormir un rato a mi casa…
—No,
mi jefe, gracias. Na’más descansamos un rato y ya nos vamos.
—¿Cómo
te llamas?
—Espiridión
Manrique.
—Bueno,
Espiridión, ¿y se divirtieron de venir hasta acá a ver a la
madrecita?
—Sí,
nos gusta venir. Pero estamos bien cansados, ya traemos las patas
hinchadas y mi vieja no puede caminar porque se fue de rodillas desde
la glorieta.
—Oye,
y si no es divertido ni se ganan un billete ¿para qué…?
—No,
pos pa’darle gracias a la Virgencita de tantas cosas que nos ha
dado.
—Ah,
cabrón, ¿le vienen a dar las gracias de tantas desgracias?, a
ustedes les va de la chingada, amigo
—se me quedó viendo feo el cabrón. No le habrá gustado mi
pregunta.
—La
Virgencita nos ha dado todo…
—Ya
entendí. Pinche Virgencita hija de la chingada, qué chinga les ha
dado. —Peló los ojos e hizo gestos como si fuera a llorar.
—No
me digas eso, señor, porque vo’a tener que partirle su madre.
—Tranquilo,
cabrón, yo nada más te digo lo que veo.
—Pero
a la Virgencita no la tienes que ofender, señor. Porque yo sí te
parto tu madre. A la Virgencita nadie le falta al respeto.
—Pérate,
carnal, tú dijiste que la Virgencita les da todo. A ustedes les han
dado pura miseria, no mames, te duermes en la calle con tus hijos y
les das de comer lo que te regalan estos cabrones. ¿Eso les da la
Virgencita? ¿Puras chingaderas? —Se me viene encima echándome las
manos al cuello para ahorcarme. Empezamos a forcejear.
—No
faltes al respeto a la Virgen, hijo de la chingada. Si no crees,
respeta.
—Pos
respeto, pero a ustedes se los está llevando la chingada. —La
gente se arrimó a ver qué pasaba. Pronto se dieron cuenta.
—Este
borracho está ofendiendo a la Virgencita. —Dijo una vieja gorda.
—Hay
que darle en su madre al cabrón… —opinó un indio sesentón.
—Hay
que quemarlo al hijo de la chingada… —se atrevió a invitar otra
mujer.
—Además
de briago trai al vivo diablo adentro. Cómo se atreve a ofender a la
madre de Dios. —Dijo a gritos otra vieja. Me agarraron y me
levantaron en peso.
—Yo
digo que hay que quemarlo, para que se le quite. —Insistió la
misma mujer y me llevaron a un árbol. Dios sabe de dónde salió un
mecate y pronto estaba amarrado al tronco. Un indio me jalaba de los
cabellos y me abofeteaba.
—¿¡Por
qué ofende, cabrón, por qué no respeta!? —Alguien dijo:
—Consigan
un litro de gasolina. Lo prendemos y nos vamos, no nos vaya a agarrar
la policía.
Con don Regino Burrón |
—No
sean pendejos, no me vayan a quemar porque los están viendo, hay
cámaras por todas partes y acá la policía es bien cabrona contra
los indios.
—Míralo,
y además nos ofendes.
—¡Pues
suéltenme cabrones!, ¡¿no saben que la pinche Virgencita nunca se
apareció?! ¡¿A poco no saben que es española y hasta su nombre no
es ni siquiera español, sino árabe porque la inventaron para
ellos?! ¡Juan Diego nunca existió! ¡La iglesia inventó a la
Virgen para engañarlos! ¡El gobierno los quiere apendejados con la
guadalupana y la televisión para que no molesten! ¡Es más, Dios no
existe…!
—¡Cállate,
con una chingada! ’Orita viene la gasolina, cabrón. —Pero no
llegó la gasolina sino Espiridión, traía con él a dos policías.
Los que querían quemarme se esfumaron entre la caravana de
peregrinos en cuanto vieron los uniformes azules.
—Es
que ya querían quemarlo —les informó Espiridión— porque está
diciendo puras barbaridades de la Virgencita. Es buena gente, pero
está borracho, mejor llévenselo a la cárcel porque si no lo van a
matar los peregrinos. —Me desataron.
—¿Y
qué les estabas diciendo? —preguntó un uniformado.
—Nada
más que la Virgencita sirve para una chingada. —Espiridión y los
policías me examinaron como a un espécimen extraño. Se miraron y
decidieron:
—Sí,
hay que encerrarlo, para que se le quite lo hocicón. —Dijo un
policía.
—Es
lo mejor, ¿no?, para que ya se ponga tranquilo. —Consideró
Espiridión con gesto de sabiduría. Luego me subieron a la patrulla
empujándome por la nuca. Poco después me soltaron. La blasfemia,
por fortuna, ya no es delito aquí en México, ni siquiera falta
administrativa, como sí lo es mear en vía pública, pero de la
larga meada sagrada nadie sabía.
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