domingo, 15 de diciembre de 2019

La realidad y la historia


La realidad y la historia

Pterocles Arenarius

Épica de muertos para vivos, Fernando Beltrán-Nieves
Editorial Ex Libris, 2019.

La inmensa realidad en que vivimos es absolutamente incapturable. Gran parte de los logros humanos en el arte como en la ciencia y en la filosofía son los tremendos esfuerzos por plasmar la realidad, por fijarla. Y todos concluyen en que es imposible. La realidad fluye, es como el dios Proteo, cambia de forma a cada instante y va corriendo, llevándonos con ella en su transformación, permanente, eterna y completa. En todo ámbito, en toda disciplina, en todo territorio la realidad se desplaza y se modifica.
Hagamos el intento más simple para entender la incapturabilidad del infinito universo. En el siglo III antes de nuestra era, en Siracusa, hoy Italia pero en aquel entonces parte de Magna Grecia, Arquímedes, usando el método exhaustivo, calculó el valor del número Pi aproximándolo hasta diezmilésimos. Una precisión más que suficiente para casi cualquier cálculo. Una tremenda hazaña del sabio de Siracusa. Con la aproximación hasta centésimos sería más que suficiente para cualquier trabajo en este mundo; construir lo que quieras, fabricar cualquier objeto que tenga que ver con la circunferencia, con el círculo, con la esfera. Sin embargo, por ejemplo en astronomía actual se estudian objetos que se encuentran a distancias tan lejanas que las mediciones y las observaciones se pueden comparar con “observar la cabeza de un alfiler desde América hasta Europa”, salvando, pero por supuesto, por medio de algún artificio, la curvatura de la Tierra. Es entonces cuando nos damos cuenta de que el cálculo de Pi hasta diezmilésimos no era en absoluto ocioso. Las aproximaciones suelen tener que llegar a los millonésimos y más allá. Hace unos años conocí a una persona que me presumió que tenía en un libro impreso el cálculo del mismo número Pi con un millón de cifras. Era un tabique de más de 500 páginas llenas de números. Empezaba con 3.14159... y simplemente continuaba con números que nadie podía garantizar que fueran parte de Pi. Pero más todavía, si en la cifra número cien mil se hubiera cambiado un número, eso no afectaría al valor de Pi. Pensé que eso sí era una ociosidad imperdonable, un gasto de recursos y energías sin sentido. Y además fallido, porque Pi es eterno, continúa para siempre. Así es de incapturable la realidad.
Anoto lo anterior porque cualquier hecho ocurrido siempre tendrá decenas, si no es que cientos de versiones, tantas como testigos de primera, luego de segunda y de más categorías que existan. Es imposible saber los detalles más minúsculos de cualquier suceso. Sin embargo, al igual que una medición, hay hechos que son incontestables, aunque los detalles sean incognoscibles.
El edificio donde vivo mide 8 metros con 75 centímetros de altura. Con eso es más que suficiente. Pero si se pretende ser extremadamente riguroso se descubrirá que en realidad mide 8 metros con 743 milímetros y 7 décimas de milímetro; aproximación completamente inútil pero además engorrosa. Pero hay más. Siendo rigurosos, el edificio no mide lo mismo de altura en la esquina noroeste que en la suroeste ni en la noreste, en cada una tiene alturas diferentes. ¿Entonces cuál es la altura del edificio? Tendremos que contentarnos con el promedio de tales alturas, porque ninguna es más importante que las otras. ¡Es imposible saber la altura exacta de mi edificio! Pero lo que sí podemos decir con toda la seguridad es que no llega a 8.80 metros, pero sí pasa de los 8.65 metros. Es decir, salvando las precisiones exageradas, hay un hecho incontestable. Así es también la historia.
Y anoto esto porque la historia es también un arma política. El devenir humano en este planeta se va plasmando con tremenda inseguridad, con grandes dudas, con inagotables y hasta terribles controversias. Y así como es imposible saber la altura exacta del edificio donde vivo, también es imposible conocer con sus mínimos detalles los hechos históricos. Pero hay sucesos inocultables, hay cosas que ocurrieron y que, a rasgos grandes o medianos, se conocen con certeza.
