La
realidad y la historia
Pterocles Arenarius
Épica de muertos
para vivos, Fernando
Beltrán-Nieves
Editorial
Ex Libris, 2019.
La inmensa realidad
en que vivimos es absolutamente incapturable. Gran parte de los
logros humanos en el arte como en la ciencia y en la filosofía son
los tremendos esfuerzos por plasmar la realidad, por fijarla. Y todos
concluyen en que es imposible. La realidad fluye, es como el dios
Proteo, cambia de forma a cada instante y va corriendo, llevándonos
con ella en su transformación, permanente, eterna y completa. En
todo ámbito, en toda disciplina, en todo territorio la realidad se
desplaza y se modifica.
Hagamos el intento más simple para entender la incapturabilidad del
infinito universo. En el siglo III antes de nuestra era, en Siracusa,
hoy Italia pero en aquel entonces parte de Magna Grecia, Arquímedes,
usando el método exhaustivo, calculó el valor del número Pi
aproximándolo hasta diezmilésimos. Una precisión más que
suficiente para casi cualquier cálculo. Una tremenda hazaña del
sabio de Siracusa. Con la aproximación hasta centésimos sería más
que suficiente para cualquier trabajo en este mundo; construir lo que
quieras, fabricar cualquier objeto que tenga que ver con la
circunferencia, con el círculo, con la esfera. Sin embargo, por
ejemplo en astronomía actual se estudian objetos que se encuentran a
distancias tan lejanas que las mediciones y las observaciones se
pueden comparar con “observar la cabeza de un alfiler desde América
hasta Europa”, salvando, pero por supuesto, por medio de algún
artificio, la curvatura de la Tierra. Es entonces cuando nos damos
cuenta de que el cálculo de Pi hasta diezmilésimos no era en
absoluto ocioso. Las aproximaciones suelen tener que llegar a los
millonésimos y más allá. Hace unos años conocí a una persona que
me presumió que tenía en un libro impreso el cálculo del mismo
número Pi con un millón de cifras. Era un tabique de más de 500
páginas llenas de números. Empezaba con 3.14159... y simplemente
continuaba con números que nadie podía garantizar que fueran parte
de Pi. Pero más todavía, si en la cifra número cien mil se hubiera
cambiado un número, eso no afectaría al valor de Pi. Pensé que eso
sí era una ociosidad imperdonable, un gasto de recursos y energías
sin sentido. Y además fallido, porque Pi es eterno, continúa para
siempre. Así es de incapturable la realidad.
Anoto
lo anterior porque cualquier hecho ocurrido siempre tendrá decenas,
si no es que cientos de versiones, tantas como testigos de primera,
luego de segunda y de más categorías que existan. Es imposible
saber los detalles más minúsculos de cualquier suceso. Sin embargo,
al igual que una medición, hay hechos que son incontestables, aunque
los detalles sean incognoscibles.
El
edificio donde vivo mide 8 metros con 75 centímetros de altura. Con
eso es más que suficiente. Pero si se pretende ser extremadamente
riguroso se descubrirá que en realidad mide 8 metros con 743
milímetros y 7 décimas de milímetro; aproximación completamente
inútil pero además engorrosa. Pero hay más. Siendo rigurosos, el
edificio no mide lo mismo de altura en la esquina noroeste que en la
suroeste ni en la noreste, en cada una tiene alturas diferentes.
¿Entonces cuál es la altura del edificio? Tendremos que
contentarnos con el promedio de tales alturas, porque ninguna es más
importante que las otras. ¡Es imposible saber la altura exacta de mi
edificio! Pero lo que sí podemos decir con toda la seguridad es que
no llega a 8.80 metros, pero sí pasa de los 8.65 metros. Es decir,
salvando las precisiones exageradas, hay un hecho incontestable. Así
es también la historia.
Y
anoto esto porque la historia es también un arma política. El
devenir humano en este planeta se va plasmando con tremenda
inseguridad, con grandes dudas, con inagotables y hasta terribles
controversias. Y así como es imposible saber la altura exacta del
edificio donde vivo, también es imposible conocer con sus mínimos
detalles los hechos históricos. Pero hay sucesos inocultables, hay
cosas que ocurrieron y que, a rasgos grandes o medianos, se conocen
con certeza.
