domingo, 20 de octubre de 2024

Prólogo a la novela Tú eres Pedro de Agustín Ramos

  

Tú eres Agustín (y has hablado como una catedral)

 

Una gran novela suele acumular unas cuantas virtudes para lograr el cometido de todo objeto que se pretenda obra de arte. Tal misión es la de tocar los timbres más profundos y sensibles de su espectador (lector, en el caso de una novela). Una función de la mayor importancia es la de enajenarnos —en el más noble sentido posible de la palabra. Un gobierno de déspotas procurará enajenar a su pueblo para robarlo. Pero una obra de arte hará lo mismo con su espectador para seducirlo, porque toda obra de arte es un acto de amor; quizá también para que perciba mundos prodigiosos o momentos sublimes de este, por ejemplo—. Colocarnos fuera de este globo no necesariamente tiene que ser nefasto. Tal es lo que logra Tú eres Pedro, por más que el personaje protagonista de la historia no sea un humanista ni un virtuoso y, si acaso, será un héroe de la apropiación de lo ajeno y supremo adalid de la hipocresía.

Un gran escritor mexicano



Tú eres Pedro, ciertamente cita bíblica, podría ser lo que a los archimillonarios les gustaría llamar “una historia de superación; un modelo del selfmade man”. Pero más bien expone la manera en que un hombre alcanza el estatus de prolijamente enriquecido gracias a abusar del que necesita, o bien de “agarrar ahorcado” (como dice nuestra expresión) a un vendedor desesperado, de esquilmar a sus parientes sin piedad ni consideración al nexo parental. En suma, con una notable imparcialidad Agustín Ramos nos va narrando como la avaricia, el oportunismo, la ausencia de escrúpulos y hasta la maldad, además de la gran hipocresía, siempre presente, logran que un hombre, Pedro Romero de Terreros, Conde de Regla, luego de haber sido un joven sin oficio ni beneficio se convirtiera en (muy posiblemente) el hombre más rico del mundo de su época.

No menos presenciamos en la novela una de las más importantes rebeliones del pueblo contra ese, el hombre más rico del mundo. Una gesta popular que, como muy pocas, demuestra que cuando los pueblos han perdido todo, la gente se levanta contra los grandes poderes porque han perdido también el miedo a la muerte. Y el que no teme a la muerte no teme a nada ya que, dice Carl Gustav Jung, “Todo miedo es miedo a la muerte”.

Circunstancias de Tú eres Pedro que se narran para nuestro asombro son el puntilloso conocimiento del oficio de la minería de hace trescientos años que demuestra el autor; el espíritu del pueblo que permea toda la narración; la meticulosa investigación de la vida, desde su origen en España del protagonista. La novela, en fin, es una acuciosa investigación histórica. Pero, lo más importante…

Al centro el autor de Tú eres Pedro



Tú eres Pedro transcurre en el siglo XVIII, en algún aspecto siglo glorioso para España. Si bien ya comenzaba su terrible decadencia a pesar de ser “el imperio en donde jamás se oculta el sol”, la gloria de este país radicaba en cursar lo que hoy hemos llamado El Siglo de Oro de la literatura en este idioma. El siglo del barroco.

Esta novela, cuyos personajes viven en el áureo siglo, está escrita por un artífice de la lengua de aquellos tiempos. Se trata de un concierto del español en el momento sublime de su historia. Los refranes, la metaforería casi natural o sabe dios, los apotegmas, los giros verbales, las descripciones que llegan a ser insólitas en su economía pero tan generosamente solventes en imágenes. La novela podría equipararse a una catedral de las muchas que se construyeron por acá en esos tiempos. Exquisitamente churrigueresca, es decir, con la estirpe española pero más bien adaptada con habilidad y firmemente adoptada a los modos de estas tierras. No es excesivo anotar que Tú eres Pedro se trata de una descomunal hazaña verbal en todo sentido.

El lenguaje es tan envolvente, tan rico y evocativo que termina uno pensando y aun hablando como habla la novela. Como ocurre cuando uno lee demasiados versos rimados y se pegan tanto los modos octosílabos, endecasílabos o hasta alejandrinos de aquellos versos tan bien hechos que acaba uno hablando en verso.

Y a veces los que no comprenden los motivos, las razones o sinrazones de una rebelión, la novela nos da una brutal sacudida. Dice el sacerdote que opera como mediador entre los mineros rebeldes y el patrón: Hijos, ya estuve con el dueño, quedamos que a las cuatro de la tarde les partirá su metal. Id a comer a vuestras casas.

Le contestan: —Usted de seguro tendrá algo de comer en su casa. (…) Qué comeremos, padre, si por eso estamos en este mitote, no por otra cosa. (…) la esposa de Juan Barrón, sí, del cojito que está preso, parió hace días, exactamente los mismos que no prueba bocado.

Eso es perderlo todo, incluso el miedo. Haber perdido hasta lo indispensable para sobrevivir y haberlo perdido para que vaya a manos del hombre más rico del mundo. Esa avaricia es una enfermedad del espíritu. Una avaricia infinita porque no se saciará jamás porque es la del miserable infinito, el que no tiene llenadera ni satisfará su necesidad de acumular ni siquiera si fuera propietario de todas las riquezas del mundo. Seguiría deseando más, aunque ponga en peligro las vidas de todos los humanos e incluso la propia. Y todavía así hay quienes no pueden explicarse las rebeliones de los pueblos.

La editora Noemí y tres de sus autores: Sergio García, Agustín Ramos y Pterocles



En general, las novelas de Ramos son totales; dejan una sensación de completitud, de absoluto, dejan la sensación he dicho, porque eso, el absoluto, la completitud es imposible; ni siquiera lo logra la divina matemática, dice Kurt Gödel; la literatura tampoco puede con el infinito, por supuesto, sin embargo, sí puede dar la sensación de ello. Se llama “astucia literaria”, diría un escritor hidalguense, como Agustín, el autor de Tú eres Pedro. Y de tales astucias Ramos da múltiples y formidables lecciones. Por otra parte, en lo particular las narraciones de este autor suelen penetrar hasta los profundos territorios donde se mueven las placas tectónicas abisales del espíritu y cuyos movimientos gestan los terremotos interiores que nos dejan huellas que no se borran en el resto de la vida.

 

Pterocles Arenarius

viernes, 27 de septiembre de 2024

Susana y el tanguarniz (revista Generación 163)

 Apareció la ya mítica revista Generación. Una publicación que se mantiene por décadas, como ninguna en México. Haciendo un recuento recuerdo haber publicado en Generación por primera vez como en el año 2001 (¿o sería el 2002?), con un artículo sobre el Festival Internacional Cervantino. El tema de la revista era precisamente el FIC. Luego, posiblemente en el 2009 ¿o 2010?, publiqué un artículo que se llamó Roña y furia en Guanajuato, en el número 83, que la revista dedicó al Punk. Y ahora publican Susana y el taguarniz (sic con falta de ortografía).