La historia es un arma política y en los años del neoliberalismo en México se usó de manera sistemática y masiva el hecho de que los detalles son incapturables para eliminar páginas, sucesos o tergiversarlos. Se pretendió destruir la base histórica del orgullo mexicano. Hubo “historiadores” que negaron lo que hemos conocido siempre, Los Niños Héroes o El Pípila o El Niño Artillero. Trataron de destruir el prestigio de Juárez, el de Zapata, el de Villa y hasta con Hidalgo y Morelos fueron a meterse. Reivindicaron a Porfirio Díaz, hicieron lo mejor que les fue posible con Miramón, le quitaron hasta donde más se pudo las culpas al chacal Victoriano Huerta y hasta justificaron a Antonio López de Santa Anna. Por supuesto, no podían dejar de ensalsar a Maximiliano y Carlota y todos los que les sirvieron de sátrapas. El método para mentir fue frecuentemente la imposibilidad para conocer los pequeños detalles de los hechos.
Bueno, todo esto lo anoto porque llego por fin al punto en que venimos a tratar. Este ensayo que se llama Épica de muertos para vivos, en donde el autor Fernando Beltrán-Nieves hace una si bien rápida semblanza y no menos veloz análisis de la obra de Paco Ignacio Taibo II, también establece conceptos fundamentales para aproximarse a la obra del citado autor.
Épica de muertos para vivos da claves muy firmes para la lectura de la obra historiográfica de Taibo; hace un recuento rápido pero exahustivo de la obra del autor con notas muy breves pero de gran poder descriptivo de cada libro; hace una historia sucinta pero muy reveladora como escritor del que escribió uno de los mejores libros sobre Pancho Villa. Pone sobre la mesa los terribles avatares que padeció Paco Ignacio Taibo II, tránsfuga de tres universidades, escritor, historiador, sociólogo trunco y, necesariamente, sin titulación. Militante de izquierda, agitador sindical con harta frecuencia perdidoso y escritor desesperado, acérrimo, infatigable. Beltrán-Nieves nos da la imagen de un buscador incesante que se probó en una gran cantidad de géneros y nos demuestra que lo hizo con una enjundia sin límites y con una pasión que llamaríamos de desesperado si no fuera porque no es extraña la calidad ni la total honestidad en sus escritos.
Así, gracias a Fernando Beltrán colegimos que Taibo terminó encontrando su verdadera veta como creador al incidir en la historia utilizando los recursos de la literatura, diríamos la retórica en el mejor sentido de la palabra, por un lado, pero por otro se hizo no menos del rigor documental y la crítica tanto social como de las fuentes. Tan la encontró que ha terminado por convertirse en el escritor mexicano que, en este momento, más libros vende. Y en ello conste que Taibo no incurrió en el afán de vender a como diera lugar ni hizo desbarrar su obra en aras del bestselerismo.
He dicho antes que la historia se ha vuelto, en realidad lo ha sido siempre, un instrumento político, en especial, la que Beltrán-Nieves llama la Historia de Bronce, la que los gobiernos encargan a sus intelectuales orgánicos e historiadores a sueldo. Lo cual es, sobra anotarlo, una de las peores formas de prostituir a la historia. Bien, en Taibo tenemos a un auténtico destructor de la historia de bronce y un desenmascarador de aquellos falsos historiadores que han servido al terrible régimen que padeció nuestro país por casi un siglo, el que ahora tendríamos que llamar el prianerredismo, pero no sólo ésos, fueron exhibidos, sino también los que tergiversaban la historia desde el neoliberalismo y están empeñados en la destrucción de los íconos de lo que podríamos llamar nuestra patria. Los que pretendían dejarnos sin identidad ni asideros. Si hoy un mexicano se siente orgulloso es por mi general Zapata y mi general Villa; por nuestros curas, Hidalgo y Morelos, brutalmente condenados al infierno, excomulgados por la iglesia. Hay que leer el Edicto de Excomunión para Miguel Hidalgo: una siniestra joya del odio y la maldición contra un ser humano. Y recordemos, como una de las obligaciones de la historia, que la Iglesia católica jamás se ha retractado de aquella florida maldición.
Taibo, como lo anota Fernando Beltrán-Nieves, recupera la historia a partir de un rigor documental tan incansable como detallado a lo que le agrega una extraordinaria virtud de narrador, la agilidad, una extensa variedad de recursos retóricos, la extraordinaria velocidad narrativa y una notable destreza para hacer amena la historia.
A partir de ello Taibo ha construido lo que a mi juicio son tres auténticos monumentos, tanto de la historia y, aunque parezca sorprendente, también de la literatura. El primero es Ernesto Guevara, también conocido como El Che. Una biografía entrañable en la que lo que más sorprende es el hecho de que desde la primera página el autor no oculta sus simpatías, incluso su amor y su admiración por su biografiado. Sin embargo, a todo lo largo de la obra nos convence de la honestidad de sus apreciaciones y sus certezas en cuanto a los sucesos sustentado en su documentación que resulta abrumadora e intachable.
Un segundo libro monumental, no sólo por la gran extensión, casi mil páginas, es Pancho Villa, una biografía narrativa; un libro en el que hace una exhaustiva revisión de la vida del general revolucionario. Libro que constituye la más grande reivindicación del llamado Centauro del Norte, pero no menos la puesta en la mesa de los terribles hechos en que incurrió en su etapa final. La heroicidad y la grandeza de Villa se vuelven incontrovertibles a pesar de todo, por esta inmensa biografía.
Y una tercera obra, puesto que no es un libro, es La gloria y el ensueño que forjó una Patria, a pesar del título kilométrico se convierte en un trabajo descomunal; inusitadamente documentado, con anécdotas que de tan maravillosas casi parecieran incomprensibles y que se asemejan más bien a hechos de poetas del romanticismo europeo y tendrían que hacernos sentir henchidos de orgullo por seres humanos como Vicente Riva Palacio, Guillermo Prieto, Melchor Ocampo, Ignacio Zaragoza, Santos Degollado, Ignacio Ramírez, incluso Jesús González Ortega y hasta el Porfirio Díaz de aquel momento y sin olvidar, por supuesto, al central de todos, el indio de Guelatao.
Al final de esta Épica de muertos para vivos, encontramos una amena crónica de cierta conferencia que Paco Ignacio Taibo II llevó a cabo en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. En ella se muestra una faceta más del gran escritor mexicano, su absoluta falta de ¿cómo decirlo?― rigor, seriedad, elegancia, para vestir. Su despreocupación por la corbata y el saco es proverbial. ¿El más exitoso escritor mexicano ni siquiera usa un saco? Y la corbata ni soñando.
Taibo II es un gran recuperador de la consciencia mexicana. Su obra como historiador va a imponerse sobre los destructores de nuestra identidad y nuestra consciencia, los Krauzes, los Castañeda y los Aguilar Camín entre otros; a los que otro gran historiador dedicado a la misma tarea, Pedro Salmerón, llamó “Los falsificadores de la historia”.
Tanto Taibo como Salmerón han sido ferozmente atacados por la derecha más hipócrita, la más mentirosa, atrabiliaria, enfermiza e histérica que hayamos visto en la historia. Con Pedro Salmerón lograron su objetivo cuando llamó valientes a los héroes guerrilleros que intentaron el secuestro de un empresario de esos insaciables y siniestros, Eugenio Garza Sada. Eso no se lo perdonaron a Salmerón, uno de los más importantes y lúcidos historiadores jóvenes mexicanos.
Y Taibo también estuvo a punto de ser condenado y defenestrado por el bárbaro crimen de decirles una verdad que les ardió en donde corresponde, aquella de que “Se la metimos doblada” y yo agrego “Y se la desdoblamos adentro”. Taibo no nació en México, pero, por su desparpajada manera de vestir, por su rudísimo lenguaje y sus actitudes, carga más barrio que la gran mayoría de los mexicanos pero también acumula más cultura que cualquiera de nuestros paisanos.

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