lunes, 25 de abril de 2011

Hombre, estáis rojo como una gamba

Hombre, estáis rojo como una gamba

Guadalupe Méndez y Pterocles Arenarius

El título de este anecdotario es un préstamo, se trata de la oración pronunciada por el escritor español Manuel Pérez Petit al ver mi cara de pinche güerito chilango completamente enrojecida después de apenas media hora bajo el sol de Huapalcalco, muy cerca de Tulancingo, Hidalgo; un sol que pegaba como si fueran bofetones. “¿Y qué jijos de la regran chingada será una gamba?”, me pregunté.
Estábamos en la explanada que, a su vez está en lo alto de una colina que sirve de falda a un cerro cuyo cuerpo nos muestra una impresionante cortina de columnas de roca basáltica que parecieran la construcción de acuciosos cíclopes, nos asábamos bajo aquel sol quemante como horno nuclear y aturdidor como alarido de histeria, a costa de contemplar las solemnísimas ceremonias de los indígenas del lugar. El sitio es mágico por una larga serie de razones. La primera quizá sea que desde ahí se domina a plenitud la inmensa extensión de los sendos valles, hasta donde da el ojo humano, hacia los cuatro rumbos del universo. Los más antiguos habitantes del sitio lo notarían porque ahí se celebran esas ceremonias desde que la memoria es tal. La cortina de rocas parecieran cuidadosamente acomodadas y en ciertos sitios se practicaron inscripciones que datan ―según los expertos― de hace unos catorce mil años, meses más, meses menos, claro está. Capaz que los sujetos que a mano decoraron esas rocas, con su pie inaugurarían para la humanidad esos caminos y pergeñaron también los maravillosos dibujos que el tiempo, hasta el momento, sigue perdonando; perdón que no otorgan grafiteros y rapeleros cuando profanan el sitio colocando sus inteligentes leyendas (“Aquí estuvo el Roñas”) o bien sus argollas los que se cuelgan haciendo reminiscencias simiescas como diversión, “deporte extremo”, dicen.
Los inmemoriales frescos prehistóricos nos hacen estremecer imaginando la sensación de lo sagrado que habrán descubierto en sí mismos aquellos inmemoriales caminantes que designaron el lugar como habitáculo de la divinidad.
En la ceremonia indígena, éstos fraternizaron con escritores indígenas o mestizos llegados de varios lugares del país (Tabasco, Veracruz, Jalisco, Michoacán, Estado de México, Distrito Federal, etcétera) o bien indígenas o mestizos del extranjero (Perú, Brasil, Colombia, Estados Unidos, Argentina, El Salvador, España, y Venezuela). Los encuentros I de Escritores Indígenas Latinoamericanos y III Encuentro Latinoamericano de Escritores, se hermanaron bajo el lema, Por el derecho a la memoria. Y, como era de esperarse, aquello se convirtió en una fiesta y conste que no estamos hablando del desorden ―más o menos controlado― que en todo encuentro de esta naturaleza ocurre.
Los escritores, cualquier escritor, en cualquier parte del mundo, por fortuna, han aglutinado en sus caracteres un fuerte componente infantil ―el oficio de la escritura acumula, entre muchas otras características, la del juego―, así, en este encuentro, muchos de los más gratos momentos vividos, se debieron al buen humor y las actitudes bromistas y antisolemnes de muchos escritores, ya sea como agentes o bien como objetos de la risa.
El sevillano Pérez Petit de pronto se mostró, entre la jocosidad y la duda, intimidado por encontrarse “en medio de toda la indiada” que rememoraba su todavía mermada independencia, la que fuera perdida por primera vez por acciones de sus antepasados. Pero Manuel Pérez Petit es uno de los hombres más buenos que estuvo en este encuentro; además de excelente poeta. Y, por supuesto, nada tiene que ver con los españoles de hace 500 años. Una virtud más del encuentro Por el derecho a la memoria; fue su derecho al olvido. Nadie recordó que los españoles perpetraron varios genocidios en este continente. Nadie recordó que había un español entre los invitados.
El multicitado Pérez Petit hizo gran amistad con el escritor (quizá colombiano, como lo acreditaba su gafete, quizá mexicano como lo denunciaba su pronunciación) Jacinto Kanul. Ellos y el poeta hidalguense Jorge Contreras —autonombrado Jorgiástico—, compartieron habitación y Kanul no tuvo empacho en que Jorgiástico firmara como señor Contreras, el propio Kanul, como la señora Contreras y el español Pérez Petit como vástago de la feliz pareja.
Por cierto, Kanul fue el participante que más besos repartió y también el que más recibió. Afanado siempre por otorgar caricias a cuantas escritoras se pusieran al alcance de su vista. Ellas siempre le correspondían. Así, terminó el encuentro como el escritor más besado.