No deja de ser honroso publicar en Generación. La crónica que sigue se puede leer en esta Generación número 163 del 2024 (¡Aleluya y larga vida a Generación, chingao!). Y, bueno, los reclamos. Le volaron a mi artículo un trío de párrafos, en total unos diez renglones. Creo que no había necesidad y menos si vemos que, para ilustrar la crónica, la acompañaron con una foto de buen tamaño, y el texto parece medio inconexo en donde le cercenaron palabras y en un caso cae en el franco error. Bueno, ni hablar.
Por eso aquí lo publico completito y sin faltas de ortografía, la palabra que se incluye en el título es Tanguarniz, con n.
Una hazaña que ya dura décadas: Generación




Susana y el tanguarniz

—Escóndete, güey, le dijeron a tu jefa que andas bien pedo y viene a buscarte. —Por ahí venía mi jefa; la vi entre la pequeña multitud que festejaba el 10 de mayo. Era el 1966. Sonaba música de aquellos tiempos. Lo más procurado era la Matancera, o el rocanrol que ya provocaba gran júbilo al ser bailado vertiginosamente. Era la vecindad 24 de la calle de Juan de la Granja, a cien metros del núcleo de la Candelaria de los Patos. La fecha se me hizo recordable porque era día de las madres y, algún regalo le habré hecho, yo era ayudante en una tapicería y era orgullo llegar con la mamá y darle una licuadora. Pero el oprobio lo agregué cuando, en la fiesta, dije a mis amigos más grandes que me dieran del infame chínguere con cocacola que bebían.
—¿Quieres un trago, güey? — y rápidamente, en un vaso de plástico, me sirvieron lo que, erróneamente, llamaban “una cuba”. Porque era Presidente no ron.
Las ansias de novillero se calmaron, tenía mi vaso con bebida alcohólica, como los grandes a mis quince años. Quería ser igual a los mayores. La bebida no era agradable digamos, pero te igualaba con la gente mayor, con la tropa, los ñeros del futbol, los cuates. Y bebí aquella bebida dulzona, de fuerte y raro sabor de un largo trago, como los hombres. Y fui a pedir otro. Y me lo dieron. Diez minutos después estaba en los baños colectivos de la vecindad vomitando. Me senté en donde no fuera visible, doblado, víctima de un espantoso mareo y las arcadas vomitivas. Hasta que me fui a esconder para que mi madre no me viera en tales condiciones.
Pero pronto me encontró:
—Mira nomás, esto era lo único que te faltaba, cabrón este —y me atizó un bofetón que me volteó la cara hasta la espalda. Recuerdo el enojo, pero lo más recordable fue el desconcierto al experimentar el volado de derecha de mi madre al estrellarse con la palma de la mano en la jeta, ningún dolor.
Muchos años después, en los 90 (ya era yo un cuarentón irredento, había abandonado la ingeniería, me había divorciado y había publicado algunos cuentos además de escribir guiones para Telesecundaria), cuando mi novia en turno era Susana y le hube citado mi primera hazaña alcohólica, ella me dijo:
—Como sabes, nací el 9 de mayo del 66, ¿te das cuenta de que tienes de borracho lo que yo tengo de edad? —Era el año 1991, ella tenía sus frescos veinticinco y mi cuarto de siglo era en tragos.
Susana nunca había bebido. Nos hicimos amigos en la Unidad de Televisión Educativa, donde éramos guionistas. Se interesó en las parrandas que nos oía comentar. Luego nos hicimos novios a pesar de sus veinticinco y mis cuarenta. O gracias a eso. Y del mero interés por el alcohol pasó a la práctica.
El fin de año nos hacían fiesta en la UTE. Una comida con botella por cada cuatro en la mesa, luego había música para bailar. Empezamos a beber a velocidad. En un rato estábamos pedisérrimos. Bebimos despiadadamente. Y ese día apareció un mal para Susana. Nos dimos cuenta de que era alcohólica o, mejor: altamente vulnerable al alcohol.
Susana es la mujer más inteligente que se me dio conocer en la vida. Y, como suele suceder con las inteligencias privilegiadas, sufría arduamente los sucesos nimios de la cotidianidad.
Fuimos a la fiesta de fin de año de la UTE. Se “compró” un vestido caro y atrevido. Cuando se lo puso, al final, en el momento de calzar sus zapatillas su hermana le dijo:
—Oye, no te vayas a agachar con este vestido porque se te va a ver todo.
Nos fuimos a la fiesta y bebimos furiosamente. Cuando aquello terminó estábamos inhumanamente pedos. Pero lo increíble era que queríamos seguir bebiendo. Era la medianoche.
—Vamos a Garibaldi —le dije. De inmediato respondió:
—Sí —luego se me acercó para decirme al oído—: ya me quité los calzones. —lo cual, aun tan borracho, me preocupó. Me dije: “Con ese vestido tan corto y ampón, si se agacha tantito se le verán todas las nalgas, aunque tenga sólo dos. Hay que cuidarla”. Tomamos un taxi hacia el embriagadero de Garibaldi. Nos metimos en un antro sórdido. Bebimos algún abominable matarratas que, al salir del lupanar, nos hizo basquear en alguno de los prados que había en Garibaldi. Exhaustos, tambaleantes, meamos públicamente desafiando a la feroz y ladrona policía de aquellos tiempos, al mundo entero y, no menos, a la cólera de dios. Ella, recuerdo, abría las piernas para emitir el tibio chorro amarillo. De suerte inverosímil nadie nos molestó.
Al día siguiente, Susana, al despertar, se golpeaba a puñetazos la cabeza. Le pregunté:
—¿Por qué te golpeas?
—Putamadre-putamadre-putamadre, no aguanto el dolor…
—No-no-no…, pérame —y preparé tragos bien cargados de alcohol y mucho líquido para hidratarnos. Ni la vomitada de la noche nos menguó el sufrimiento.
Ella era tremendamente intensa.
El sexo con Susana era una batalla de dos a tres horas. En la primera semana me di cuenta de que se había involucrado en el acto de felación dos veces por día. Decidí acumular en bitácora un registro de sus acciones sexuales y, en especial, las de sexo oral, incluía un marcador de orgasmos por encuentro, Ella 4-2 Yo. Curiosamente, el ganador era el número menor porque había logrado inducir más orgasmos a su pareja.
Cuando llegó la primera rencilla que provocó ausentarnos mutuamente en una semana, no pude evitar la revisión de la bitácora. En dieciséis meses y veintisiete días, sólo en cuatro de estos lapsos de veinticuatro horas se le pasaron sin que recibiera mi pene en su boca. Lo cual implica que en los 543 días me hizo emitir algo así como 2.72 litros de semen (5 ml por eyaculación) de los cuales (siempre según registro) ella misma engulló como la mitad, es decir, 1.36 litros.
Al principio, creí que eso era el paraíso. Pero la realidad nos abofeteó: siempre estábamos fatigados y soñolientos. El sexo llegó a volverse aburrido, rutinario, a pesar de la belleza de ella, de mis ímpetus, de su deseo de vivir, de conocer el mundo y los excesos. Nos estimulamos: veíamos pornografía, incentivar la creatividad. Inútil. Era como el descenso a rapel en un pozo sin fondo.
Susana dejó de amarme en cuanto me descubrió defectos, me perdió el amor. Y empezó a tener relaciones con otro güey. Y hasta llegó a someterme a aceptar sus relaciones con ambos. No lo soporté. Me hice de una mujer mucho menos inteligente, incomparable, por déficit, con su belleza, en fin, una chica que no podría competir con Susana. Pero me alivió de la pérdida.
Era como haber perdido una botella de whisky Macallan y conformarse con un humildísimo Tonayan.
Años después, el hado nos hizo encontrarnos en Isabel la Católica y Cinco de Mayo, frente a la vinatería. Sentimos afecto y hasta alegría. Charlamos y evité preguntar por su marido, aquel güey.
Compramos un vino tinto. Ni modo de tomárnoslo en la calle. Nos metimos a un hotel. Rememoramos en la práctica y felizmente las viejas batallas sexuales. Y nos alcanzó la noche. Como siempre, queríamos seguir bebiendo y también cogiendo.
—Vámonos a mi casa, hoy no habrá gente ahí, pero estoy encargada de cuidar el departamento.
Compramos más alcohol y más en serio, un Zacapa. Basta de vino tinto.
La noche nos fue apenas justa. La cogedera prolija y el alcohol insuficiente. Salimos por más.
Al día siguiente, con una cruda más bien benévola —había sudado, en los trances del combate amoroso, buena parte del alcohol ingerido—, me despedía de ella cuando el mediodía ya cediera su lugar al temprano atardecer.
De pasada vi una vela blanca, normal, excepto porque tenía una curva muy bien hecha y que, sin embargo variaba el grado de curvatura a lo largo de la vela. La figura era rara.
—¿Y estas velas, tú las haces? —Y además resultaba difícil imaginar para qué se usarían.
—Mmm, no… Digamos que no exactamente.
—La curva es muy rara, yo creo que sólo de molde se puede hacer una vela así.
—No. Es mucho más fácil. —Y me miró sonriendo, desafiante—, me la metí por el culo.
—Ah, mira, qué… interesante… y curioso…
“Oye, pero ten cuidado, porque si te la dejas se te va…
—Pero si se te va pues la cagas y ya.
—No. Los movimientos peristálticos que, curiosamente, empujan hacia afuera la masa excrementicia, provocan que los objetos sólidos suban y suban…
—¿De verdad?
—Sin pierde…
—Bueno, pues gracias por el aviso.

