miércoles, 15 de septiembre de 2010

Los libros me dieron la libertad que el oxígeno embotellado y los humidificadores me negaban


Ricardo García Muñoz en el Corredor Literario De Cervantes al Quijote
Jorge Olmos Fuentes
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"La infancia fue el terreno de encuentro con la lectura. Pasé una infancia sin otras ambiciones que ser centro delantero de los Pumas o corredor de cien metros planos, como Carl Lewis; pero una intermitente enfermedad me puso piedras en el camino. Cuando niño padecí asma y viví temporadas envuelto dentro de una cámara de oxígeno adaptada a una cama individual donde a cinco litros por minuto pasaba mi vida. Esto, claramente me hacía quedar fuera de las canchas de futbol y las pistas de atletismo de la deportiva Torres Landa. No era tan malo estar dentro de una cámara de oxígeno. En cierta ocasión llegó mi padre con las fábulas de Esopo y las introdujo en la cama. Firmó el libro, su nombre y la fecha. 1981. Una pequeña edición bolsillo de editorial Porrúa quedó varado a la espera de que abriera sus entrañas. Primero le di una ojeada como quien surfea en un mar embravecido. Había imágenes que de entrada me sirvieron para seleccionar la lectura. El lenguaje era por demás arcaico, y tuve que templarle las páginas a un diccionario. Allí encontré el sonido y la magia de las palabras como si un mago sacara de la chistera un conejo. Entonces la afición por leer al azar el diccionario me ha seguido desde entonces, como un vicio. Los libros me dieron la libertad que el oxígeno embotellado y los humidificadores me negaban."


A partir de esa visión que hace las veces de trasfondo, Ricardo García Muñoz, escritor, editor, comunicólogo, desenvolvió el relato de su experiencia con respecto a su Encuentro con los libros, la noche del martes en el Bagel-Cafetín, ubicado a la entrada del Callejón de Potrero, mero en el centro de Guanajuato. Invitado por el Instituto Estatal de la Cultura y el Museo Iconográfico del Quijote, como parte del programa Corredor Literario de Cervantes al Quijote, la sesión permitió conocer los orígenes de su profesión de fe como escritor, de sus intenciones como editor, y en general de su actitud ante la vida desde la creación literaria. Poco más de una hora duró la tertulia, cuya riqueza de vida y experiencia con las letras, ofreció un sinfín de estímulos para la evocación y la consideración del hombre ante su existencia. Por ese motivo entresacamos algunos de sus planteamientos, a este respecto significativos.

Ya en la preparatoria, un maestro de inglés me recomienda leer a Mario Vargas Llosa. Hay un momento, no sé si les ha pasado, pero muchos adolescentes siempre queremos ser militares. A mí me pasaba. Y me recomienda La ciudad y los perros. La leí y dije “nunca más ser soldado”. Entonces leo a Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros, y dije: “Ah, se vale hacer esto? ¿Se puede escribir así?”. Yo venía de una tradición de lectura muy clásica. Y de pronto: “esto es una maravilla. Y yo tengo problemas de comunicación y la única forma de resolverlos es que yo pueda escribir algo más relajado”. De alguna manera soy compulsivo, y comencé a comprarme todos los libros de Vargas Llosa, a irme a las bibliotecas a leer a Mario Vargas Llosa, y a estar persiguiendo como un depredador al autor. ¿Qué les puedo contar? Bueno, La tía Julia y el escribidor, yo creo que es una maravilla y es donde yo aprendí de radio. Comienza a ser un movimiento del destino o del azar que da otras posibilidades de encontrar otras cosas.


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Comienza a ver no sólo la historia, sino también la historia del escritor. Comencé a enamorarme de la biografía de diferentes autores, de la vida de lucha, de esfuerzo. Y dije: “Sí, yo tengo que ser escritor”. Pero yo era un escritor que me daba pena decirlo. Por esa gran admiración que les reverenciaba a esos grandes maestros. Entonces escribía mis libretas en la noche para mi… intimidad. A lo mejor eran textos lacrimógenos, totalmente llenos de cosas sofisticadas (porque en ese camino uno se confunde). Comencé a llenar libretas. Y decía “de veras que me esforcé tanto para un párrafo”. Y luego entonces me encontré en una aventura ya más en serio. Y me dije: “¿Qué se me hace que yo soy poeta. Podría ser más compacto en esto”. Bueno yo tenía esa pena de decir “escribo”, pero qué tanto será dar ese salto a que alguien me lea? Entonces encuentro que las promesas de mi orientadora vocacional, que yo tendría que estudiar comercio internacional estaban equivocadas. Ni tampoco iba a ser militar. Pero estaba llenando libretas. Y seguía leyendo. No he creído nunca que con leer uno va a escribir bien. Pero sí se da uno un quién vive con un montón de cosas que a uno le maravillan. Entonces dejé de leer nada más por la historia. Y empecé a leer para encontrar hallazgos, cosas que realmente me llenaran la cabeza de ideas. Así Cortazar comenzó a tener un sentido más de exploración: o sea, si yo pudiera hacer todo esto. Y entonces comencé a ver que el factor nalga era indispensable. No solamente reservarme media hora de las noches para terminar mi párrafo. Lo otro era de qué hablo. Por eso hoy comprendo que las novelas interesantes se hacen después de los treinta.


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A los diecisiete años intuía que una obra debía tener una estructura narrativa pero no sabía qué era una estructura narrativa. Yo seguía afanado en querer construir, y en mi afición por las palabras, mi afición por leer los diccionarios. Llegó a tal grado, que viajaba con mis padres y tomaba el directorio para leer, porque tenía que ver palabras. Y encontraba así cosas interesantes. Así llegué al cuarto o quinto semestre en la prepa y me dije: “Ya sé lo que no quiero. No quiero ser militar, no quiero estudiar comercio internacional, ni voy a ser corredor y ya estoy muy viejo para ser futbolista. Si quiero estudiar algo que me llené la cabeza de… ¡Me gusta leer!”. Bueno pues al bachillerato de humanidades. Yo me lancé a ese naufragio terrible, donde me ponen a leer El Muro de Sartre. Eso era una majadería. Por la mala traducción. Eran lectura maratónicas y había que hacer un reporte en una semana. Sin saber qué era un falangista, dónde se ubicaba… La educación oficial era así, terrible. Pero comencé a identificar a otras personas que estaban en el mismo canal que yo. Les gustaba leer, teníamos cosas afines, eran bien borrachos. Hasta que por fin. Alguien, un valiente que se llama Benjamín Cordero, entonces editor del periódico El Nacional aquí en Guanajuato. Era un valiente porque se atrevió a publicar algo que le presenté, sin mayor aspiración que lo leyera. Y me dijo “Lo publicamos”. Ese salto, gran salto, lo digo con toda honestidad, de ser un escritor de closet a verme impreso y publicado en un diario, bueno, yo decía: “De aquí a la eternidad”. Recuerdo que lo leí muchísimas veces. Y con esa misma obsesión de leer el diccionario comencé a pasar del primer párrafo, a extenderme. Pero había que pulir todo eso. Comencé a sentir que ya no era nomás un pasatiempo, sino que era ya toda una vida, toda una forma de vivir y tenía que dedicarme a vivir con toda la seriedad.


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Comencé a darle valor a que primero era el proyecto, la obra, y después la publicación. Hice un periódico que salió durante cinco números. Nada mal. Y ya envalentonado me metía estudiar comunicación. Y con esa valentía oso introducir una publicación en la entraña de esta ciudad, culta ciudad, que se titula Arengador. Entonces yo volaba por los 19 años. Fue algo extraño para quienes tenían otra idea. Y bueno, nadie apostaba por los jóvenes. No sé si hoy exista. Pero en los años noventa nadie apostaba por la literatura juvenil. Y vino una moda: la de las revistas alternativas. Y Arengador era una revista alternativa, y se vale todo. Era gratuito, no interesaba. Y comencé a buscar una sola cosa: que no entrara en los círculos oficiales, que no fuera publicado en Tertulia. Era la condición, tenían que ser chavos que estuvieran marginados, alternativos y que no interesara si sabían escribir o no. No se apoyaba entonces a los jóvenes muy jóvenes. Entonces conocí al maestro Juan Manuel Ramírez Palomares, que estaba en la SEG, y él los tiraba por las Casa del la Cultura, que no eran tantas, pero los enviaba por camiones Hacía un tiraje de dos mil ejemplares como mínimo. Yo llegaba con las revistas embaladas. Hubo cinco patrocinadores, y sacamos doce publicaciones. Cuatro años. Es decir, aguantó. Hasta que ya la quise hacer más fresa. Ése fue el problema. Valía porque era muy alternativa, papel periódico, mucho juego. Y cuando ya la quise poner así muy bonita, no funcionó. Qué fue lo que me dio: veo que antes me atrevía a hacer muchas que hoy no me atrevería, conocí a gente muy interesante, y autores vivos, maestros vivos, que ya no eran la letra muerta de la biografía, eran personajes como Juan Manuel Ramírez Palomares, Benjamín Valdivia, Hilda Anchondo. Comencé a ver ya muy en serio este tema. Hasta que hubo algo que me tocó el ego de una manera desagradable.


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Tenía veinte años. Hay un concurso en el Congreso del estado. Y se me ocurre participar, sin ánimo de ganar. Y no gané. Pero tuve una mención honorífica. Que era lo mismo que haber ganado. Era lo mismo pero sin premio. Y eso me cambió un montón. Hace daño a alguien tan joven tener un reconocimiento así. Recuerdo que me tomé la foto con los de la Asociación de Escritores, allí mismo en el Congreso, porque ya me sentía escritor. Yo estaba muy entusiasmado con esto. Y entonces vi el “Efrén Hernández”, cuando organizaba ese concurso la Universidad Iberoamericana. Y entonces me dije “ahora me voy a ganar este, porque ya hice un cuento”. Y un cuento de largo aliento, como quince cuartillas, que reescribí y reescribía. Ensoberbecido con todo este asunto, me repetía “Sí gano, sí gano. O quién más?”. Lo mando, y conté los días para el resultado. Llega el día, salgo temprano, voy por el periódico y busco el resultado. Esos resultados que salen como esquela de muerto. ¡Qué decepción! Me retiro, dejo esto, es injusto. No era cierto, mi cuento era muy mal. Después tuve que ser muy honesto. Y en ese momento me encuentro al maestro Agustín Cortés, en la Ibero. En ese momento yo estaba hasta pálido. Le platiqué. Me escuchó todo mi llanto. Me dijo: “Ricardo, los concursos son como la rueda de la fortuna. No te los tomes a pecho. No necesariamente vas a ganarlo. A lo mejor no cayó en la mesa. Los aventaron y el tuyo cayó al piso.” Eso fue en cierta forma la historia de mis principios como editor, como escritor y todo el esfuerzo que se tenía que hacer en este difícil mundo en que se tiene que buscar mucho más que el sustento. Se tienen que apostar el alma.


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