miércoles, 13 de abril de 2011

LA TENTACIÓN DE CLAUDICAR



Por Jesús Silva-Herzog Márquez

Es imposible permanecer imperturbable frente a lo que ha dicho Javier Sicilia tras haber sufrido el dolor inimaginable. El escritor le da palabra al sufrimiento de miles en México que han llorado la muerte sin que nadie lo registre. Retratamos la muerte pero no el duelo. Fotografiamos la sangre del muerto pero no la lágrima del sobreviviente que sufre sabiendo que jamás encontrará alivio. La herida de hoy marcará a México durante décadas. Si México sobrevive, lo hará con un hueco enorme en el cuerpo. Si mañana dejara de fluir la sangre por nuestras calles, el país seguiría padeciendo los efectos de este lustro siniestro. Miles y miles de familias rotas, miles de viudas, miles de huérfanos. Miles de padres sin hijos. Desde el poder público se nos llama a una contemplación inhumana de la muerte: los cuerpos como trofeos de la política. Los católicos que nos gobiernan se promueven mostrando la muerte de los malos como testimonio de éxito. Mueren, luego avanzamos, nos dicen. El mismo presidente de la República ha festejado la defunción de seres humanos y no ha tardado un segundo para condenar fulminantemente a quienes han perdido la vida: pandilleros que encontraron en la muerte lo que se empeñaron en buscar.

Javier Sicilia nos llama a callar por un segundo y pensar en las vidas truncadas y en el país enfermo que habitamos. La muerte de un ser humano no puede ser nunca un trofeo para exhibición en el palacio de gobierno. Sicilia nos llama también a pensar el sentido de la política que será siempre, antes que una aplicación del poder, una forma de convivencia. Tal vez el Estado existe para transformar el dolor de las víctimas en justicia. Tal vez existe el Estado para escapar de la venganza -pero también del perdón. No concedemos permiso a la víctima para castigar a quien la ha lastimado porque sabemos que sería incapaz de encontrar la medida de la sanción. Unos multiplicarían el dolor recibido: mano por dedo, brazo por mano, cabeza por ojo. Otros absolverían benévolamente al infractor. Ambas respuestas prolongarían la violencia. Por eso el Estado ha de ser mesurado -pero implacable. Debe encontrar la justa medida, pero estar libre del soborno y la intimidación. La venganza impera en la selva; el perdón existirá en las alturas del cielo o en algún músculo del pecho. En la tierra podemos aspirar a la convivencia bajo la ley: advertencias claras y castigos firmes. Ni bestias ni beatos: ciudadanos.

Por ello no podemos aceptar la guerra, ni siquiera como metáfora. Si nos tragamos esa píldora estamos perdidos. Estaríamos imaginando combates, rendiciones, armisticios. Estaríamos esperando la llegada de un comandante salvador que no pierde el tiempo con pudores legales. El gobierno, en su afán épico, ha recurrido a ese vocabulario, a esa gramática, a esa historia -incluso a esa vestimenta. Los medios replican el himno de la guerra porque simplifica el mundo, porque es un atajo para la comprensión, porque nos instala en el dramatismo del cine. Ése es el universo del que tenemos que escapar. Ése es el lenguaje que debemos romper para llamar, simplemente, a la ley. Diré lo obvio: con tribunales, con parques, con escuelas, con guarderías, con trabajo -no con soldados- se ganará la paz en México. Desde luego, el poder público tendrá que enfrentar con los instrumentos de la coacción a quienes delinquen. Pero sólo se asienta el poder del Estado cuando su actuación es ejemplar, cuando la ley se aplica, cuando el crimen encuentra castigo indefectiblemente. Cuando las sociedades son espacios de convivencia y futuro el delito se arrincona. La misión del Estado mexicano en ese sentido es, antes que cualquier cosa, recuperarse. Más que recobrar territorios, el Estado debe fundar su eficacia. Sólo será un agente de la paz si logra mitigar la violencia; será cómplice de los violentos si (aun involuntariamente) la multiplica.

Renunciar a ley para ganar la paz es la tentación en la que no podemos caer. No creo en llamados al honor de los criminales. ¿Podemos esperar que delincan decentemente? Mucho menos creo en pactos con las mafias. La desesperación y el cinismo lo sugieren: pactemos con los criminales. A medida que la violencia se propaga, la propuesta gana simpatía. Pero, ¿quién sería el embajador plenipotenciario con el que se firmaría "la paz"? ¿Alguien podría creer en la palabra de los firmantes? Contratar con asesinos es pedir una soga tersa sobre nuestro cuello. Debemos exigir un cambio de estrategia gubernamental, un cambio de foco, mayor compromiso a los gobiernos locales; debemos reclamar resultados, exigir que se respeten los derechos humanos, pero no podemos ceder a la tentación de claudicar frente a los violentos.


Artículo publicado por el Periódico Reforma el lunes 11 de abril de 2011.

1 comentario:

Ranaculta dijo...

En esta ocasión, Jesús Silva Herzog Márquez ilumina lo que parecían sólo tinieblas.