viernes, 27 de septiembre de 2024

Susana y el tanguarniz (revista Generación 163)

 Apareció la ya mítica revista Generación. Una publicación que se mantiene por décadas, como ninguna en México. Haciendo un recuento recuerdo haber publicado en Generación por primera vez como en el año 2001 (¿o sería el 2002?), con un artículo sobre el Festival Internacional Cervantino. El tema de la revista era precisamente el FIC. Luego, posiblemente en el 2009 ¿o 2010?, publiqué un artículo que se llamó Roña y furia en Guanajuato, en el número 83, que la revista dedicó al Punk. Y ahora publican Susana y el taguarniz (sic con falta de ortografía).

No deja de ser honroso publicar en Generación. La crónica que sigue se puede leer en esta Generación número 163 del 2024 (¡Aleluya y larga vida a Generación, chingao!). Y, bueno, los reclamos. Le volaron a mi artículo un trío de párrafos, en total unos diez renglones. Creo que no había necesidad y menos si vemos que, para ilustrar la crónica, la acompañaron con una foto de buen tamaño, y el texto parece medio inconexo en donde le cercenaron palabras y en un caso cae en el franco error. Bueno, ni hablar.
Por eso aquí lo publico completito y sin faltas de ortografía, la palabra que se incluye en el título es Tanguarniz, con n.
Una hazaña que ya dura décadas: Generación




Susana y el tanguarniz

—Escóndete, güey, le dijeron a tu jefa que andas bien pedo y viene a buscarte. —Por ahí venía mi jefa; la vi entre la pequeña multitud que festejaba el 10 de mayo. Era el 1966. Sonaba música de aquellos tiempos. Lo más procurado era la Matancera, o el rocanrol que ya provocaba gran júbilo al ser bailado vertiginosamente. Era la vecindad 24 de la calle de Juan de la Granja, a cien metros del núcleo de la Candelaria de los Patos. La fecha se me hizo recordable porque era día de las madres y, algún regalo le habré hecho, yo era ayudante en una tapicería y era orgullo llegar con la mamá y darle una licuadora. Pero el oprobio lo agregué cuando, en la fiesta, dije a mis amigos más grandes que me dieran del infame chínguere con cocacola que bebían.
—¿Quieres un trago, güey? — y rápidamente, en un vaso de plástico, me sirvieron lo que, erróneamente, llamaban “una cuba”. Porque era Presidente no ron.
Las ansias de novillero se calmaron, tenía mi vaso con bebida alcohólica, como los grandes a mis quince años. Quería ser igual a los mayores. La bebida no era agradable digamos, pero te igualaba con la gente mayor, con la tropa, los ñeros del futbol, los cuates. Y bebí aquella bebida dulzona, de fuerte y raro sabor de un largo trago, como los hombres. Y fui a pedir otro. Y me lo dieron. Diez minutos después estaba en los baños colectivos de la vecindad vomitando. Me senté en donde no fuera visible, doblado, víctima de un espantoso mareo y las arcadas vomitivas. Hasta que me fui a esconder para que mi madre no me viera en tales condiciones.
Pero pronto me encontró:
—Mira nomás, esto era lo único que te faltaba, cabrón este —y me atizó un bofetón que me volteó la cara hasta la espalda. Recuerdo el enojo, pero lo más recordable fue el desconcierto al experimentar el volado de derecha de mi madre al estrellarse con la palma de la mano en la jeta, ningún dolor.
Muchos años después, en los 90 (ya era yo un cuarentón irredento, había abandonado la ingeniería, me había divorciado y había publicado algunos cuentos además de escribir guiones para Telesecundaria), cuando mi novia en turno era Susana y le hube citado mi primera hazaña alcohólica, ella me dijo:
—Como sabes, nací el 9 de mayo del 66, ¿te das cuenta de que tienes de borracho lo que yo tengo de edad? —Era el año 1991, ella tenía sus frescos veinticinco y mi cuarto de siglo era en tragos.
Susana nunca había bebido. Nos hicimos amigos en la Unidad de Televisión Educativa, donde éramos guionistas. Se interesó en las parrandas que nos oía comentar. Luego nos hicimos novios a pesar de sus veinticinco y mis cuarenta. O gracias a eso. Y del mero interés por el alcohol pasó a la práctica.
El fin de año nos hacían fiesta en la UTE. Una comida con botella por cada cuatro en la mesa, luego había música para bailar. Empezamos a beber a velocidad. En un rato estábamos pedisérrimos. Bebimos despiadadamente. Y ese día apareció un mal para Susana. Nos dimos cuenta de que era alcohólica o, mejor: altamente vulnerable al alcohol.
Susana es la mujer más inteligente que se me dio conocer en la vida. Y, como suele suceder con las inteligencias privilegiadas, sufría arduamente los sucesos nimios de la cotidianidad.
Fuimos a la fiesta de fin de año de la UTE. Se “compró” un vestido caro y atrevido. Cuando se lo puso, al final, en el momento de calzar sus zapatillas su hermana le dijo:
—Oye, no te vayas a agachar con este vestido porque se te va a ver todo.
Nos fuimos a la fiesta y bebimos furiosamente. Cuando aquello terminó estábamos inhumanamente pedos. Pero lo increíble era que queríamos seguir bebiendo. Era la medianoche.
—Vamos a Garibaldi —le dije. De inmediato respondió:
—Sí —luego se me acercó para decirme al oído—: ya me quité los calzones. —lo cual, aun tan borracho, me preocupó. Me dije: “Con ese vestido tan corto y ampón, si se agacha tantito se le verán todas las nalgas, aunque tenga sólo dos. Hay que cuidarla”. Tomamos un taxi hacia el embriagadero de Garibaldi. Nos metimos en un antro sórdido. Bebimos algún abominable matarratas que, al salir del lupanar, nos hizo basquear en alguno de los prados que había en Garibaldi. Exhaustos, tambaleantes, meamos públicamente desafiando a la feroz y ladrona policía de aquellos tiempos, al mundo entero y, no menos, a la cólera de dios. Ella, recuerdo, abría las piernas para emitir el tibio chorro amarillo. De suerte inverosímil nadie nos molestó.
Al día siguiente, Susana, al despertar, se golpeaba a puñetazos la cabeza. Le pregunté:
—¿Por qué te golpeas?
—Putamadre-putamadre-putamadre, no aguanto el dolor…
—No-no-no…, pérame —y preparé tragos bien cargados de alcohol y mucho líquido para hidratarnos. Ni la vomitada de la noche nos menguó el sufrimiento.
Ella era tremendamente intensa.
El sexo con Susana era una batalla de dos a tres horas. En la primera semana me di cuenta de que se había involucrado en el acto de felación dos veces por día. Decidí acumular en bitácora un registro de sus acciones sexuales y, en especial, las de sexo oral, incluía un marcador de orgasmos por encuentro, Ella 4-2 Yo. Curiosamente, el ganador era el número menor porque había logrado inducir más orgasmos a su pareja.
Cuando llegó la primera rencilla que provocó ausentarnos mutuamente en una semana, no pude evitar la revisión de la bitácora. En dieciséis meses y veintisiete días, sólo en cuatro de estos lapsos de veinticuatro horas se le pasaron sin que recibiera mi pene en su boca. Lo cual implica que en los 543 días me hizo emitir algo así como 2.72 litros de semen (5 ml por eyaculación) de los cuales (siempre según registro) ella misma engulló como la mitad, es decir, 1.36 litros.
Al principio, creí que eso era el paraíso. Pero la realidad nos abofeteó: siempre estábamos fatigados y soñolientos. El sexo llegó a volverse aburrido, rutinario, a pesar de la belleza de ella, de mis ímpetus, de su deseo de vivir, de conocer el mundo y los excesos. Nos estimulamos: veíamos pornografía, incentivar la creatividad. Inútil. Era como el descenso a rapel en un pozo sin fondo.
Susana dejó de amarme en cuanto me descubrió defectos, me perdió el amor. Y empezó a tener relaciones con otro güey. Y hasta llegó a someterme a aceptar sus relaciones con ambos. No lo soporté. Me hice de una mujer mucho menos inteligente, incomparable, por déficit, con su belleza, en fin, una chica que no podría competir con Susana. Pero me alivió de la pérdida.
Era como haber perdido una botella de whisky Macallan y conformarse con un humildísimo Tonayan.
Años después, el hado nos hizo encontrarnos en Isabel la Católica y Cinco de Mayo, frente a la vinatería. Sentimos afecto y hasta alegría. Charlamos y evité preguntar por su marido, aquel güey.
Compramos un vino tinto. Ni modo de tomárnoslo en la calle. Nos metimos a un hotel. Rememoramos en la práctica y felizmente las viejas batallas sexuales. Y nos alcanzó la noche. Como siempre, queríamos seguir bebiendo y también cogiendo.
—Vámonos a mi casa, hoy no habrá gente ahí, pero estoy encargada de cuidar el departamento.
Compramos más alcohol y más en serio, un Zacapa. Basta de vino tinto.
La noche nos fue apenas justa. La cogedera prolija y el alcohol insuficiente. Salimos por más.
Al día siguiente, con una cruda más bien benévola —había sudado, en los trances del combate amoroso, buena parte del alcohol ingerido—, me despedía de ella cuando el mediodía ya cediera su lugar al temprano atardecer.
De pasada vi una vela blanca, normal, excepto porque tenía una curva muy bien hecha y que, sin embargo variaba el grado de curvatura a lo largo de la vela. La figura era rara.
—¿Y estas velas, tú las haces? —Y además resultaba difícil imaginar para qué se usarían.
—Mmm, no… Digamos que no exactamente.
—La curva es muy rara, yo creo que sólo de molde se puede hacer una vela así.
—No. Es mucho más fácil. —Y me miró sonriendo, desafiante—, me la metí por el culo.
—Ah, mira, qué… interesante… y curioso…
“Oye, pero ten cuidado, porque si te la dejas se te va…
—Pero si se te va pues la cagas y ya.
—No. Los movimientos peristálticos que, curiosamente, empujan hacia afuera la masa excrementicia, provocan que los objetos sólidos suban y suban…
—¿De verdad?
—Sin pierde…
—Bueno, pues gracias por el aviso.

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