En una de las comidas que realizamos junto con los escritores indígenas en Hualpalcalco, la escritora argentina Celina Garay y la fotógrafa Peri Labeyrie le dijeron a la narradora Guadalupe Méndez que “Los porotos negros estaban deliciosos” y le preguntaron como se cocinaban. A lo que la mexicana les contestó que ella no había comido porotos y menos negros. Luego de explicaciones botánicas y culinarias más o menos prolongadas las tres concluyeron que los porotos argentinos son los mismos que los frijoles mexicanos.
El travieso autor Jacinto Kanul pronunciaba muy rápidamente el nombre del poeta venezolano Chungtar Chong y lo hacía de tal manera que de pronto parecía decirle Cachún-Cachún. Al final prefería decirle “Mi querido amigo Cachún-Cachún”.
Una de las contrariedades que hubo fue la de que el municipio de Pachuca, por desconocida razón, se negó a prestar sillas y micrófono para una sesión de lecturas al pie del famoso reloj de la plaza central de Pachuca. La sesión se hizo de cualquier manera. Fue bautizada “A todo pulmón”.
La excelente poeta argentina Celina Garay que asistió desde las lejanas tierras de ese país sudamericano llegó a este encuentro con un libro de poesía que imprimió ex profeso para este encuentro. Lo repartió regalado, leyó parte de él en sus intervenciones. Pero nunca dijo públicamente —como sí aparecía en la impresión— que hizo la edición para venir a México a compartirnos su poesía.
Un escritor veracruzano —cuyo nombre omitiré— llegó al encuentro imbuido de gran felicidad (un poco artificial) por encontrarse en un estado más o menos etílico (o a medios chiles, como decimos en México), lo sorprendente no fue que pocas horas después sufriera la resaca o cruda, sino que padeciera de seis crudas en los dos días, producto de las correspondientes “intoxicaciones”. Pero él se fue feliz y crudo una vez más a su tierra.
La escritora, actriz y activista por los derechos humanos, originaria de Perú, Gloria Dávila, en el momento de realizar un impresionante performance en el que incluía despojarse de su falda indígena, le ocurrió una “falla técnica” de vestuario y todos pudimos observar modelo, color y buen gusto de su ropa interior. Lo cual, por cierto, no desmereció ni un ápice su estremecedor espectáculo y sí, en cambio, agregó un vislumbre de belleza.
Patricia Salas, una hermosa mujer de la etnia huichol que ronda los cuarenta de edad, mereció de al menos cuatro escritores variados y creativos elogios a su belleza. Ella los recibió con serenidad que no dejaba de ser pasmosa, sin hacer el menor gesto. Los escritores que brindaron tales piropos quedaron desconcertados.
La escritora brasileña María Helena Leal, al comentar sobre la implacable reciedumbre solar, admitiendo que era tan fuerte al menos como en su país, estiró —con generosidad inusitada— el cuello de su playera estampada con la bandera de Brasil para mostrar que, en efecto, sus senos, protegidos por la blusa y el brasier, no estaban tan quemados como las zonas expuestas de su pecho. Alguno de los que escuchaban el comentario y notaban la diferencia de los colores de la piel de la brasileña le anotaron que no era necesario que se prodigara tanto en la exhibición de la diferente coloración, en especial de la piel de sus senos.
La organización indígena de Huapalcalco influye en las tomas de decisiones de ese municipio e incluso algunos de los regidores se designan por parte de los indígenas atendiendo a sus antiguos usos y costumbres. Junto a una biblioteca pública se encuentra un gran salón en el que sesionan los indígenas cuando les corresponde tomar decisiones. Las condiciones de pobreza, en general, son propias de los indígenas huapalcalquenses, como lo son de todos los indígenas mexicanos y también del lugar en donde sesionan para decidir. En este amplio local se llevaron a cabo las intervenciones de los escritores indígenas de diferentes países, como Eliane Potiguara, la famosa activista indígena brasileña, una impresionante mujer que además de su trabajo literario realiza activismo en favor de los indígenas de su país y de los derechos humanos en general. Igualmente estuvo Gloria Dávila, la autora y actriz peruana de quien ya hemos hablado, así como varios escritores indígenas mexicanos de etnias como los wixárica, los ñhañhú y los náhuatl. La audiencia era de unos cien indígenas además de muchos escritores no indígenas que llegaron al encuentro.
