jueves, 3 de mayo de 2012

Las enseñanzas de don Jesús


Las enseñanzas de don Jesús

(Apología del padre)

El drenaje de León, el puente de Coatzacoalcos, el Centro Mundial de Comercio, antes llamado Hotel de México, me niego a llamarlo en inglés; el Palacio de Minería, las estaciones del metro Chapultepec, Balderas, Sevilla, Allende, Bellas Artes, Hidalgo, la Hacienda de la Flor en Texcoco, la misma de Juan Charrasqueado y la más bella de tus hazañas, el rescate de Coyolxahuqui, extraída con tus ingenios y tus maniobras. Muchos edificios más, miles de acciones más que ni siquiera supe y otras que no recuerdo llevan la huella de tus manos.

En cientos de lugares de este país y algunos del otro, el del norte, que bien admirabas, tienen tu impronta digital. Ahí dejaste tu vida. Ahí te ganaste la vida. Miles, millones de gentes transitan y usan lo que tú nos construiste. Nadie se imagina que hoy que dejas este mundo, sigues viviendo en tantos lugares porque en ésos dejaste tu vida.

Lo primero que recuerdo es que tú eras mi Dios. Tú lo podías todo. Tú lo sabías todo. Lo que tú tocabas se volvía perfecto. Tú fuiste mi gran maestro. Me enseñaste a caminar en este mundo. Todo era tan fácil cuando me decías el más sabio consejo: “Busca el modo. Encuentra la manera” de resolver cualquier problema. Y esas palabras hacían todo tan claro. Lo imposible era fácil, sólo había que buscar el modo y encontrar la manera de resolverlo.

Me enseñaste cosas que en este momento me definen: ese prodigio de actitud ante la vida del que nunca perdiste esencia, el entusiasmo; palabra bellísima desde su origen: “Tener a Dios dentro del cuerpo”. Si pienso bien de la gente, si tengo fe en la humanidad (aunque no me den motivos), si sigo creyendo en el amor, si sigo buscando el conocimiento, la sabiduría, si creo que la vida es buena, se debe a la primera gran enseñanza tuya, señor: el entusiasmo. Ya grave de salud le dijiste a las enfermeras, cuando te preguntaron que cómo estabas, sonriendo respondiste, “Como la fresca mañana”. Y juro a los que oyen que en medio de tu laboriosa agonía te vi sonreír.

La segunda gran enseñanza, señor, fue tu inmenso amor a la mujer. Segundo gran regalo para mi vida. Tu veneración por la mujer ha sido el motivo delicioso de existir. Contigo comparto la indeclinable creencia de que la suprema belleza en este mundo y la gran sabiduría para transitar en él, se encuentra en la mujer. Contigo, mi señor, me rindo ante el sexo femenino y consagro a la mujer como la belleza encarnada y como la presencia y la acción creadora, a su través, de la divinidad en este mundo. Y como tú, señor amado, no lamentamos no haber sido mujeres sino hombres, tan sólo porque siendo hombres se nos regaló merecer esa bendición divina: la mujer, el amor de una mujer, el cuerpo de una mujer.

Señor, aunque hayamos hecho pagar a ciertas mujeres esta nuestra veneración de simples hombres.

Querido señor Ortega, te agradezco que en mi primera infancia me inocularas el amor al conocimiento concretado en los libros. Los libros que han sido mi vida, los libros que me han hecho muy otro que yo no era. Otro que parecía muy lejos y muy fuera de mis posibilidades. Señor, tú me diste los libros, gracias a los cuales, hoy que me dejas en este mundo, te puedo decir que he vivido al menos cuatro vidas, a cual más intensa y agradecible.

Señor padre: soy lo que tú engendraste en este mundo. Soy lo que fui adquiriendo, lo que acumulé a lo largo de esta ruta cuyo inicio tú marcaste. Señor mío que tuviste la sabiduría, la sensatez y la osadía de llamarte a ti mismo como tú elegiste y no como te estaba destinado; patronímico que nos heredas.

Desde tu tercer año de primaria fuiste maestro de ingenieros, llegaste a construir edificios bajo tu mejor sapiencia erudita de constructor empírico con tus manos y desde tu imaginación de obrero y tu conocimiento de buscador.

Hoy ha concluido tu camino en este mundo que cambiaste para bien, porque hoy, muchos ni siquiera tienen idea de que circulan por tus calles, habitan tus edificios, se protegen con tus muros, se regodean con tus ornamentos. Hoy, mi señor, dejas de ser carne y te vuelves historia, regresas al seno de la gran madre, del gran padre. Tengo, padre mío, la estafeta y te agradezco, aunque no hay con qué hacerlo, el tesoro de tus enseñanzas: el entusiasmo, la veneración por la mujer y el apego al conocimiento. Tres maneras sublimes de estar en este mundo. El amor a la vida, a la humanidad ―en particular a la parte mayoritaria de la humanidad, la mujer― y al saber y conocer que juntas son un solo concepto, una sola manera de estar en el mundo: el amor.

Señor amado, gran soldador, gran constructor, gran maniobrista, Gran Arquitecto de ti mismo, te entrego en las manos de Gran Soldador, del Gran Maniobrista, del que finalmente es el Gran Arquitecto, Diseñador y Constructor de cuanto existe. Un sitial de privilegio, sin duda, mereces en la inmensa obra de ese Constructor.

Te dio la divinidad, el universo, un talento, hoy regresas cargado, rebosante de talentos y dejas obra buena y abundante en este mundo.

Nos dejas a nosotros, tus hijos, testimonios de ti, de tu paso en este mundo.

Señor amado, padre mío, aquí estoy, aquí seguiré algunos años, soy parte de tu obra. Nos vemos pronto, allá, donde estés. Bendito seas.

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