lunes, 23 de septiembre de 2024

El Pornócrata (In memoriam)

  

El pornócrata

(In memoriam)

 

Caminábamos por Balderas, ya casi para llegar a la entrada del metro, cuando vimos que venían unos cuatro o quizá cinco sujetos en sentido contrario de nosotros, también caminando. Muy tarde, ya cuando nos cruzábamos con ellos, nos dimos cuenta de que venían bien borrachos, vociferantes, como buscando pleito, urgidos por agredir o quizá eran porros de la Voca 5, que está a la vuelta de donde estábamos. Los energúmenos nos lanzaban botellazos como queriendo matarnos. Corrimos unos metros. Uno de los borrachos escogió al peor rival posible, el Kung Fu, Alberto Vargas Iturbe; le dijo “Ábrase, puto, a un lado, culeros que aquí va la verga” y empujó violentamente al Kung Fu. Éste, sin más, le aventó en la cara su portafolios y empezó a tirarle puñetazos. Lo sometió con tan sólo unos ocho envíos, casi todos atinados al rostro del briago agresivo. Yo me trabé también a golpes con otro de ellos y no así lo hicieron dos más que venían, uno era el poeta Marco Tulio Lailson y el otro era un chico veinteañero de nombre también Alberto. El poeta Lailson, inédito en pleitos callejeros y no menos de cualquier índole de enfrentamientos a golpe de puño y Alberto cuya experiencia en estos casos me era desconocida, corrieron. Marco Tulio escapó con buena suerte pero Alberto fue alcanzado y brutal, arteramente golpeado en el suelo. Recuerdo que luego de intercambiar mandobles con el sujeto que me tocó en suerte, me reuní con Marco Tulio y encontramos una patrulla parada en el alto de Balderas y Avenida Chapultepec. Llegamos corriendo y le dijimos “¡Le están pegando a un muchacho allá!”, se podía ver la bolita que pateaba al pequeño Alberto por allá en Balderas. El puerco policía de la patrulla nos gritó “¡Calmados, no griten!, vamos a ver!”, jamás entendimos, simplemente se largó pasándose el alto. Fiel al viejo lema de los policías: “Si quieres llegar a policía viejo, hazte pendejo”. Tuvimos que ir a tratar de defender a Alberto. Por fortuna, cuando vieron que llegábamos, los agresores, cobardes, se fueron. Alberto, el joven, quedó muy golpeado. Ese día era la víspera del primer aniversario de la muerte de Charles Bukowski. Es decir, era el 8 de marzo de 1995. Exceptuando al pequeño Alberto, todos salimos ilesos de la aventura. El más aguerrido y el que nos dio la seguridad ante aquellos sujetos, ¿serían porros de la Voca 5, serían borrachos temerarios o sólo hubo algún equívoco del que no tuvimos ni tenemos idea? Siempre creímos que eran porros de la Voca 5, que se sienten dueños de la calle, extorsionan a los estudiantes, roban en las inmediaciones de la escuela e incluso asaltan a transeúntes del mismo perímetro. Pero Alberto Vargas Iturbe, el Kung Fu, demostró sus tamaños en la breve zacapela. Al final nosotros dañamos a dos, el Kung Fu a uno y yo a otro. Pero entre varios, en la confusión, cuando vimos, le dieron una feroz paliza al pequeño Alberto.

