Coatlicue y el blues (Demoníaca
íntima)
Pterocles
Arenarius
Escribir
ya en sí mismo es una forma de libertad, que aun sin papel ni pluma, nadie nos
podrá arrebatar de la cabeza, (…)
José Revueltas
Después
de tres semanas de que la anunciara, Noemí Luna, la heroica editora de Eterno Femenino, me avisa en un mensaje
“Confirmo presentación (del libro) Demoníaca,
sábado (17, a las) 7 de la noche. Dime quiénes serán tus presentadores, urge.
(El acto será) A tres calles (de la estación del tren ligero) Xotepingo.
(Calle) Museo esquina con División del Norte”.
Así
trabaja ella. Así, ha dicho reiteradamente, nació la editorial Eterno Femenino: “Planeamos publicar
sólo dos libros, uno mío y uno de Juan Pablo (García Vallejo); luego hubo
amigos que al ver ejemplares de nuestros libros, nos dijeron ‘publícame mi
libro’. Y así fueron acercándose poetas y narradores, ensayistas y hasta
historiadores. Hasta ahorita hemos publicado sesenta y un títulos. Miles de ejemplares”.
Mi
Demoníaca es un libro hermoso: en la
portada tiene una alucinante y abigarrada imagen, una obra plástica del artista
Iván Villaseñor —además profesor de pintura en la escuela de artes plásticas La Esmeralda—, un círculo que no un
cuadro, llamado Coatlicue frente a la
decadencia de occidente; obra abigarrada, alucinante, cachonda, burlesca,
enigmática, mitológica, actualísima y esplendorosamente soberbia. La obra de un
gran artista.
Coatlicue… tiene puntos de contacto con la
novela Demoníaca (Historia de una maldita
perra). De entrada, para ciertas mentalidades, para ciertas instituciones,
casi todo placer corporal, ciertas ideas, algunas preguntas, algunas formas de
actuar que de ninguna manera transgreden la ley civil y hasta algunas maneras
de pensar que no sean coherentes con los dogmas que pretenden aquellos poderes
autonombrados espirituales (la iglesia católica), son demoníacas.
Coatlicue,
la formidable (y portentosa) obra de arte prehispánico azteca, fue sepultada
cuando un aterrado clérigo español por primera vez la tuvo ante sus ojos. La
monstruosa fuerza, la visión ultraterrena, el horror metafísico que la
Coatlicue, sin duda, comunica, obligaron a aquel anónimo sacerdote a admitir
que la contemplación de lo divino es insoportable. Esos bárbaros que quemaron
miles de códices, esculturas, templos, obras pictóricas y perpetraron un
genocidio histórico planetario, se acobardaron ante la sublime monstruosidad de
la Coatlicue. Y la declararon imagen del demonio.
En el siglo XVIII, Alexander
Von Humbolt, el erudito, el hombre prototípico del siglo de las luces, en su
paso por México, pidió al virrey Iturrigaray que le permitiera mirar esa
obra, acuciado por la curiosidad de cómo sería una imagen de Satanás, según
escribiera el oscuro canónigo español, por supuesto Humbolt había leído todo en
el XVIII. La desenterraron, se la hicieron ver al sabio alemán y… volvieron a
enterrarla. Para nuestra fortuna. En 1917, según reza una placa colocada en el
suelo, en el cruce de los caminos (donde se invoca al Diablo) de las calles
Corregidora y Pino Suárez, entrandito al Zócalo, se encontró una vez más a la
horrendamente sublime, la espantosamente bella Coatlicue. Y la recuperaron. Hoy
podemos verla en nuestro Museo Nacional de Antropología e Historia de Chapultepec.
Coatlicue es demoníaca, como aterrorizada e intuitiva aunque certeramente la
designaron los españoles.
Una
dignísima reminiscencia de la histórica Coatlicue es la que “en chaquirón y luces leds sobre madera,
1.70m” pergeñó Iván Villaseñor, quien generosamente me permitió usarla como
motivo principal de la portada de mi novela.
