martes, 13 de mayo de 2014

Querido policía

 

Pterocles Arenarius

 

El miércoles 8 de mayo iba con dos queridos camaradas en el carro de uno de ellos, él me daba el raite para llegar a mi casa porque era ya casi la una de la mañana. Pasábamos por el Eje Uno Norte en donde se cruza con Reforma, empieza La Lagunilla y poco más hacia el oriente, está Tepito. Había un retén. Unos diez, quizá doce policías detenían y revisaban a los automovilistas que vivían la desgracia de pasar por ahí y recibir la indicación de detenerse.
¿Qué hacer frente a un abuso?

Los trataban como si fueran sus enemigos. Como si fueran prisioneros de guerra. Muy “amablemente”, sus documentos, por favor. Abra la cajuela. Déjeme revisar el piso del carro. A ver la guantera. Puta madre, como si fueras un puto sicario y ellos, heroicos, te estuvieran poniendo en manos de la ley. Pero ni eso. Querían su mordida.

A mi amigo, el que conducía el carro lo obligaron a abrir la cajuela. La constitución dice que ninguna persona puede ser molestada en su persona, sus propiedades, su familia ni su tránsito a menos que haya un documento legal que así lo imponga y tal sea expedido por la autoridad judicial competente. Bueno, abrió la cajuela y le encontraron una espada de ornato, una joya de orfebrería. Sí, chingona la espada. Para qué se la encontraron. Y conste que todavía estaba en su estuche.

—¿Y esto qué es, caballero? —Ah, porque aunque te quieren robar te tratan de caballero. Pues dónde ven el caballo, hijos de su chingada madre, dan ganas de decirles.

—Es un adorno, la acabo de comprar.
Una joya
—Uy, no, jovenazo, esta es un arma, con esta puede usté atravesar a un cristiano. Pareja, ¿cómo ves?, ésta es como para llevarlo al Ministerio Público, ¿no? —Un rato después le dije a mi amigo, le hubieras dicho que vamos con el MP, cuál es el problema. Pero me dijo, con razón y prudencia, “Por cada escalón que subas entre los funcionarios te encuentras con uno más ratero que el anterior. Así puedes llegar hasta el presidente de la república. Y están coludidos y protegiéndose, cabrón. No, imagínate a qué le tiras”. Pero los chotas, chaparros, panzones, prietos, con caras y vocabularios de delincuentillos tepiteños (no es porque sea racista, que no lo soy, pero así son casi todos), ellos tenían la solución:
—Mire, caballero, esto le va a salir muy caro. Primero vamos al eme-pe. La unidá —se refería al automóvil de mi amigo— se queda detenida y va al corralón, usté paga el arrastre, ya sabe, ¿no? El arma —que no es arma, con una chingada— se queda en el eme-pe como prueba. Como no tiene autorización para portar armas se le aplica una multa o de dos meses a un año de cárcel si sale culpable. Como es una espada serán dos meses, no creo que más. Así que ai usté sabe.

—Oye, amigo, pero esta no es un arma, es un adorno, es orfebrería.

—Pos por eso vamos con el eme-pe, para que’l diga si es arma o es orf…, or… eso que usté dice, caballero. Pero ¿sabe qué? A mí se me hace que ustedes son templarios. Esos cabrones usan d’estas, ¿a poco no ha visto en la tele, en los periódicos? —Uta si fuéramos templarios, en primer lugar no seríamos nosotros. En segundo ya no estaría hablando el pendejo, y él lo sabía. Ya estaría lleno de plomo y boqueando.

—No, amigo, yo tengo que trabajar, tengo muchas obligaciones, no puedo. Es más, ahorita ya es muy tarde y no puedo desvelarme, mañana tengo que estar en mi chamba a las ocho. No seas malo, dame chance.

—Pos yo lo puedo ayudar, caballero, pero usté también, ayúdeme a mí. —¡Ahí estaba! Querían un varo.

—Bueno, a ver, de cuánto estamos hablando —le dijo mi amigo al poli.

—Pos yo se lo dejo a su criterio —no me digas, ¿dónde he oído esa frase?— Pero le digo, si el eme-pe encuentra culpabilidá, uhhh no, se va al reclu por lo menos tres meses a un año mínimo. —Siempre dicen mal mínimo y máximo. En fin. Mi amigo terminó cediendo:

—Traigo trescientos pesos.
Los polis cuidando el orden, según el
monero Herrera

—Uuuuy, no, mi joven, vámonos. Ai arréglese con el eme-pe. Le sale como en unos diez mil varos. Póngase con uno con nosotros y se va ahorita. —Quería mil varos la rata hambrienta. Era lo que costaba la espada. Parecía que la única salida era “Como dijo Alfredo: ni pedo”:

—No, poli, no tengo tanto dinero. Quédese con la espada.

—Pero yo pa’qué la quiero… A ver… Pus ya ai déjela. Ya váyase…

Se robaron la espada. No les importó que fuéramos unos presuntos templarios, muy dóciles, muy pacíficos y muy pendejos. Pero presuntos templarios. ¿Su ética, su investigación, su trabajo? Robar.

Que yo recuerde, los policías siempre han sido rateros. En la época negra del Negro Durazo, los policías andaban en la calle robando directa y abiertamente. En mi adolescencia yo vivía en un barrio bajo, hace muchos años. Odiábamos tanto a los policías que siempre que pasaban uniformados por las esquinas de mi cuadra íbamos atrás de ellos y los apedreábamos. Luego corríamos a nuestras vecindades y ahí no se atrevían a entrar. Por fortuna nunca nos tiraron un balazo. Tampoco se habrían atrevido, sabían que ahí se los llevaba la chingada.

El que muchos después sería Pterocles,
entonces militante pemetista. Hace más de
mil años. En la portada de un libro que
escribió Heberto Castillo y un achichincle
que años después traicionaría la causa.



Decenas de veces me han detenido. Por mear en la calle, por agarrarle las chichis a mi novia en público, o al menos porque se les ocurrió acusarme de eso; por embriagarme en la calle, por fumar mota en la calle, por hacer mítines políticos (en los años 70 fui miembro del Partido Mexicano de los Trabajadores y no me volví guerrillero, lo juro, porque nunca encontré contactos. Qué bueno); por pegar carteles del partido, por mentarles la madre (una vez estaba con la que fuera mi novia en ese momento, era como el año 87 quizá, del siglo pasado; ella era Silvia Lazcano, qepd, La Morena, una muchacha de múltiples oscuridades y que se cargaba un cuerpo que provocaba las más negras tentaciones. Buenisérrima La Morenita. Nos hallábamos a un costado de la entrada del metro Xola. Yo estaba atrás de La Morena, la abrazaba, había otros amigos con nosotros: Marco Tulio, Goyo, Poncho; hoy brillantísimos profesionales y/o artistas. Acabábamos de salir de la casa de mi querido compadre Jorge Borja y todos padecíamos sendas crudas, a cual más de brutal. Habíamos bebido la noche entera en la casa de Borjita. Pasaron dos policías y vieron que abrazaba a Silvia desde atrás de ella bien pegadito a sus nalgas inolvidables y le decía “muévete, mamacita”. Los policías nos dijeron algo así como “Mi’nomás, cómo manosean a sus putas en la calle”. Yo, muy digno, les dije:

(—Oye, compadre, ¿por qué insultas a mi novia?, ella es una dama, tú la estás ofendiendo. —Cállate, para qué lo hice. Vinieron muy bravos, me agarraron de la camisa, me azotaron contra un coche estacionado, me mentaron la madre a discreción y me dijeron que me matarían. Y se fueron sacudiéndose las manos con gran dignidad. Uno de ellos era un muchacho blanco, forzudo y con cara de criminal, el otro era moreno, tenía la nariz escandalosamente pequeña y no se daba cuenta de que traía un moco pegado, a la vista. Daba mucho asco. Los dos estaban bien mariguanos. Yo, borracho. Cuando se alejaron unos diez metros les grité:

(—Chinguen a su puta madre, par de mierdas… —y me eché a correr. Siempre he sido un buen corredor, pero en aquellos tiempos estaba fuera de forma y además había bebido toda la noche, es más, todavía estaba medio briago. Corrí por la calle del metro, Toledo y di vuelta en Aragón hasta llegar a Alfonso XIII y calzada de Tlalpan. Ahí me alcanzaron, junto a una gasolinera que todavía está; me detuve porque tiraron un balazo. No creo que me disparasen, pero sí lo tirarían al aire. Me detuve y llegaron hasta mí. Trataron de agarrarme, pero yo los eludí como futbolista hasta cinco veces, ¡no me podían agarrar! Gritaban como simios y estaban emputadísimos. Me amenazaron con la pistola. Un señor muy amable, de las muchas personas que se detuvieron a ver el incidente, me abrió los brazos, como para protegerme, me fui y me entregué a él. Craso error, él me entregó a los policías, el muy hijo de su puta madre. Creo que echaban espuma por la boca de furia los pinches politecos. Me agarraron de las greñas pues siempre he traído el pelo largo. En ese momento llegó Silvia y les gritó “¡No le jales el pelo, hijo de la chingada!”. Uno de los policías dijo “Esta pinche vieja está armada”, así estaban de acobardados. El poli blanco con cara de asesino, confirmándome su aspecto, me tiró un terrible golpe con la pistola empuñada, lo hizo desde mi espalda, pero lo alcancé a ver y me agaché. El santo putazo que por lo menos me hubiera fracturado el cráneo o quizá me hubiera matado, pasó a dos centímetros de mi caja ósea craneana y el poli cayó de bruces frente a mí. Así de fuerza-odio había usado para darme un criminal chingadazo con su pistola.

(Nos amenazaron con llevarnos al eme-pe, por supuesto, nos insultaron, nos humillaron, nos extorsionaron; Marco Tulio tuvo que darles dinero y, al final, nos mandaron a la chingada. Así se las gastaban. Denuncié. Y La Jornada no publicó mi carta. Me tragué la frustración. Poco tiempo después, leí en el periódico que ahí en el metro Xola, dos policías habían matado a un transeúnte. Casi estoy seguro que fueron ellos.)

Soy el tipo de persona que los policías odian. ¡Los putos policías me odian! Y yo paso frente a ellos sonriendo. En los dos años recientes tengo que pasar diariamente por el cuartel de granaderos de Balbuena. Por cierto, hace muchos años, el parque Balbuena era hermosísimo y enorme. Llegaba desde lo que hoy es Congreso de la Unión hasta Troncoso. Con los años fueron reduciendo el parque y poniendo el cuartel de ésos enemigos de la humanidad. Acabaron incluso con la cancha de pelota mixteca, un deporte prehispánico que, al haberles arrebatado la única cancha que había en el DF, posiblemente se extinga, al menos en esta ciudad. Hoy al parque de Balbuena sólo le queda una cancha de futbol y la pista alrededor; los genios del gobierno delegacional lo han convertido en un gran negocio de estacionamiento. Por ahí paso casi diario. He desarrollado una virtud que a muchos les parece extrañísima y a otros, muy pocos, admirable: sé caminar leyendo. Camino dos, tres, cuatro kilómetros o más, todos los días, sin dejar de leer más que para cruzar las calles. Nunca me tropiezo, nunca me caigo, ni siquiera piso las cacas de perro. Puedo asegurar que estoy más alerta, obviamente, cuando camino leyendo que cuando no lo hago. A veces paso entre piquetes de granaderos que, armados de tolete, escudo, máscara, rodilleras, espinilleras y su descomunal estupidez se dirigen a madrear gente que esté protestando, a contemplar cómo los criminales provocadores mandados por el PRI-Gobierno destruyen, queman, agreden y luego huyen a protegerse detrás de sus filas. Entonces los granaderos agarran a cualquier incauto y le echan la culpa de los destrozos hechos por sus secuaces.

Pues sí, paso entre ellos leyendo, sin chocar con ninguno, sin mirarlos, con la vista fija en mi libro, a veces sonriendo por lo que leo. Me odian.
Leer, leer y leer. Son cuarenta años de
lectura.


No es tan raro que me griten “pinche greñudo” o “viejo barbón” o “payaso”. Lo curioso es que me detengo para terminar de leer el párrafo (no voy a parar mi lectura —que siempre es gozosa— por un acto estúpido), vuelvo la vista hacia el lugar donde se originó el insulto. Y siempre veo a los gordos, pelones, brutales, con caras de delincuentes, uniformados y haciéndose pendejos, simulando que no fue nadie el que me ofendió. Ellos odian y temen a las letras. Sonrío. Me regodeo de su estupidez y me voy caminando lentamente, leyendo. Quizá instintivamente sepan que las ideas, las palabras son mucho más poderosas que sus armas, sus corruptas instituciones, sus jefes, sus presidentes.

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