Su pasión



Muchas veces estuve en el café La Habana con Vargas Iturbe, luego autonombrado El Pornócrata (no sé si se puso así por la novela de Gonzalo Martré del mismo nombre. Pero sí es seguro que adoptó el apelativo por los temas de todos sus textos. Todos). Alberto Vargas Iturbe, para nosotros por muchos años El Kung Fu y para la gran mayoría El Pornócrata, es un ejemplo de alguien que dedicó su vida a dos cosas: Una, cogerse a cuanta mujer se ponía a su alcance y, Dos, escribir sus andanzas erótico-pornográficas-libidinosas-desaforadas. Es posible que Alberto, El Pornócrata, haya entregado medio siglo de su vida a escribir sus escandalosamente numerosas aventuras sexuales. Su primer libro se llamó El sexo me da Neza y se lo publicó una editorial cuyo nombre ha borrado mi memoria y que comandaba el entonces columnista de La Jornada, Jorge García Robles, gran conocedor del movimiento Beat y del movimiento subterráneo mexicano mala y chafamente llamado underground. Ese libro de cuentos, original y mucho más salvajemente se llamaba ¿Si me lo lavo con Sidral me lo mamas? El título, sin demasiada deducción, se había derivado de dos circunstancias, o tres. Una, que El Kung Fu sostenía una encerrona sexual con una chica que ex profeso llegó a su tienda en Ciudad Neza. Dos, que en la primera escaramuza practicaron sexo anal. Tres, que no había agua en la tienda donde trabajaba y era copropietario Vargas y él quería seguir cogiendo aunque pretendía gozar de una mamadita previa. García Robles encontraría algún inconveniente en el título que quería Alberto Vargas y le cambió a El sexo me da Neza. Pero también encontró algo muy valioso: la obsesión sexual digna del divino marqués; la actitud de lanzarse al vacío en aras del incontestable mandato de la vida pero exacerbado, degradado y por lo mismo sublimado, excesivo: el sexo. El coito, la mujer. A lo bestia literalmente. Lo más importante del mundo y de su existencia era coger, sólo con mujeres. El Kung Fu era un macho irredento, un macho como prehistórico, primigenio y brutal. Sea esto una ofensa o el más grande elogio para mi amigo. Coger era lo más importante de su mundo, más, era lo único. Coger, para él era digno de entregarle la vida. Y así lo hizo en la práctica y también en sus escritos.

Se tituló originalmente "¿Si me lo lavo con sidral me lo mamas?"



Publicó Miscelánea Los Tarascos, porque El Kung Fu, igual que el que esto escribe, era orgullosamente michoacano, él, de Jungapeo, entre Zitácuaro y los linderos de Michoacán con el Estado de México, mientras que mi terruño es Lombardía, ya en tierra caliente, rumbo a Apatzingán. Me resultó simpático cuando conocí a Alberto Vargas Iturbe: un bárbaro michoacano, grandote, sin duda rebasaba con facilidad los 1.80 metros. Se cargaba un vozarrón que una vez llegué a decirle:

Cabrón, no seas huacalón, hablas como si estuvieras anunciando al mundo tus ocurrencias, no mames, duelen los oídos cuando gritas porque tú no hablas. —En nuestro estado michoacano huacalón es el que habla muy fuerte.

—Ja ja ja ja; pos tápense las orejas, pa’que no les duelan cuando yo hable —nos diría en medio de sus carcajadas.

En mi vida he conocido algunos hombres libidinosos, no muchos, pero sí feroces, obsesivos, indoblegables. Tipos que quisieran llevarse a la cama a todas las mujeres que se encuentran o se aproximan a su entorno. Uno de ellos era —y de los más pródigos— Alberto Vargas Iturbe, El Pornócrata Mayor. Algo de lo que más me sorprendía de Vargas era su inocencia. Siempre me pareció que él —en algún ámbito de su personalidad— jamás había pasado de los diez años de edad. Nos contaba sus prolijas aventuras sexuales con un gozo casi infantil que, me daba la impresión, parecía hablar de hazañas de criaturas, travesuras infantiles.

“Agarré una vieja en un plantón que hicimos en la UNAM, fuimos los de la Prepa Popular Tacuba a apoyar a unos cabrones que estaban haciendo un movimiento para sacar a los porros de Filosofía y Letras. Le dije vente, vamos a apoyar a los compañeros. Compré un pomo de tequila y nos fuimos. ‘Pos tómale, camarada, porque nos va a tocar quedarnos toda la noche’, le dije a la morra; ni me acuerdo como se llamaba. No quería tomar, pero le insistí un rato y empezó a entrarle al tequila. El trabajo es nomás que se tome dos tragos y se vaya empedando, porque ya a medios chiles es fácil que se ponga bien borracha y ya así, afloje. Y sí, cabrón, ya se había tomado como tres peguecitos y que la agarro “A ver, ven acá, compañerita” y le planto unos pinches besotes. Como que se quería resistir, pero le di más tequila y aflojó. Ya la estaba encuerando cuando llegan unos porros a hacerla de jamón. Me habían dado una pistola por si las dudas. Que agarro la fusca y que les salgo ‘A ver, qué train, hijos de su puta madre’ y que les tiro como cuatro balazos, no para matarlos, nomás quería asustarlos a los hijos de su puta madre. Sí se fueron corriendo. Los porros son cobardes. Regresé y la muchacha estaba bien asustada, acurrucada en un rincón de un salón de la facultad.

Remembranzas calientes



“—Ya los corrí a los pinches perros esos. No tengas miedo. A ver, vente, yo te cuido, no te preocupes, mi vida. Y la levanto y la empiezo a cachondear otra vez, pero como tenía miedo le di más tequila y le enseñé la pistola que era nuestra protección, para que no tuviera miedo. Se puso a chillar un poco, pero la consolé y le di hartos besotes y la encueré toda. La saqué del salón porque le dije que era mejor que estuviéramos afuera para ver si venían los porros. La puse de a perrito y que me la cojo ahí afuerita del salón, en el pasillo. Mientras se la zambutía saqué la pistola y se la puse en la espalda porque había que estar bien prevenido, tener la pistola a la mano, no fuera que regresaran los pinches porros. Así me la cogí un buen rato. Le seguí dando tequila y luego la senté en un pupitre que saqué y ahí la puse a mamar y yo con la pistola en la mano viendo que no regresaran los porros porque no podía descuidarme a que nos fueran a sorprender. Cogimos como dos horas o más. Luego puse unos cartones en el suelo y ahí nos dormimos, la abracé para que no le diera frío y así estuvimos hasta que amaneció y entregamos la guardia sin novedad”. Así me lo contó; palabras más, palabras menos. Y luego escribió un cuento muy parecido a esto.

Alberto Vargas publicó libros y libros en los que narraba sus coitos con lujo de detalles. Hay algunos cuentos que llegan a ser inolvidables como aquel ya citado Si me lo lavo con Sidral… Algunos de los títulos que publicó son El canto del fístuloApología del burroNecropsia de un poetaCCH’s y otros relatos, Miscelánea Los TarascosLa Prepa PopularHistorias lujuriosasUna temporada en San Miguel Teotongo La pinta flaca. Entre cuentos, novelas y poemas. También hizo un gran número de recopilaciones o antologías de cuentos o de poemas que publicaba haciendo lo que llamamos vacas de cooperación.

