martes, 12 de enero de 2010

La política cultural es cosa de los ciudadanos

Toda nación que se precie de serlo (siempre naciente y unida a los retos de actualidad), está constituida por un Estado. La estructura de esta entidad se relaciona profundamente con los individuos que la crean y la protegen de invasiones que codician su riqueza: se hacen leyes para regular los intereses, los derechos y los vínculos que la conforman, así como para el aprovechamiento de los recursos (naturales y humanos). En el mismo tenor, esta organización social producto de la acción humana, puede ser considerada como expresión de nuestra identidad, permitiendo que quienes la integran luchen por sus aspiraciones de servir y producir, de construir en armonía con los esfuerzos de sus semejantes una realidad social que tenga sentido. El Estado -así- se ordena, siempre teniendo en la mira, de forma clara e irrefutable, el crecimiento de todos los sectores de la comunidad que representa.

La formación de tal Estado es el resultado de desplegar las capacidades humanas fundamentales, en cuanto a ideas, trabajo, diseño de estrategias que emanan mediante la participación activa en las decisiones y problemas a vencer que les incumben. La participación es la médula de tal Estado. La participación es la fuerza de esta entidad, pero, es también, su punto más débil, donde se puede vulnerar el ser de toda una nación. El ciudadano “debe” saberse responsable, confiado y dispuesto ante los reclamos que exige el crecimiento y fortalecimiento de lo que él mismo creó. En tal agrupación, nadie está fuera de las oportunidades de tener voz y voto, porque es una virtud que nació de él, que le pertenece porque él es la pertenencia.

Una nación así reconoce, en todo el significado de la palabra, a todos los que la integran en todas las labores que desempeñan: el natural originario, llámese Purépecha, Otomí, Chichimeca, el campesino o agricultor, el obrero, el profesionista, la ama de casa, el especialista en alguna materia, el artesano, el creador, el comerciante, el industrial, el empresario; en pocas palabra, el ciudadano que en cualesquiera de las áreas del conocimiento humano se desarrolla.
Una actividad donde esta participación brilla en todo su esplendor, es en la “política”.

La política como la parte práctica de una organización del sistema social, en el entendido de ser “ejercicio del poder” o desde una perspectiva más ética: el poder público para lograr objetivos provechosos para el grupo, tiene en la actualidad su fundamento en la total y profunda consideración del otro, del ciudadano como el alma de una nación, porque si crece el ciudadano, crece la nación.

Ver los verdaderos problemas, buscar sus soluciones reales y trabajar en ellas, sin impedir el desarrollo integral de las personas, sino por el contrario, abrir nuevos horizontes de actividad, de crecimiento, debe ser la virtud de la política, hoy y siempre. Mientras la comunidad crece, el Estado tiene por obligación busca brindar mejores servicios en salud, educación, distribución de trabajo, economía, vivienda, seguridad, justicia (donde hasta la mente más simple, sabe que se hace justicia), vías y canales de comunicación, así como bienes y servicios para la cultura (lo que le otorga sentido al hecho social mismo).

Como el Estado está organizado, no hay fugas ni mal gasto del dinero de la comunidad y por lo tanto se pagan impuestos razonables, que se dan con gusto porque toda la comunidad sabe que se usan en su bien. Nadie tendría miedo de decir la verdad y los medios de comunicación serían libres en su albedrío. No habría tristeza, impotencia o depresión.
¿Vivimos en un Estado así? No hace falta dar una respuesta, tú la conoces.

Guanajuato no está exento de esta visión generalizada. Empero, en el caso de la política cultural para el estado, llena de grandes palabras y discursos vacuos, de puro delirio al viento, es –en el mejor de los casos- un compendio de buenas intenciones, y a menudo, de despropósitos, alucines y caprichos, sin un enfoque claro sobre cuestiones claves.

Toda comunidad manifiesta un gusto por la vida, ésta se manifiesta en su lucha, en su sentido de la belleza, en sus significaciones, sus logros, sus construcciones, sus objetos cotidianos, su historia, su pasado, sus sentires, su ahora; en sus expresiones que crean su identidad, su cultura, su enraizamiento en el mundo; en fin, en su herencia que fortalece, respeta y cuida. Esto es así en aquellos estados que valoran, protegen, alientan con mucho celo su patrimonio.

No obstante, hay estados que tienen una historia muy controvertida, donde hombres, llenos de codicia, malogran el presente y el futuro de su comunidad, subyugándola a sus caprichos, socavando, confundiendo los ánimos de su gente, minimizando su esfuerzo, empobreciéndola, extraviando su herencia cultural, callándola, ocultándola, desoyendo sus voces, su verdad, su belleza, sin darse cuenta que la ineficiencia que nos imponen, es hija de esa pasada y actual actitud de menosprecio a lo que es. Creen que ellos son la historia, la cultura, que su ego hace un gran favor al dar las migajas de su banquete.

¿Dónde está, pues, plasmado en la política cultural de Guanajuato lo que opinan el artesano, el músico, el arquitecto, el bailarín, el pintor, el escultor, el escritor, el poeta, el actor, el fotógrafo, el filósofo, el comunicador, el historiador, el lingüista, los maestros que preparan a las siguientes generaciones que expresarán lo nuevo, y el ciudadano “común y corriente”?

Una política cultura así se verá siempre obligada a imitar, a simular, a disfrazar su pobreza con un angustiante menor esfuerzo, jamás tendrá soluciones porque no verá el problema, para los encargados de la misma lo único importante es imponer su ego; cobrar lo que puedan ¿Y a los que tienen que servir? Que se las arreglen como Dios les haya dado a entender, ¿o me equivoco?



J.F.R.Femat
Diciembre 2009

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