Estoy
complacido con la novela. Voy al Café Cultural, sito en la avenida División del
Norte, casi esquina con Museo. Hay tres parroquianos, dos muchachas tomaban
café y sostenían una conversación tan intensa como duelo de cantidad de
palabras por segundo. También estaba un hombre que leía despreocupado. Además
estaba “nuestra gente”, Noemí, su hermana, que, por sistema subsidia la
aventura editorial de Eterno Femenino,
Pablo García Vallejo, historiador de la mariguana en México y uno de los más
activos , notables y conocedores del tema de la legalización del consumo de
este vegetal con fines recreativos en México.
El
hombre que bebía café sin dejar de leer, se marchó cuando Noemí transitaba por
la mitad de su panegírico en honor de Demoníaca
y con ello del mío propio. Tan agradecible. Luego Guadalupe Méndez, leyó una
reseña descriptiva de la Historia de una
maldita perra, subtítulo de la susodicha novela. Para entonces —ante tan
íntimo y magro auditorio— aparecieron dos hombres, ambos un poquito excedidos
de la edad madura, los dos de larguísima melena y uno de ellos encanecido hasta
un verdadero tono rubio platinado, era Jesús Téllez. Oyeron dos capítulos de Demoníaca y aplaudieron con un
entusiasmo que me hizo sentir con ganas de besarlos. Luego me enteré que Téllez
es un formidable blusero, lo que pude comprobar cuando saltó a la palestra
armado de su guitarra y con ella entonó rolas tan entrañables como Manish boy y Stormy Monday, entre muchas más. Un músico extraordinario, finísimo
y al mismo tiempo visceral como exquisito tal como quiere el blues que sean sus
intérpretes. Éramos seis personas. Agreguemos a la dueña del café y otro
personaje, éste era un muchacho, Alberto de la Garza, moreno, recio y robusto,
barbado. Su aspecto es de universitario. Sube al pequeño escenario, toma la
guitarra de Jesús Téllez, le hace una afinación diferente y canta un blues
vibrando el cosmos. Tiene un vozarrón ensordecedor, le pega a la guitarra como
si la odiara cuando en realidad la adora, no de otra manera podría hacerla
llorar como lo hace. Es un extraordinario ejecutante. El blues es jefe, su
primitivo ritmo, su cachondería prehistórica, su origen de esclavos, su fe de
negros es, en efecto, música demoníaca, embrujante, simplísima pero en su ritmo
hipnótico late la fuerza bestial del sexo, sin duda ahí habita el espiritu del
diabólico (los católicos tomaron sus atributos para otorgárselos al diablo)
dios Pan, el del amor terreno, el real; aquel dios sin duda lo entonaba para enloquecer (y, como sabemos, luego
seducir, cogérselas, pues) a las ninfas, las dríadas, náyades y nereidas. Así
cantan y tocan Alberto y Jesús esa música de negros.
Cinco,
acaso seis personas hemos tenido el privilegio de acto tan grande de talento,
tan pequeño. Grandes artes se han manifestado ante unas cuantas personas, todas
demoníacas, desde la Coatlicue o la
decadencia de occidente, pasando por John Lee Hooker, Muddy Waters, BB
King, Albert King, Leroy James, Albert Jones y muchos más, blues, música de negros. Un acto íntimo que
muy bien hubiera gozado cualquier multitud. El despliegue de la inteligencia en
el ensayo de Guadalupe Méndez, la hazaña de buen gusto y conocimiento de Noemí
al diseñar la portada de Demoníaca,
la propia lectura de esta obra y el blues. Hemos tenido el privilegio del goce
de artistas superiores al alcance de la mano. Primera presentación de Demoníaca.
Afuera,
por cierto, la plebe atiborra el tren ligero luego de ir a embriagarse con
cerveza barata (encerrados como bueyes, vigilados y manoseados antes de entrar
por policías) en el Estadio Azteca con el pretexto de un partido del América.
Qué triste…, por ellos. Muchos pasaron de largo por donde se daba la verdadera
felicidad y el arte. Y luego alguien se pregunta por qué fuimos capaces de
permitir que el PRI se robara otra vez las elecciones.
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