Recuerdo que en algún momento dejó de trabajar en la tienda de la que era copropietario. Anotemos que en la tienda bebía cocacolas todo el día. Cuando dejó de hacerlo bajó de peso de manera alarmante. Tanto que llegó a preocuparse y fue a consulta médica. Él me contó que una joven médica le dio consulta, lo auscultó y le hizo una revisión, si bien superficial no poco puntillosa. Entre muchas otras preguntas que le hizo fue como sigue:

—¿Cuántas parejas sexuales ha tenido?

—¿En cuánto tiempo?

—En toda su vida.

—Pos no me acuerdo, doctora.

—Bueno, en los últimos diez años.

—Pueeees, no me acuerdo, pero ‘ora verá, pos han de ser unas…, estamos en 1986, desde 1976…, pos serán unas seiscientas. —La médica lo habrá mirado con unos ojos que disimulaban la sorpresa pero que ya lo examinaban desde puntos de vista no tan próximos a la medicina.

—Bueno, en el último año, ¿cuántas parejas sexuales ha tenido?

—En el último año, ya verá… —aquello más que un interrogatorio médico era para El Pornócrata Mayor un motivo de satisfacción y orgullo y más porque tenía enfrente a un bello ejemplar femenino, aunque estuviera vestida de blanco y tuviese un estetoscopio al cuello—… debo llevar como unas ochenta y cinco o noventa, más o menos.

La muchacha no hizo gesto alguno, es de preverse. Podría haber respirado con profundidad pero ocultándolo cuidadosamente, para contestarle con la mayor frialdad que pudiera haberse allegado:

—La pérdida de peso (ha bajado usted unos quince kilos, me dice) se debe muy posiblemente a que usted es portador del Virus de Inmunodeficiencia Adquirida y, el hecho de perder kilos, no es más que el síntoma de que usted ya sufre la enfermedad. Tiene que ir a hacerse de inmediato la prueba Eloísa para que le confirmen que se encuentra usted infectado y se someta a las precauciones apropiadas, la dieta y los cuidados para que el final sea menos…, incómodo. No se recomienda hospitalización porque no tenemos los suficientes hospitales que tratan a los pacientes como usted. Lo recomendable es esperar la fase terminal en su propio domicilio sin riesgo de que contagie a…, más personas.

“Su actividad sexual ha sido de alto riesgo por muchos años y es muy seguro que usted esté contagiado. Será necesario que se ponga en cuarentena rigurosa. Usted sabe que por el momento no tenemos una vacuna ni curación eficaz contra esta enfermedad. Así que lo más recomendable es que se aísle tanto como le sea posible. Buenas tardes”.

Sexo tras bambalinas



En aquellos tiempos la infección por VIH era casi una condena de muerte. El Pornócrata Mayor entró en una terrible crisis. En aquellos tiempos tenía 43 años y, ciertamente, rebosaba de vida y de la alegría que la existencia nos llega a ofrecer muy en especial en el ámbito que más le interesó siempre. Escribió un largo poema (unas cuarenta páginas manuscritas) con una letra casi ilegible, apresurada, con el sabor amargo de la visión de la muerte y quizá salpicada de lágrimas. Un poema tremendo que puede escribir cualquiera que se vea amenazado de morir cuando la vida le da gozos sin medida.

Alberto Vargas, compungido, me expuso la situación y me pidió que le corrigiera la ortografía y le buscara algún lugar en donde se publicara. El asunto se resolvió pocas semanas después, cuando le entregaron el resultado de la prueba de sangre que se hizo y en la que le informaron que era negativo al temido síndrome. Leí su poema y me conmovió profundamente a pesar de que la ortografía era infame, la sintaxis medio enrevesada y hasta la caligrafía (a mano) un tanto inextricable.

Alberto Vargas, El Pornócrata Mayor, sufría de lapsos esquizofrénicos agudos. Un día me lo contó en el Habana. No dejó de ser doloroso que me dijera que sufría terriblemente cuando se daba cuenta de que la crisis esquizofrénica se aproximaba. Esta enfermedad lo condujo a escribir el que quizá haya sido su único libro no pornográfico: Historia de mi otro yo (Sexo y alucinaciones), aunque no deja de hablar de sexo, incluso en el título, es un libro en el que logra momentos de fuerte conmoción, igual que el poema aquel (del que ignoro si se publicó).

Luego, más o menos, nos perdimos la pista. Yo me fui a Guanajuato en el año 2000 y regresé diez años después. En ese ínterin me publicó, gracias al maestro Jorge Arturo Borja, en las antologías que organizaba, el cuento Madreardiendo y Bailarás (ganador del premio “Edmundo Valadés” en 1994). Tengo idea que nos volvimos a ver un par de veces, con gran cordialidad, incluso estimación.

Hoy se va de este mundo El Pornócrata Mayor. Un tipo que, como nadie, tuvo el máximo respeto por sus obsesiones y lo llevó a efecto de manera indeclinable por largas décadas. Hay cuentos de él que son inolvidables, como decía el maestro Edmundo Valadés: “Un buen cuento se lee de una sentada pero se recuerda toda la vida”.

Ya nos encontraremos, mi querido Pornócrata. O quién puede saberlo puesto que nadie puede ni podrá cronicarnos qué pasa, si es que pasa, en el otro lado. 

miércoles, 17 de abril de 2024

Del PMT a Morena (1975-2024)

A mediados de la década de los 70


 Hace casi medio siglo yo era militante del PMT, Partido Mexicano de los Trabajadores.

