¿Celebración? ¿Festejo? ¿Conmemoración? Recuerdo en cualquiera de los casos. México y otras seis naciones latinoamericanos cumplen el bicentenario de su independencia. También se verifican cien años de la Revolución Mexicana. Grandes festejos se preparan en nuestro país pero la pregunta principal debe ser, ¿para que nos sirve recordar?
Para que no se nos olvide quines somos, dirán algunos, pero, ¿de verdad somos aquellos que fuimos? Por encima de la decisión oficial de hacer de este año fiesta nacional, se mantiene la posibilidad personal de optar por el tipo de remembranza que cada uno haremos de estas efemérides. ¿Qué tan válido es suponer que quien no sabe de donde viene no puede saber a donde va? Es innegable que somos entes de trayectoria pero el recuerdo obsesivo del pasado se puede convertir en un ancla que nos inmovilice, por más velas que despleguemos. Un nuevo rumbo puede tomarse independientemente del amarradero que hayamos dejado, lo que importa es el puerto de destino. El buen marino, aquel que sabe descifrar las condiciones del mar, puede dar un golpe de timón en cualquier momento. Si entramos en el futuro con la mirada fija en el espejo retrovisor seguramente nos estrellaremos.
Quien olvida su historia está condenado a repetirla. Eso dijo el poeta y filósofo español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás. La frase está inscrita en la entrada del bloque número 4 del campo de Auschwitz I, en Polaco y en Inglés. Es una verdad enorme pero también lo es que una cierta dosis de olvido es indispensable para el perdón y la reconciliación. Sería imposible ir adelante si sentimos, resentimos y voluntariamente volvemos a traer al presente aquella descarga emotiva que nos hizo daño. Seríamos unos resentidos.
Quizá el 2010 pase a la Historia Patria como el año en que se inició la guerra contra al narcotráfico. Algunos analistas aseguran que los índices de pobreza, ignorancia, exclusión y concentración del ingreso auguran una tercera revolución para este año. Que desde entonces —observan— no se ha podido cerrar la brecha que nos mantiene divididos, que los viejos vicios se han reciclado. Que, al igual que en la Colonia y el Porfiriato, en este principio del siglo XXI hay en juego fuerzas sociales cuya salida de control es inevitable, para lo cual contribuirá la promoción conmemorativa de la beligerancia que caracterizó tanto la Independencia como la Revolución. Habrá una apología de la guerra.
Según el historiador David Granados, la historiografía tradicional se enfila a hacer juicios: Quienes fueron los buenos y quienes los malos en el pasado. Un nuevo tipo de historiografía que él promueve está más bien por inducir la pregunta por la utilidad. ¿Qué es lo que la Historia nos enseña? ¿Qué podemos aprender de ella?
Este año próximo seremos abrumados por la Historia Oficial, sin embargo se presentará también la oportunidad de investigar para discutir, debatir, polemizar, controvertir, objetar. Si en lugar de festejar la guerra se le estudia en serio, se descubren sus causas y procesos, quizá en la actualidad podamos evitarla y llevar a cabo la revolución blanca que tanto necesitamos, una revolución de la conciencia, un salto evolutivo. Nos ufanamos de la libertad conseguida —habría que revisar cuanta se obtuvo en ambas conflagraciones— pero ninguna libertad sirve de mucho cuando no va acompañada de del desarrollo de la comprensión, que no se ha cultivado por ninguna parte.
3 comentarios:
NUEVA NOVELA HISTÓRICA
Cristina Rivera Garza
Después del paseo en la sierra y para ustedes (ya saben)
Las preparaciones de las fiestas del Bicentenario han generado una proliferación más bien desmesurada de libros con temas históricos. No sólo han ido en aumento las monografías académicas sobre los grandes personajes y/o episodios nacionales, sino que también han crecido los ensayos así llamados personales que, en el contexto del aniversario, se organizan alrededor de temas de corte histórico en los que los autores han trabajado con minuciosa atención. Pocos géneros, sin embargo, han aumentado tanto en estos días como el de la novela histórica. Basta con leer entrevistas a los más variados escritores para enterarse de que o acaban justo de publicar una novela histórica o están trabajando ahora mismo en eso. Los cronistas de deportes, los poetas experimentales, los novelistas gráficos, los cuentistas más variados, los periodistas, los abogados, las amas de casa e incluso los que estaban en contra de escribir, escriben ahora novela histórica. Por si hiciera falta aliciente alguno, tanto editoriales como instituciones culturales de los estados y de la federación han establecido una plétora de premios diseñados especialmente para producir y promover novelas históricas. Que los montos asociados a dichos premios sean peculiarmente elevados sólo sirve para acentuar el lugar privilegiado que tiene o se le ha asignado a la novela histórica en el mundo de los libros de hoy. Pareciera ser que tanto la iniciativa privada como pública están convencidas de que, en tiempos que combinan a los festejos del Bicentenario con una de las más graves crisis económicas a nivel mundial, la novela histórica es una especie de paladín que salvará las ventas de libros y las prácticas de lectura de la nación por venir. Ambas entidades parecen confiar en el poder de convocatoria que históricamente, valga la redundancia, ha mostrado tener la novela histórica.