Las intervenciones se desarrollaban en un presídium al fondo del local. En ese mismo extremo, del lado izquierdo a unos ocho metros se encuentran los sanitarios. Los sanitarios no tenían agua. Y la gente los usó. Bueno, ni hablar, las personas que se encontraban en el presídium se mantuvieron estoicamente percibiendo el olor de mierda que imperaba en la zona. Pero todos los artistas o expositores, por fortuna, se hicieron de la vista gorda. Nadie se quejó ni hizo gestos, todos aguantaron.
Los indígenas Huapalcalquenses realizaron ceremonias místicas de fertilidad e invocación a la benevolencia de la divinidad. Como pocas veces es posible sentir la extraña energía que generan estos ancestrales ritos. La inigualable fuerza (que no es ninguna de las fuerzas conocidas o aceptadas por la ciencia) espiritual que en un sitio en el que de manera milenaria se han practicado estos rituales paganos, los indígenas nahoas de la zona se hermanaron con indígenas de tierras lejanísimas como Perú y Brasil, países dignísimamente representados por las sendas mujeres que asistieron a este encuentro. Esta hermanación se concretó con la entrega de bastones de mando a los invitados, con la estola que obsequiaron a todos los escritores invitados y finalmente las danzas.
Los indígenas del sitio realizaron sus danzas sagradas al compás de la música que ellos mismos producían. Si bien en ocasiones son muestra del sincretismo religioso: prehispánico-católico, también se observaron danzas de contenido completamente pagano, es decir, de origen prehispánico íntegro. Y los huapalcalquenses invitaron a danzar a todo el que estuviese presente. Así pudimos ver al activista y poeta argentino Francisco Gariboldi inmerso en la danza como nadie. Este señor danzó bajo el rayo inclemente del sol, no menos de tres horas, como si hubiera sido una manda o una obligación.
La brasileña Eliane Potiguara se enfermó de presión alta y tuvo que ser internada en un hospital. La altura de la ciudad de Tulancingo, similar a la de la Ciudad de México, 2 mil 200 metros sobre el nivel del mar le afectó. Sin embargo, pronto se sintió bien y se incorporó con gran enjundia a los trabajos del encuentro.
Uno de los escritores más juguetones del encuentro —también se omitirá su nombre— al encontrarse prácticamente frente a frente, a unos dos metros, con un alto funcionario del gobierno hidalguense se permitió decir “¿Y este malparido hijoeputa qué está haciendo aquí?”. El funcionario, sin duda, pudo oírlo, pero por fortuna jamás sospechó que el rudísimo comentario estaba dirigido a él, por más que fuera en plan de broma de la más temeraria índole. Luego, el bromista repitió la arriesgadísima actitud frente a decenas de policías que, por alguna razón, se encontraban vigilando sitios alrededor del lugar donde ocurrieron las mencionadas ceremonias indígenas.
Los autores de esta retacería de hechos se dirigieron a la parte media de la montaña sagrada para observar las pinturas rupestres que en este lugar se encuentran y que lo han hecho famoso. Subieron hasta encontrar unos rapeleros con los que intercambiaron bromas. Luego observaron con enojo como múltiples visitantes (indeseables) han mancillado las rocas milenarias con sus grafitis obcecadamente pendejos. Cuando se encontraban a cierta estremecedora altitud y luego de buen tiempo gastado, decidieron bajar lo más rápidamente posible.
—Mira, si nos vamos por este caminito llegaremos más rápido que si lo hacemos por donde vinimos. —Dijo él.
—No, creo que no hay que arriesgar, total, por el mismo camino, aunque nos tardemos, vamos sobre seguro. —Contestó ella.
—Vámonos por donde digo, desde aquí se ve que es mucho más corto. —Total que la convenció. Caminaron de bajada. De pronto, luego de quince minutos de caminar de bajada, se dieron cuenta que estaban dentro de un gran establo en el que había decenas de gloriosas vacas y unos cuantos toros… temibles. Debieron reconsiderar sobre la marcha y salir del establo por donde más próxima se viera una salida. Por hacerlo así, él se cayó entre la mierda del ganado vacuno y aunque metió las manos, no dejó de embarrarse la ropa. Su olor quedó impregnado a establo y así debió permanecer hasta regresar al hotel. Al final debieron caminar más de lo que habrían caminado regresando por el camino conocido.
A la escritora argentina Ana Cuevas Unamuno, al entregarle el bastón y la banda de reconocimiento de amistad, le dijo una indígena de Huapalcalco que ella era su hermana que durante muchos años había esperado. Ambas mujeres no se habían conocido antes. Las palabras emocionadas de la indígena provocaron un clima, en efecto, de hermandad mágica entre las dos mujeres.
Al final me enteré que "Puesh una gamba es algo así como un camarón". Ah, vaya.

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