La
historia es un arma política y en los años del neoliberalismo en
México se usó de manera sistemática y masiva el hecho de que los
detalles son incapturables para eliminar páginas, sucesos o
tergiversarlos. Se pretendió destruir la base histórica del orgullo
mexicano. Hubo “historiadores” que negaron lo que hemos conocido
siempre, Los Niños Héroes o El Pípila o El Niño Artillero.
Trataron de destruir el prestigio de Juárez, el de Zapata, el de
Villa y hasta con Hidalgo y Morelos fueron a meterse. Reivindicaron a
Porfirio Díaz, hicieron lo mejor que les fue posible con Miramón,
le quitaron hasta donde más se pudo las culpas al chacal Victoriano
Huerta y hasta justificaron a Antonio López de Santa Anna. Por
supuesto, no podían dejar de ensalsar a Maximiliano y Carlota y
todos los que les sirvieron de sátrapas. El método para mentir fue
frecuentemente la imposibilidad para conocer los pequeños detalles
de los hechos.
Bueno,
todo esto lo anoto porque llego por fin al punto en que venimos a
tratar. Este ensayo que se llama Épica de muertos para vivos,
en donde el autor Fernando Beltrán-Nieves hace una si bien rápida
semblanza y no menos veloz análisis de la obra de Paco Ignacio Taibo
II, también establece conceptos fundamentales para aproximarse a la
obra del citado autor.
Épica
de muertos para vivos da claves
muy firmes para la lectura de la obra historiográfica de Taibo; hace
un recuento rápido pero exahustivo de la obra del autor con notas
muy breves pero de gran poder descriptivo de cada libro; hace una
historia sucinta pero muy reveladora como escritor del que escribió
uno de los mejores libros sobre Pancho Villa. Pone sobre la mesa los
terribles avatares que padeció Paco Ignacio Taibo II, tránsfuga de
tres universidades, escritor, historiador, sociólogo trunco y,
necesariamente, sin titulación.
Militante de izquierda, agitador sindical con harta frecuencia
perdidoso y escritor desesperado,
acérrimo, infatigable. Beltrán-Nieves nos da la imagen de un
buscador incesante que se probó en
una gran cantidad de géneros
y nos demuestra que lo hizo con una enjundia sin límites y con una
pasión que llamaríamos
de desesperado si no fuera porque no es extraña la calidad ni la
total honestidad en sus escritos.
Así,
gracias a Fernando Beltrán colegimos que Taibo terminó encontrando
su verdadera veta como creador al incidir en la historia utilizando
los recursos de la literatura, diríamos la retórica en el mejor
sentido de la palabra, por un lado, pero por otro se
hizo no menos del
rigor documental y la crítica tanto social como de las fuentes. Tan
la encontró que ha terminado por convertirse en el escritor mexicano
que, en este momento, más libros vende. Y en ello conste que Taibo
no incurrió en el afán de vender a como diera lugar ni hizo
desbarrar su obra en aras del bestselerismo.
He dicho antes que la historia se ha vuelto, en realidad lo ha sido
siempre, un instrumento político, en especial, la que Beltrán-Nieves
llama la Historia de Bronce, la que los gobiernos encargan a sus
intelectuales orgánicos e historiadores a sueldo. Lo cual es, sobra
anotarlo, una de las peores formas de prostituir a la historia. Bien,
en Taibo tenemos a un auténtico destructor de la historia de bronce
y un desenmascarador de aquellos falsos historiadores que han servido
al terrible régimen que padeció nuestro país por casi un siglo, el
que ahora tendríamos que llamar el prianerredismo, pero no sólo
ésos, fueron exhibidos, sino también los que tergiversaban la
historia desde el neoliberalismo y están empeñados en la
destrucción de los íconos de lo que podríamos llamar nuestra
patria. Los que pretendían dejarnos sin identidad ni asideros. Si
hoy un mexicano se siente orgulloso es por mi general Zapata y mi
general Villa; por nuestros curas, Hidalgo y Morelos, brutalmente
condenados al infierno, excomulgados por la iglesia. Hay que leer el
Edicto de Excomunión para Miguel Hidalgo: una siniestra joya del
odio y la maldición contra un ser humano. Y recordemos, como una de
las obligaciones de la historia, que la Iglesia católica jamás se
ha retractado de aquella florida maldición.