(Continuará)
Estas circunstancias hacen necesario —es más, lo vuelven imperativo si no es que indispensable— hablar de la novela histórica y de la nueva novela histórica. Es importante, tanto por motivos estéticos como políticos, diferenciar entre aquellos libros hechos para confirmar el estado de las cosas y aquellos libros hechos para subvertir el estado de las cosas. Ésa es, para iniciar, la más básica de las diferencias entre una y otra.
El lector de novela histórica lo dice todo cuando confiesa que lee ese tipo de libros para “aprender” algo. Asumiendo que la lectura en general es una pérdida de tiempo (que en efecto lo es, o en todo caso, debe serlo), el lector confía en que un libro basado en hechos reales (como se le llama a esa estrecha relación con el referente) le convidará una serie de datos, es decir, una cierta forma de información, que a bien tendrá transformarlo en un individuo culto. Sin volverse un aburrido erudito (¡válgame dios!), el lector “productivo” puede aprovechar esos ratos de ocio para convertirse en alguien con quien se puede conversar al final de la cena, por ejemplo, o durante las difíciles aunque ciertamente placenteras etapas iniciales del cortejo. A ese tipo de lector habría que agregarle la igualmente relevante figura del lector “perverso” que, en pose más bien progre, asegura que lee novela histórica para alejarse del canon de la Historia Oficial (con mayúscula) y así internarse en la compleja vida cotidiana de los grandes personajes. Este lector sabe que por lo regular “la ropa sucia se lava en casa”, pero asiduo a los talk shows o al Big Brother se aproxima al libro como quien va tras bambalinas en busca de los cómos y porqués de los triunfos o desgracias ajenas. En eso, como en tantas otras cosas, las estrategias propias de la ficción (la atención al detalle, la capacidad de mostrar en lugar de declarar, la apelación a los sentidos, la combinación de puntos de vista) le sirve mucho a un producto que lejos de cuestionar, afirma el status quo. Al novelista histórico le preocupa, ante todo, reproducir con fidelidad un mundo que construye basado en datos de documentos que, por lo regular, oculta. Recuérdese que sólo el historiador está obligado a documentar sus fuentes y utilizar los famosos pies de página para comprobarlo. Más que basarse en un documento, el novelista histórico se basa, pues, en la información contenida en el documento, asumiendo así que el documento es atemporal y no histórico, justo como la información que genera.
(Continuará).
Pero la historia, como todos lo sabemos, siempre está a punto de ocurrir. La historia, quiero decir, difícilmente es cosa del pasado. La historia, que puede ser tantas cosas, no puede dejar de ser, sin embargo, una lectura contextualizada de documentos inéditos. El nuevo novelista histórico lo sabe y, por saberlo, transforma al documento —la materialidad del documento, su estructura, el proceso de su producción y de su hallazgo— en el verdadero eje de su texto. Lejos de concentrarse únicamente en la información contenida en el documento, la nueva novela histórica o ficción con documentos cuestiona, violenta, usa, recontextualiza, pimpea, transgrede la forma y el contenido del mismo. Más que reproducir una época o revelar una serie de secretos de preferencia escandalosos, la nueva novela histórica trae al presente un pasado que está a punto de ser aquí. Ahora. Lo hacen así autores tan diversos como por ejemplo Michael Ondaatje en Billy the Kid o Teresa Cha en Dictee, o Marguerite Duras en La Menta Inglesa. En términos de trama, estos libros se alejan de los grandes personajes, así sean hombres o mujeres, optando en su lugar por los andantes anónimos de las calles cotidianas. Pero la intención no es tanto rescatar voces sino aceptar la autoría ajena de textos escritos por otros. Se trata, pues, de un intercambio entre autores y grafías, sistemas de representación y márgenes. Lejos de la metáfora de la voz que viaja a través del tiempo para ser “escuchada”, es decir, normalizada por la escritura, la nueva novela histórica enfrenta sistemas de escritura en un presente que le arranca al tiempo a través del acto tan político como lúdico de la escritura. En este sentido, la nueva novela histórica no rescata voces sino que devela (y produce al develar) autores. Tal vez ahí radica la razón por la cual la nueva novela histórica está imposibilitada para confirmar nuestro presente. En estrecha relación tanto con la forma como con el contenido del documento, haciendo del documento y de su contexto la fuente misma del cuestionamiento que los produce en el presente, la nueva novela histórica trastoca.
[En La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
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