domingo, 27 de febrero de 2011

para quienes buscan una guia para la lectura.

OSHO: EL GURÚ-TORO
Carlos Garcïa


Para Gerabad Pérez, amigo y buen lector de Osho
1
Lo primero, su nombre verdadero: Basho. Nacido en una empobrecida casta de brahmanes, campesinos y criadores de gallinas. La gente misma con el tiempo comenzó a llamarlo Osho, simplemente, en referencia al Budismo Zen, aludiendo a la sabiduría conseguida como maestro.
Criado por sus abuelos maternos, quienes inculcaron en él, respeto hacia diversas religiones de caminos aparentemente distantes: hinduismo, cristianismo, jainismo, budismo, etc. Le leían en voz alta, lo mismo el Bagadgita que la Biblia, el Corán, los Evangelios apócrifos. A pesar de tratarse de ancianos campesinos, le enseñaron a recitar poco a poco los libros sagrados e iniciáticos en sesiones nocturnas, antes de irse a la cama: desde la Odisea y la Iliada, hasta los Evangelios y el Libro Tibetano de los Muertos.
La lectura consistía en un rito, una forma de alimento del alma. Se trataba de paladear y saborear cada letra y cada palabra de aquellas escrituras antiguas y sacras. El mismo Osho recomendaría más adelante a sus alumnos, de ningún modo leer por leer, no hacerlo compulsivamente, no memorizar por nada del mundo conceptos ni almacenar teorías. La mecanicidad de la memoria en la educación occidental, según este maestro hindú, es la peor enemiga del verdadero conocimiento. La memorización mecánica crea máquinas almacenadoras de datos y palabras, computadoras, monigotes que repiten ideas sin cesar, de ningún modo hombres sabios ni despiertos.
Este tipo de lectura alimenta en falso ego y pierde al hombre aún más, leer de tal modo resultará seriamente nocivo para alguien.
Por ello deducimos, acerca de los modernos métodos y cursos de lectura veloz, que no llevan sino a una mecanicidad y automatismo de los hombres cada vez mayor. Seguramente ninguno de estos métodos agradaría al buen Osho.
Probablemente los peores enemigos del buen hábito de la lectura son los mismos profesores y sus ignominiosos métodos.
De esta misma mecanicidad de la lectura se logra deducir mucho acerca de por qué existe tanta gente en los tiempos actuales que detesta la leer y aborrece los libros. Y los pocos lectores que aún abren algún libro, son meros recitadores y repetidores de ideas, no exentos tampoco de obesos egos.
Se debe leer despacio, contemplar los párrafos, un poquito cada día. Respirando al mismo tiempo, relajado al máximo, disfrutando lentamente el sentido profundo del texto. Imaginar luego al autor y encontrar su intención, ubicarse frente a su pensamiento y degustarlo sin prisa. Comerse despacio al autor, según sus propias palabras. Esto es dejarse poseer por la sabiduría de un escritor ya difunto, un maestro de otra época, o un libro sagrado e imperecedero. Desde los Vedas y la Biblia hasta el Quijote o Freud.
Se trata de leer los textos sagrados no sólo con el intelecto, sino con las emociones en las manos. Sabiendo lo que se está sintiendo y experimentando a cada paso de la lectura. El verdadero conocimiento y la lectura consciente implican a todo el ser del lector en el acto mismo y en el instante de leer, no únicamente a su razón.
Convertir a la lectura diaria en un disfrute, un verdadero acto de contemplación y meditación. Tal como lo fue para los antiguos. Por ello, en tiempos perdidos, algunos maestros dedicaban toda una vida a leer un solo libro.
Osho dirá en una de sus pláticas, en sus Charlas sobre los Nueve Toros del Zen, que el libro más sabio y más antiguo que conocía, era un inmemorial texto tibetano, cuyas páginas, todas, se encontraban completamente en blanco. Al leerlo, el iniciado únicamente contemplaba y meditaba sobre la blancura de su vacío.
Y esto podría llevar a una de las meditaciones más hondas y a la experiencia de aprendizaje más profunda que alguien pudiese conocer.