Un gran hombre lo encabezaba, Heberto Castillo. El segundo de abordo no era menos, el líder sindical histórico Demetrio Vallejo.
Yo era un soldado raso, pero tenía una virtud casi única en el PMT, yo era obrero. Cuando firmé mi solicitud de afiliación me preguntaron "¿Entonces tú eres obrero?". "Sí, soy soldador", contesté orgullosamente.
Casi como por milagro empezó aquel militante que recibía mi solicitud a divulgar "Tenemos un obrero, ¡tenemos un obrero que quiere afiliarse al partido!"
Y me trataron como si fuera un príncipe heredero. Me invitaron a todas partes, me hicieron presidente del partido en la delegación Venustiano Carranza, etc. Lo que ocurría es que casi todos los miembros del PMT eran estudiantes o profesores. Casi les daba vergüenza mi presencia, me elogiaban, me sentían como la verdadera vanguardia de la revolución que vendría. En muy pocos años les fallé, porque me volví estudiante, después de diez años de haber dejado la escuela (aunque seguí siendo obrero unos años más, al mismo tiempo).
En la foto que sirvió de portada al libro de Heberto, estoy en el mercado Jamaica invitando a la gente a afiliarse al PMT y denunciando las chingaderas del gobierno de Luis Echeverría.
Me volví un militante de línea dura. Lo cierto es que yo quería ser guerrillero, por fortuna el PMT desfogó esas ansias de matador imberbe. Pero además Heberto me tenía deslumbrado, era un extraordinario intelectual, además era un científico, un militante de acero inoxidable. En su momento fue candidato presidencial, pero mostrando una grandeza que pocos han reconocido, declinó en favor de Cuauhtémoc Cárdenas, con lo cual le dio la victoria en las elecciones de 1988, las que se robó el gran genio del latrocinio y el asesinato: Carlos Salinas de Gortari.
Si Heberto Castillo hubiera sido presidente de México muy otro gallo nos cantara ahora. Es como si López Obrador hubiera llegado al poder en 1988. Sin exagerar, México sería potencia mundial. O quién sabe. En aquel tiempo los gringos eran mucho más agresivos y violentos.
Por fortuna —y demos gracias al cielo, signifique lo que eso signifique (es que yo no soy católico ni tengo religión)— vivimos en los tiempos de la 4T y el país se encuentra mejor que nunca en la historia:
-Se han construido grandes obras de infraestructura: carreteras, aeropuertos, puertos marítimos, refinerías, presas, trenes, puentes, etc.
-Se ha logrado una estabilidad económica como no se había visto, no mames, desde Díaz Ordaz, el criminal de Tlatelolco.
-El salario mínimo ha subido en más de 100 por ciento.
-El gobierno entrega apoyos económicos al 75 por ciento de los mexicanos.
-Nuestra moneda, el peso, viene ganando con respecto al dólar, lo que no había ocurrido en toda nuestra historia.
-Y todo lo anterior sin aumentar la deuda externa.
Y la derecha dice que el presidente López Obrador está destruyendo a México.
La inmensa bendición es que estamos construyendo la Cuarta Transformación de la vida pública de México sin derramar sangre, como ocurrió en las otras tres: la Independencia, la Reforma y la Revolución.
Y viene el segundo piso de la Cuarta, lo dirigirá la doctora Claudia Sheinbaum Pardo.

lunes, 4 de marzo de 2024

Presentar Los años de la Resistencia (Orígenes del obradorismo)

 Historia fresca

(Un par de victorias entre cien derrotas)

Los años de la resistencia (Orígenes del obradorismo), René González. Editorial Oficio Editores, 2024

Dice la historia que cuando Napoleón invadió Egipto, al encontrarse pasando revista a su ejército, formado en el Valle de Gizeh, ante las majestuosas pirámides milenarias, el general dijo a sus huestes: “¡Soldados franceses, desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos de historia nos contemplan!”. Lo cual era un minúsculo homenaje de un militar que se aprestaba a dominar a la nación y, necesariamente, sojuzgar con las armas al pueblo de ese país. El llamado Gran Corso, porque nació en Córcega cuando era parte de Francia, homenajeaba así una cultura que él conocía bien y que, por cierto, gracias a uno de sus soldados, Jean-François Champollion, se descifró el lenguaje escrito de los antiquísimos egipcios que construyeran las aludidas pirámides que fueron una de las siete maravillas del mundo antiguo. Los españoles que vinieron a nuestro suelo no tuvieron semejante generosidad napoleónica aunque fuera falsa; ni siquiera los gobernantes de ese país la tienen en este momento. El presidente López Obrador sugirió al reyezuelo español que podría pedir una disculpa histórica por los monstruosos abusos de toda índole que cometieron sus antepasados contra nuestros ancestros. Y estos monarcas de opereta no sólo se negaron a lo que proponía nuestro presidente, sino que hasta se hicieron los ofendidos. Ignorantes, no como los franceses, no tenían idea, siguen sin tenerla, que al menos treinta siglos de historia los condenan. La derecha española país se mostró como suelen mostrarse cuando exhiben su ignorancia: soberbios, incultos, prepotentes y necios. Pero el homenaje español, aunque inconsciente, involuntario y hasta diríamos extraviado lo hubo. Cuenta Elena Poniatowska en su libro sobre Octavio Paz que éste cita, palabras más, palabras menos que “El barón Alexander Von Humboldt, como todos sabemos vino a México a clasificar vegetales, animales, hacer geografía y sociología entre otros de los vastos conocimientos que acumulaba. Este alemán era un auténtico sabio. En su estadía en la entonces llamada Nueva España, se entrevistó con el virrey del momento, que si no mal recuerdo, era Vicente de Güemes Pacheco, Conde de Revillagigedo. Humboldt refirió al virrey que había leído en un libro —este hombre había leído prácticamente todo— que los españoles que, en alianza con los enemigos locales del imperio azteca, habían sometido la ciudad de Tenochtitlan, cuando estaban dedicados a la destrucción del arte, las esculturas, los dioses de nuestra cultura originaria, llegaron hasta un monolito quizá de dos y medio o tres metros de altura y más de un metro y medio de grosor que, según ellos, era un monumento a Satanás y, espantados, no se habían atrevido a destruirlo, por lo cual asistieron ante el capellán del pequeño ejército español invasor. El capellán los tranquilizó y aceptó ir a mirar semejante escultura. Cuando se encontró ante la obra de arte, no menos se vio impresionado y no pudo más que ordenar que hicieran un hoyo y la enterraran”. Lo que ellos sólo pudieron considerar una escultura del Diablo, no era otra que Coatlicue, la diosa madre de nuestra cultura original”.
La Cuarta Transformación avanza arrolladora

Así, la prodigiosa Coatlicue sobrevive gracias al terror que infundió a los fanáticos católicos que la vieron por primera vez, digamos, con ojos occidentales. Su terror es el gran homenaje que siempre negaron a las grandes culturas mesoamericanas. La Coatlicue, también adorada como Tonantzin y luego como Guadalupe sobrevive en el alma del México profundo, como el gran arquetipo mexicano. Sobra decir que esta escultura es una extraordinaria obra de arte que, por ello, ha perdurado por más de medio milenio hasta estos días.
En lo que los invasores europeos llamaron la Nueva España se institucionalizó un terrible sistema de castas: indio, zambo, negro, mulato, castizo, cambujo, saltapatrás, tentenelaire, albarazado, chino, jíbaro, etc. La jerarquía del racismo proclamaba que entre más sangre blanca tenías, eras de mejor linaje. En el fondo de lo inadmisible estaban los indios y todavía más abajo los negros. Los españoles institucionalizaron la desigualdad más monstruosa en aquello que llamaron la Nueva España. Cuando vino el barón de Humboldt, además de clasificar cientos o miles de especies vegetales y animales, también anotó que esta nación era una de las más ricas del mundo en recursos naturales, pero no menos era la más desigual que él hubiera visto en su vida.
Anotemos entre paréntesis, que la España imperial en cuyo territorio jamás se ocultaba el Sol, luego del gran saqueo que ejecutó en América, entró en una decadencia se siglos (hasta hoy no se ha recuperado) y los neoliberales europeos la incluyen en un grupo que ellos llamaron PIGS: Portugal, Ireland, Greece & Spain, provecho. Ya sabemos que esos pelaos se llevan pesado.

