Ditirambo para el maestro dionisíaco
Elogio de las cantinas
(Breve memorial de antros, bares,
cantinas y lupanares), Jorge Arturo Borja. Eterno Femenino Ediciones, 2023.
Para
no ser esclavos y víctimas del tiempo ¡embriagáos, embriagáos sin cesar, de
vino, de poesía, de virtud, de lo que queráis!
Luis Cardoza y Aragón
en Elogio de la Embriaguez de la
traducción (demasiado) libre de Charles Baudelaire en el poema en prosa Embriagáos, del libro El Spleen de París.
El
camino de los excesos conduce al palacio de la sabiduría.
William
Blake
El
material de la escritura y en general el de las artes, son los contenidos más
que nada inconscientes del artista. Es decir, del individuo (como en pocas
ocasiones es aquí oportuna la palabra individuo: in-dividuus, no divisible) que
sin embargo, lo diría Walt Whitman: “¿Qué me contradigo?, es cierto, ¡soy
multitudes!” Un ser humano es mucha gente, como lo demuestra aquel mito bíblico
del nuevo testamento cuando Jesús expulsa a los demonios que habitaban un
sujeto y los inserta en una piara que se despeña. Así, ni más ni menos es el
material de la escritura. Los espíritus sucios, incluso a veces inmundos que suelen
ocuparnos son los que, con frecuencia, nos impelen, nos animan a la creación.
Entre
los alquimistas era imperativo, metafóricamente hablando, que los metales
burdos —a través de la fórmula solve et
coagula— se sublimaran; usando la palabra no menos rústica, significaba que
se transformase el plomo en oro. La tarea del artista no es otra: de la
cotidiana e insulsa vulgaridad debe crear el áureo metal precioso, la obra de
arte. Más aún, de aquellos demonios aludidos es de donde se encuentra el
material magnífico. Las compulsiones.
Aquellos
espíritus siniestros bien podrían ser llamados las compulsiones. El talento o
la capacidad creativa suelen ser un flagelo, pero ¿por qué no habría de
transfigurarse en motivo de gozo y hasta en el placer mismo? Tal es la tarea
alquímica, la del creador de arte.
El
escritor transforma sus demonios —léase sus compulsiones— en los prodigios del
placer, de la risa gracias al humor, de la joya que es la metáfora, el oro de
la literatura. No es otra cosa lo que ha hecho Borja en Elogio de las cantinas.
Y
ha dado un paso más. Hay un recorrido histórico, tanto de lugares como de
personajes, ambos entrañables. Para Borja la cantina es el templo de sabiduría.
Es la policlínica de los espíritus extraviados. Es la nave de los locos que,
como en la edad oscura, eran lanzados a alta mar como indeseables y en los extremos
de la posibilidad de la muerte, en medio de la espantosa terapia de choque,
regresaban lúcidos, curados y hasta redimidos y de nueva cuenta adecuados para
soportar al mundo.
Este
libro, Elogio de las cantinas,
recuerda nítidamente, ya que hemos traído a colación al medievo, al sublime Las maravillosas y espantables aventuras del
gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel, libro lleno de pantagruelismo,
compuesto en otro tiempo por Alcofribas Nasier, extractor de Quintaesencia.
Se parecen en lo divertido, lo erudito y a la vez estrambótico: como es (y como
debe ser un maestro bebedor). Lo que contiene tanto de sabiduría y no menos de
conocimiento, que no son lo mismo. En la extraordinaria novela del francés del
siglo XVI, en los capítulos finales, los iniciados se dedican de explícita
manera a la búsqueda de El Oráculo de la Divina Botella. En el libro de Borja
no se dice, se hace, encontrar y disfrutar de la divina botella. Se recorren
los lugares, se cita a los personajes, se les entabla diálogo a esos buscadores
de tan celestial objeto.
Son
ideas —la literatura es el arte de la letra y ésta procura colocar en este
mundo las ideas— que se agradecen infinitamente, puesto que el día en que
habremos de dejar el mundo ya no seremos cuerpo, sólo ideas, acaso historias.
Alguna
vez el universo entero fue una idea. Luego se hizo palabra (en tal caso, como
vemos, La Biblia falló) pues se dijo que en el principio fue el verbo. Pero
antes, la idea.
Fijar las lonas de mi móvil tienda
junto a los calcinados precipicios
de donde un soplo de misterio ascienda;
y al amparo de númenes propicios,
en dilatada soledad tremenda
bruñir mi obra y cultivar mis vicios.
Nos
recuerda el maestro Borja en este su libro. Versos que firmaría desde Diógenes,
El Cínico hasta los más malditos de los poetas franceses o beatniks o
bukovskianos. Es invaluable, delicioso y doloroso, según caso, leer en el Elogio de las cantinas, la condición,
los lugares y los personajes que acompañaban al maldito Porfirio Barba Jacob,
autor de tan formidables versos.
Dos
cuestiones. La primera, el arte, en algún momento procuró imitar a la
naturaleza y reproducir sólo lo bello. Pero aquellos neoclásicos olvidaban que
en madre natura conviven el horror y la fealdad extrema con la dulzura y la
belleza. Tenían que llegar los románticos para estamparles en el rostro tan
tremendo asunto.