Taibo, como lo anota Fernando Beltrán-Nieves, recupera la historia a
partir de un rigor documental tan incansable como detallado a lo que
le agrega una extraordinaria virtud de narrador, la agilidad, una
extensa variedad de recursos retóricos, la extraordinaria velocidad
narrativa y una notable destreza para hacer amena la historia.
A
partir de ello Taibo ha construido lo que a mi juicio son tres
auténticos monumentos, tanto de la historia y, aunque parezca
sorprendente, también de la literatura. El primero es Ernesto
Guevara, también conocido como El Che.
Una biografía entrañable en la que lo
que más sorprende es el
hecho de que desde la primera página el autor no oculta sus
simpatías, incluso su amor y su admiración por su biografiado. Sin
embargo, a todo lo largo de la obra nos convence de la honestidad de
sus apreciaciones y sus certezas en cuanto a los sucesos sustentado
en su documentación que
resulta abrumadora e
intachable.
Un
segundo libro monumental, no sólo por la gran extensión, casi mil
páginas, es Pancho Villa, una biografía narrativa;
un libro en el que hace una exhaustiva revisión de la vida del
general revolucionario. Libro que constituye la más grande
reivindicación del llamado Centauro del Norte, pero no menos la
puesta en la mesa de los terribles hechos en que incurrió en su
etapa final. La heroicidad y la grandeza de Villa se vuelven
incontrovertibles a pesar de todo, por esta inmensa biografía.
Y
una tercera obra, puesto que no es un libro, es La gloria y
el ensueño que forjó una Patria,
a pesar del título kilométrico se convierte en un trabajo
descomunal; inusitadamente documentado, con anécdotas que de tan
maravillosas casi parecieran incomprensibles y que se
asemejan más bien a
hechos de poetas del
romanticismo europeo y
tendrían que hacernos sentir henchidos de orgullo por seres humanos
como Vicente Riva Palacio, Guillermo Prieto, Melchor Ocampo, Ignacio
Zaragoza, Santos Degollado, Ignacio Ramírez, incluso Jesús González
Ortega y hasta el Porfirio Díaz de aquel momento y
sin olvidar, por supuesto, al central de todos, el indio de Guelatao.
Al
final de esta Épica de muertos para vivos,
encontramos una amena crónica de cierta conferencia que Paco Ignacio
Taibo II llevó a cabo en la Facultad de Ciencias Políticas de la
UNAM. En ella se muestra una faceta más del gran escritor mexicano,
su absoluta falta de ―¿cómo
decirlo?―
rigor, seriedad, elegancia, para vestir. Su despreocupación por la
corbata y el saco es proverbial. ¿El más exitoso escritor mexicano
ni siquiera usa un saco? Y la corbata ni soñando.
Taibo
II es un gran recuperador de la consciencia mexicana. Su obra como
historiador va a imponerse sobre los destructores
de nuestra identidad y nuestra consciencia, los Krauzes, los
Castañeda y los Aguilar Camín entre otros; a los
que otro gran historiador dedicado a la misma tarea, Pedro Salmerón,
llamó “Los falsificadores de la historia”.
Tanto Taibo como Salmerón han
sido ferozmente atacados por la derecha más hipócrita, la más
mentirosa, atrabiliaria, enfermiza e histérica que hayamos visto en
la historia. Con Pedro Salmerón lograron su objetivo cuando llamó
valientes a los héroes guerrilleros que intentaron el secuestro de
un empresario de esos insaciables y siniestros, Eugenio Garza Sada.
Eso no se lo perdonaron a Salmerón, uno de los más importantes y
lúcidos historiadores jóvenes mexicanos.
Y
Taibo también estuvo a punto de ser condenado y defenestrado por el
bárbaro crimen de decirles una verdad que les ardió en
donde corresponde,
aquella de que “Se la metimos doblada” y yo agrego “Y se la
desdoblamos adentro”. Taibo no nació en México, pero, por su
desparpajada
manera de vestir, por su rudísimo
lenguaje y sus actitudes, carga más barrio que la gran mayoría de
los mexicanos pero
también acumula más cultura que cualquiera de nuestros paisanos.
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