Zolla, Pterocles, René y Guerrero
En el Capi Carmona de la Moctezuma

Pero entonces, debido a tal desigualdad, ocurrió la Primera Transformación. Llamó a ella el cura Miguel Hidalgo. El pueblo acudió, sediento de justicia y luego de una larga lucha de más de once años se consumó la independencia de México. El país, ya independiente, no superó las condiciones reales a que lo había sometido el imperio español, para entonces en total decadencia que, acá entre nos, no ha sido superada 300 años después.
México era un inmenso país, pero estaba disperso, desintegrado en los hechos, sin consciencia de unidad, con distancias casi inalcanzables para ejercer un gobierno efectivo. Lo cual aprovechó el imperio de este país que no tiene nombre y se hace llamar Estados Unidos. Todos los países del mundo son estados unidos. Ellos dicen que son de norteamérica sin considerar también gran parte de los mexicanos lo somos igual que los canadienses. La dispersión y las inmensas distancias provocaron que México perdiera más de la mitad de su territorio en una guerra criminal por parte del imperio en ciernes. Entonces vino la Segunda Transformación, la Guerra de Reforma, para separar el poder eclesiástico del poder civil. Y, otra vez, el país se desangró, sin embargo, los liberales consiguieron su objetivo gracias a haber obtenido la victoria con las armas, pues no había de otra. Pero los conservadores, tatarabuelos de los de este momento, asistieron a buscar un príncipe rubio que gobernara a este país de indios analfabetas y consiguieron convencer a un iluso llamado Maximiliano. Pero, el más grande presidente que ha tenido México, Benito Juárez García, derrotó una vez más a los conservadores y expulsó a los que invadían a la nación e instauró la República Soberana. Luego, un militar que sirvió a la patria, Porfirio Díaz, mediante una asonada destituyó al presidente legal Lerdo de Tejada y se entronizó en el poder por más de treinta años. Así fue hasta que Francisco I. Madero levantó en armas a la nación para que se iniciase la Tercera Transformación. Los avances, con todo, no fueron pocos. Lo nocivo es que, aunque en la letra se consiguió la Constitución Política quizá más avanzada del mundo en lo social, en los hechos sólo se aplicó en el régimen del general Lázaro Cárdenas.
Dice nuestro presidente que gracias a la Revolución o Tercera Transformación, se fue don Porfirio, pero se quedó doña Porfiria, es decir, el régimen oligárquico, demagógico y altamente corrupto pero cuya peor faceta fue el neoliberalismo que se entronizó en el año de 1982, con el régimen de Miguel de la Madrid. Carlos Salinas de Gortari, un genio del crimen y el robo consolidó el estado neoliberal de saqueo de los bienes del pueblo, el latrocinio por sistema del erario y el asesinato, si era el caso, o la cooptación, porque “En política lo que se resuelve con dinero siempre es barato”. Al final de su sexenio, su construcción se desplomó como castillo de naipes. Ocurrió la rebelión zapatista, se hizo asesinar al candidato del PRI, a la presidencia, Luis Donaldo Colosio; igualmente al ex gobernador de guerrero y prominente priísta que lideraría el poder legislativo, Ruiz Massieu; al cardenal Posadas Ocampo y también a más de seiscientos militantes del PRD de aquellos tiempos.
La gran herencia maldita en México ha sido el racismo y con él la desigualdad económica. Es claro que el odio encarnizado que la oligarquía muestra por nuestro presidente se debe en gran medida al racismo. Los privilegiados, los blancos, los que gozaron del régimen de corrupción, de la economía de compadres que impuso el neoliberalismo, no soportan la idea de que los indios, la plebe, los nacos, tengan derechos como los que ellos disfrutan. Tienen la creencia que la piel oscura es signo de inferioridad. Hoy abominan, se estremecen de odio porque un hombre moreno que habla usando los modismos de su tierra (y su agua, él dice) sea el que gobierna este país.
Los ponentes y alguna gente del público
El racismo ha sido el modo de existir de México a lo largo de su historia desde la invasión europea. Y en su más odiosa manifestación ocurre con insuperables actitudes de hipocresía.
La historia es la maestra de la vida. Y Los años de la resistencia es un libro de historia. Muy bien documentado, ameno, apasionado, nos detalla los sucesos con la finura de los hechos más triviales en apariencia, pero gracias a ellos notamos la magnitud de lo acontecido, los matices que sesgan la historia, la maldad intrínseca de los salinas, los calderones, los zedillos, los foxes; su corrupción que tiende al infinito y su insaciable urgencia de apropiarse de lo ajeno. Ellos son corruptos hasta la médula y, podríamos no aceptarlo o ni siquiera suponerlo, pero son los más feroces enemigos del pueblo al que desprecian y aborrecen.
Los gobiernos neoliberales instauraron el sueño dorado de Robert Lansing, secretario de estado del presidente Woodrow Wilson, quien casi proféticamente, aseguró que “Para someter a México no era necesario disparar ni un tiro, era suficiente con educar en los valores del modo de vivir gringo a los jóvenes mexicanos ambiciosos, pues estos, eventualmente llegarían al poder en México y harían lo mejor para nuestros intereses, incluso mejor que nosotros mismos”. Era cierto, los neoliberales se portaron contra México peor que un gobierno de ocupación.
El libro de René González, Los años de la resistencia, hace la reseña histórica de la Cuarta Transformación. Es importante señalar que hacer historia, plasmar en documentos los sucesos del devenir, es darles sitio en la historia. Este libro tiene como mérito primigenio el de plasmar en letras un momento glorioso del pueblo mexicano. Su minuciosa investigación nos pone ante los ojos detalles, al parecer intrascendentes para la gran ciencia histórica, pero tales detalles son los que hacen vívida la historia.
Con Martí Batres, hoy jefe de Gobierno, en el café La Habana.
Y el Bapho...
¿Por qué no?