Y,
la segunda. Retomando ideas. La compulsión es el motor del artista. Así como la
belleza era el objetivo del arte, también lo era la virtud. Pero las nuevas rutas
de los románticos, los que impulsaron el movimiento dadá, los surrealistas, los
ya anotados poetas malditos, entendieron muy bien que no sólo la belleza, no
sólo la virtud; también el espanto y la compulsión, los vicios, tenían que ser
y fueron motivos para las artes.
Lo
que nos devuelve a lo que quizá debiera llamarse el primer axioma de la obra de
arte: la libertad. Sin libertad no hay creación, no hay arte. Pocos libros como
este Elogio… hacen ejercicio tan
lúcido y extremo de la libertad. Por eso el arte es amoral, está más allá de la
moral (fluctuante, movediza en tiempos breves y en espacios mínimos), el arte
está por arriba. Sin embargo, está emparentado de igual a igual con la ética.
El arte puede ser inmoral, aunque no necesariamente, porque no está, per se, contra la moral, ya está dicho,
está por encima. El Elogio de las
cantinas es, de pronto, atrevidamente inmoral, pero en su esencia, con su
estilo de pronto casi decimonónico y, en apariencia, políticamente correcto, es
deliciosa y asombrosamente amoral. Lo que es decir, ético, sólo asequible a
través de herramientas de la filosofía, es decir, de la estética.
Así,
la compulsión, la obsesión, merecen el más alto de los respetos. Las pedas
pantagruélicas, es decir, legendarias, históricas y heroicas, por lo tanto,
épicas, son uno de los grandes motivos del Elogio…
“He
visto a los mejores cerebros de mi generación / destruidos por las drogas”
aúlla Gingsberg. Lo cito porque hemos llegado al recodo del camino. La
compulsión, no hay duda, puede llevar a la autodestrucción de aquel que la sufre,
que la disfruta. La compulsión te obliga, puesto que te ha arrebatado la
libertad. El cuando el alcohol le ganó a la poesía. Es el punto donde el
creador, sin renunciar a los placeres, discierne y debe seguir el camino de la
complacencia. Es cuando Barba Jacob admite que vive para “Bruñir mi obra / y
para cultivar mis vicios”. Cuántos poetas malditos y chiquitos he visto sumirse
y ser arrastrados e incluso ahogados en los oleajes del alcohol, vencidos por
el elíxir divino (pues no hay que olvidar que todo lo divino es no menos
demoniaco) y quedan ajenos al mundo, a su propia obra, extraños a la creación.
El
alcohol es vitalidad, es chispa, es inteligencia y benevolencia, es claridad. O
no es. Porque si te vence, si logras mirar su lado oscuro, ese sol negro, su
lado demoniaco, se vuelve flaqueza; oscuridad, estupidez, brutalidad necia.
El
alcohol te vuelve —si llegas al sometimiento, si le demuestras que vales muy
poco— un guiñapo, un lamentable espantapájaros del desierto, es decir, inútil;
te convierte en el sujeto más ridículo y digno de escarnio. Luego te arrastra,
te envilece y te enferma hasta pudrirte y por fin, te mata sin piedad. Es
decir, te ha arrebatado la poesía.
Es
beneficioso y altamente productivo ser aliado del alcohol, respetarlo y dársele
a respetar —a veces los borrachos decimos “No es por dártelo a desear”— sí,
eso, dársele a desear. El sabio se otorga la complacencia (es indulgente
consigo mismo) y evita la compulsión autodestructiva. Pues al final, la
libertad, por la cual —dice el Quijote— puede y debe arriesgarse la vida, es
útil tan sólo para entregarla. El creador está al servicio de la poesía, le ha
entregado a ella (a la Diosa Blanca, dice Graves), su libertad. Y el alcohol,
como lo demuestra el maestro Borja, es un formidable aliado, un motivo de alta creación,
ejemplo y camino y también compañero de destino.
El
maestro Borja (Eusebio Ruvalcaba, magister,
dixit) ha alcanzado en este Elogio…, una cumbre creativa. Llevó la
crónica —y aquí me recuerda a Ryzard Kapucisky— hasta los más altos estadios de
la literatura. Por fortuna, la inmensa sapiencia desarrollada y el descomunal
conocimiento que acumuló por largos años, déjenme decirles, lo ha llevado,
luego de una sola leída y a veces de mera oída, a glosar y desglosar un texto
de cualquier género; a encontrarle las costuras y las puntadas fallidas, de una
sola mirada. Gracias a Yemayá, a Babalú, la destreza, el conocimiento y la
sabiduría del maestro las ha llevado hasta el territorio de la creación.
Circunstancia muy poco común “El que sabe como se escribe un cuento, un poema,
es aquel que jamás escribirá un cuento inolvidable, un gran poema”, dice por
ahí cierto escritor.
El
que sabe demasiado se vigila y puede llegar a paralizarse o a la obra
regularzona, por más que, formalmente, muy aceptable. El que intuye y con todo
valor se deja ir y además tiene un gran aliado (el OH, el radical alcohólico)
es el que suele hacer la gran obra. Este libro tiene efluvios, diría López
Velarde, de un misterioso alcohol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario