Zoe
Pterocles Arenarius
Yo quería una niña. Una chiquita normal y común como cualquier niña. Una niña a quien alimentar, cuidar, divertir, enseñar el mundo. Convivir. Alguna vez soñé que una mujer que no quisiera a su niña, que existen, por razones espantosas y degradantes que sean, una mujer bien podría regalarme a su niña. También, tratando de tener los pies sobre la tierra pensé en acudir al DIF y solicitar una niña en adopción legal. Es requisito estar casado, uno entre dos mil a cual más riguroso. Bueno, pues incurriría en tan brutal sacrificio. Casarme. Así era de grande mi necesidad de una niña. Llegó a convertirse en un dolor, en una sensación de que la vida no tenía mucho sentido sin una niña. Por supuesto que una conclusión necesaria y suficiente apareció, si estoy dispuesto a cometer uno de los más bárbaros actos que un hombre puede cometer, el matrimonio, con tal de cumplir los requisitos para adoptar una niña (con los trabajos que implicara, como convencer a la interesada, etcétera), bueno, si es así, para qué la adopto, si la mujer que esté conmigo es común y normal, pues tendremos una niña propia. ¿Y cómo voy a asegurar que sea niña? Ah, conozco el milenario método que postuló Hipócrates para decidir el sexo de nuestros niños en el propio momento de concebirlos. No me lo pregunten en público porque es un poco embarazoso mencionar regiones íntimas de los cuerpos aludidos y las posturas requeridas. Pero es fácil colegir lo que, en todo caso, más nos interesaría, cómo hacer para que podamos escoger el sexo de nuestro bebé: el método tiene un sustento muy lógico. Los modernos neurólogos admiten --por las funciones que radican en cada hemisferio cerebral-- la existencia de dos cerebros físicos, uno masculino y otro femenino, puesto que está prácticamente aceptado que hay funciones más bien masculinas y otras más bien femeninas, sin que ninguna esté vedada al otro sexo. Igualmente ocurre en todo el cuerpo. ¿No es predominante la mano derecha en ciertas funciones sobre la izquierda que lo es en otras? Además Hipócrates sabía que quien decide el sexo (porque en sus gametos está el factor XX y el XY, para niñas y niños respectivamente, como hoy sabemos) es el hombre. Y puesto que tenemos dos pequeños testigos de nuestra masculinidad, uno de ellos es --o tiene que ser-- masculino y otro femenino; este mundo es absolutamente carente de absolutos, y no es uno de esos pequeños testigos absolutamente femenino ni el otro masculino, pero sí tienen uno y otro una fuerte predominancia estadística. Lo demás es simple ingenio anatómico-mecánico-erótico. Quien sepa leer que entienda.
¿Por qué una niña y no un niño? Por supuesto que busqué la explicación. Quizá hubiera una abominable patología oculta en lo más profundo de mí. No garantizo ni el sí ni el no. Pero hay un conjunto de razones perfectamente inteligibles y casi pueriles de tan sencillas. (Me perdonarán los misóginos y si no lo hacen no me importa): la vida me ha llevado a la conclusión de que las mujeres son superiores --si es que fuera posible hablar de superioridad de algún sexo--, además ellas tienen en mayor grado que los hombres las virtudes que aprecio más para los seres humanos: refinamiento, delicadeza, sensibilidad, intuición; además en ellas radica la facultad de la procreación: “El macho sobra en el universo, con la mujer habría sido más que suficiente” dice Remy de Gourmont citado por mi más que falible memoria, pero el último grito de la moda en ciencia lo comprueba, la clonación es posible sin la participación biológica del macho en ninguna parte del proceso. Creo que las mujeres son seres más completos. Los hombres son simplemente más activos por su propia incompletitud. La estadística, otra vez, demuestra que entre el sexo femenino hay un promedio de normalidad notablemente superior. Las malformaciones congénitas son más comunes en bebés masculinos. La mortandad en edades tempranas perjudica más a los niños que a las niñas. Y los desquiciamientos mentales o las sociopatías son mucho más comunes entre los hombres, de lo que dan testimonio cárceles y manicomios. Aunque, al parecer, también la genialidad extrema (que es una locura lúcida que no vacilan en llamar espantosa quienes la gozan y más bien la sufren) tiene una frecuencia más alta entre los hombres. Existe un libro formidable, un ensayo en donde el filósofo español Pepe Rodríguez nos convence de que Dios nació mujer, en donde demuestra que en las religiones originales, la divinidad era femenina. Pero lo que me definió a lo largo mi vida en favor de las mujeres es el hecho de que ellas son hermosas. “Belleza es verdad, verdad es belleza, nada más es necesario”, según John Donne a través del filtro de mi no tan confiable memoria. Siendo riguroso en extremo tengo que aceptar que mi filoginia en realidad es una elección, una cuestión de gusto. Llegué a convencerme de que, si un hombre alcanza una gran estatura humana es porque acumula en sí mismo las mejores virtudes femeninas. En suma, prefiero a las mujeres porque --quizás no en lo particular-- en lo general son, tanto para mi gusto, como para mi escaso discernimiento, superiores a los hombres. “Mientras las mujeres sostienen al universo sobre sus espaldas, los hombres abandonan sus hogares para ir a mover las ruedas de la historia” dijo García Márquez alguna vez. No faltó la ocasión en que alguien me hizo la maligna interpelación: “pues si tanta es tu admiración y tu amor por las mujeres, confiesa que te habría gustado ser mujer”; afirmación que, viniendo de quien venía era --puesto que implicaba una defección del orgullo masculino-- una acusación de homosexualidad. Mi respuesta fue una creación. Apareció natural, inmediata y clarísima, como una iluminación. “Sí, es indudable que me hubiera gustado y mucho ser mujer, excepto por una razón: que la mejor forma de disfrutar de cosa tan buena en este mundo es siendo hombre”.
Por todo eso y más, una niña. Quería una niña. En el año 99 encontré a una linda muchacha con virtudes más que plausibles para que fuera la encargada de traer a este mundo a mi niña.
Tuve que convencerla, de hecho le hablé de mi necesidad de una niña desde nuestro primer encuentro; y logré su convicción usando al máximo mis mejores facetas en todos los ámbitos. Hasta que un día bendito me exigió “quiero tener una niña, ¿cómo le vas a hacer?”. Es muy sencillo --contesté con esa seguridad masculina que jamás tiene el menor sustento ni siquiera en el que la presume y es más bien un recurso desesperado que, sin embargo, muchas veces funciona--, conozco el método hipocrático.
Y pusimos genitales a la obra.
Nueve meses después nació la niña. Este 28 de febrero hizo dos años. Hoy la niña se llama Zoe que en griego significa vida y le agregamos el nombre de su mamá, Araceli, que en latín es Ara: altar, Coeli: cielo.
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