2
Lo mismo con la escucha y el diálogo. No es posible aprender de alguien si en todo momento se encuentra interviniendo la razón y el análisis hipotético y lógico. No se puede escuchar en verdad a nadie imponiéndole conceptos, prejuicios y experiencias previas que nublan la imagen del presente.
Osho advertía a sus discípulos que toparían con un doloroso y áspero muro si pretendían relacionarse con él mediante la vía del intelecto. Que él no era un intelectual de ningún modo. Para llegar a ser alumno de Osho debía renunciarse al intelecto y en cambio sumergirse en el camino del alma y del corazón.
Y vaya que conocía métodos psicológicos para destruir el falso ego y los esquemas intelectuales de quienes se acercaban a él.
De ahí que utilizara la metáfora del Toro para aludir al Espíritu. El Toro habitaba en las profundidades del ser humano desde el inicio de los tiempos.
El joven iniciado, al comenzar la meditación o la práctica espiritual de cualquier escuela (incluyendo el psicoanálisis) comienza a intuir la presencia de aquel ser hasta ahora desconocido. El Otro Yo, al cual vislumbraron demasiadas tradiciones psicológicas y místicas de Occidente y Oriente. El Otro Mí. Pero el Toro, según Osho, no se encuentra en un principio domesticado ni está de ningún modo acostumbrado al contacto manso con los hombres. Mucho menos dispuesto a permitir a nadie que se le aproxime. El joven novicio de cualquier tradición psicológica o espiritual, deberá acercarse lentamente a su Toro. Paso a paso, avanzando tan sólo un poquito cada día, tal como lo hizo el Principito al domesticar al huidizo y desconfiado Zorro. Siendo disciplinado y constante a la hora de vislumbrar a la Bestia, pero tampoco temeroso ni dubitativo. Porque el animal gusta de la adrenalina y saborea el miedo.
El Toro es capaz de propinar poderosas embestidas, sacudir, estremecer y espantar a la mayoría. Bastante gente huye en los primeros pasos de experiencias psicológicas profundas o místicas. Algunos se sumergen un poquito nada más, y luego se asustan tanto que se alejan para siempre de la búsqueda. Perdiendo del todo, debido al miedo causado por el Toro, cualquier oportunidad de conocerlo y domarlo.
Pensamos en estos momentos en los síntomas mentales de diversos trastornos psicóticos y neuróticos, donde el individuo comienza a percibir al Toro, al Otro Yo, pero como ajeno a sí mismo. Una proyección, desde luego externa de lo que habita en el interior. Entonces comienza la ansiedad, la paranoia y las persecuciones delirantes, pues no puede llegarse a ningún lado ni esconderse de sí mismo.
No son pocos quienes huyen para siempre, espantados ante los primeros pasos en el abismo de la inmersión en la meditación profunda, el psicoanálisis o la terapia con sustancias psicoactivas.
Con paciencia, un poco de no excesiva disciplina, la ayuda de un maestro experimentado (no sólo teórico) llegará el día en que se pueda tocar y acariciar el lomo del Tauro. Con algo de suerte quizá se encuentre el momento de saltar sobre él y montarlo, volviéndolo amigo y aliado.
Quizá no exista hombre más congruente que aquel quien ha logrado convertirse en el mejor amigo y aliado de sí mismo. Una unidad con su Inconsciente o su Yo profundo. La coherencia más absoluta dentro de la incoherencia del flujo de la vida.
Como cualquier bestia del reino animal y espiritual, el Toro acabará acostumbrándose al trato cotidiano. Del mismo modo que el Zorro del Principito, aprenderá a gustar de las caricias, también de los latigazos imprescindibles, si es que el iniciado, ya con cierto grado de desarrollo, se ha tomado en serio su búsqueda. El Toro entonces ya no es un extraño, sino un colaborador y amigo.



3
Los sueños de gran cantidad de hombres están plenos de Toros, Perros, Ratas, Dragones, Vacas, Mulos u otros seres quienes se manifiestan, representando en el mundo onírico la parte espiritual indómita de cada cual, según se temple y temperamento. Muchos los temen y rehúyen durante toda la vida. Comprensiblemente, pues no es sencillo, como se ha descrito, de ningún modo, acercarse, mucho menos domar al Toro. Perdiendo no obstante la oportunidad de experimentar y aprender quizá el único conocimiento que vale la pena en esta vida: el conocimiento de uno mismo.
Se aprende con demasía de los animales. Es muy probalbe que quien no se ha tomado la molestia ni el sobreesfuerzo de criar y educar a algún animal, experimente mayores y severas dificultades para encontrar y entrenar a su propio Toro.
Concluimos, quizá un poco tajantemente, que quien no respeta ni mucho menos sabe tratar ni domar a los animales, (aunque sea las cucarachas y los ratones de su casa) difícilmente podrá intuir siquiera la presencia del Toro en su propia alma. No hablemos siquiera de cómo educarán a sus niños y tratarán a sus semejantes, aquellos quienes se sienten superiores o desprecian a los animales.

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