Luego de leer el libro nos preguntamos ¿de qué está hecho un hombre que se llama Andrés Manuel López Obrador? Su trayectoria la conocemos todos. Pero este libro nos trae a cuento la gran cantidad de derrotas, los más viles ataques, las monstruosas calumnias que ha padecido desde que luchaba en Tabasco al lado de los chontales y el pueblo en general. La inmensa cantidad de obstáculos que ha sorteado, todos los fraudes electorales que se hicieron en su contra, desde los años 80.
Dicen que el hombre se hace en la derrota. Casi podríamos decir que AMLO sólo dos victorias ha tenido en su ya larga vida política, una, llegar a la jefatura de Gobierno del DF. Para experimentar, luego, dos enormes fraudes electorales en 2006 y 2012. Y luego la segunda gran victoria, contra y por encima de otro gran fraude electoral. Pero el robo perpetrado no les alcanzó.
Les ganó jugando en su propia cancha, sin el piso parejo, con el árbitro no vendido, sino jugando en contra, se sobrepuso a los ataques traicioneros y contra todas sus trampas, aún así les ganó. Todo esto le ha costado la vida. Gastó su existencia en llegar al supremo poder de México, la Presidencia de la República, pero está haciendo la Cuarta Transformación de la vida pública de México, tan trascendente como las otras tres aquí mencionadas, pero con la inmensa ventaja que en esta no se ha derramado la sangre de los mexicanos.
Lo que asombra es, uno, que la oposición diga que está destruyendo el país. Uno dice ¿de qué hablan estos cabrones? Ah, ya sé: está destruyendo el país podrido que ellos habían hecho, el de la injusticia, de la entrega al extranjero, de la miseria de la gran mayoría, de la inimaginable corrupción. Creo que lo que más odian de AMLO es que cuando se vaya, ya muy pronto, lamentablemente, dejará al pueblo mexicano acostumbrado a tener un buen gobierno. Me gustaría saber quién es el guapo que se atreva a cancelar las pensiones para los viejos, por ejemplo.
Asombra, no menos que digan que es corrupto. Pero es un argumento muy fácil de destruir. Si AMLO fuera corrupto, todos en los gobiernos de los tres niveles tendrían que ser corruptos. Claro, para taparse los unos con los otros. Y cuando eso ocurre, no hay dinero en el mundo que alcance. Como no les alcanzó a Fox y a Calderón cuando recibieron más de 400 mil millones de dólares por sobreprecios petroleros. ¿Y qué hicieron con esa monstruosa cantidad de dinero? Nada. Bueno, se lo robaron.
Andrés Manuel construye puentes, presas, aeropuertos, carreteras, bancos del bienestar, cuarteles de la Guardia Nacional, refinerías, internet para todos, entrega apoyos a tres cuartas partes de todas las familias, revalora el peso, mantiene las reservas monetarias más altas de la historia, atrae más inversiones extranjeras que nadie antes, sube los salarios más del cien por ciento. Dios del cielo. ¡Y no pide un centavo de préstamo al extranjero! A él sí le alcanza el dinero. ¿Por qué? Por la razón más simple de todas, la de que él no roba. López Obrador no es corrupto.
Y lo último, lo más aberrante de tal suerte que ya pone a pensar en la salud mental colectiva de la oposición. 200 millones de menciones para nuestro presidente acusándolo de narcotraficante. No importa que la DEA lo desmintió; no importa que la Casa Blanca dijo que las investigaciones fueron cerradas porque no hay evidencias, no importa nada, siguen gastando millones de dólares desesperadamente para tratar de manchar al presidente y a Claudia Sheinbaum, la próxima presidenta de México.
Los años de la resistencia nos asombra porque nos exhibe al mejor presidente del mundo, por si alguien todavía lo dudaba. Y es un libro que, como la 4T ha escrito su primera parte. Lo cual implica que también tendrá que hacer su segundo piso, el que precisamente hoy, 1° de marzo, empieza a construirse.
Muchas gracias.

martes, 16 de enero de 2024

Homenaje a José Agustín (2005)

  El gran José Agustín hoy se nos ha ido.

El siguiente texto se lo escribí en el año 2005, casi ya en 2006 (el año del fraude electoral). Hoy se revalida el homenaje que le tributé al gran escritor de la onda.

La literatura de la onda. José Agustín, el puntal



José Agustín escribe y la onda sigue y sigue

Pterocles Arenarius

"¿A poco así también se puede escribir?", me pregunté alguna vez que, hace más de un cuarto de siglo, me encontré con un cuento de José Agustín, un tanto tardíamente, lo reconozco, en una antología memorabilísima que hizo Gustavo Sáinz, Jaula de palabras, cuya segunda edición data de 1980; tan se podía escribir así que José Agustín, era un escritor ya para aquellos entonces, plenamente consagrado como ícono, emblema, prototipo de los autores no sólo jóvenes, sino los alivianados, los que habían roto con los formalismos del lenguaje, los que consiguieran dar un aliento de frescura a las expresiones literarias de este país, los que metieron el rock y las "groserías", las drogas y el sexo digamos explícito, qué rico, la rebeldía con causa y hasta sin ella, que también se vale. Y de los que habitaron esa antología estaban emparentados casi todos como descendientes de José Agustín o bien eran sus correligionarios aunque algunos no lo aceptaran.

José Agustín es, a estas alturas, una leyenda viviente de la literatura mexicana. En su momento llegó a tener una influencia tan grande que todos los narradores jóvenes de finales de los setenta y los ochenta, reconociéranlo o no, tuvieran consciencia o no, de primera generación o de segunda, escribían, escribíamos con una sensible influencia joseagustiniana. Y no sólo los jóvenes, también los consagrados, los famosos, los reconocidos llegaron a escribir con los modos y hasta los temas de José Agustín.

A largo plazo, los que empezamos a escribir más tarde, y no lo digo porque sea joven, sino porque me revelé (con uvé y también me rebelé, con be) como escritor tardíamente, recibimos la influencia de José Agustín de segunda o capaz que hasta de tercera generación.

En su momento lo que fue llamado en aquellos entonces La Literatura de la Onda, tan traída y tan llevada, de pronto tan denostada, de pronto tan acusada, a largo plazo terminó por demostrar que ni era tan fácil ni era nada superficial; más bien cumplía con el fenómeno que suele ocurrir cuando se impone una moda (en la mejor acepción del concepto) y es el de que esa actitud la que enarboló José Agustín flotaba en el ambiente, era necesario, se pedía a gritos. Lo cual es un don de los grandes hombres en cualquier ámbito. Las leyes de Newton eran ya imprescindibles cuando el buen Isaac tuvo la inspiración de proponerlas; la ley de la relatividad igualmente, sintetiza lo que ya estaba en el aire, etcétera; así, cuando surge el joven José Agustín y sorprende con De perfil, con Se está haciendo tarde, o La tumba más un largo etcétera de novelas que dejan pasmados tanto a los escritores como a los lectores e imbuidos de un ánimo desbordante a sus fans. En ese sentido, lo que hizo José Agustín sólo fue responderse a sí mismo, responder a las antenas mucho más sutiles y sensibles que las de todos los escritores en boga en aquellos tiempos. Una de las más grandes virtudes de un poeta, tener las antenas bien paradas (sin albur) y muy sensibles. Y digo, a largo plazo, en mayor o menor medida, todos escriben como José Agustín. Estoy seguro que la influencia liberadora joseagustiniana se va a apreciar con su real dimensión hasta dentro de muchos años; como dijo Thomas Stearns Eliot, la influencia de los grandes poetas ocurre en el lenguaje y afecta a todos los ciudadanos, aunque ni siquiera conozcan, ni por nombre, a sus poetas (hablo en el sentido amplio de poeta). A mi corto entender ha sido enorme tal influencia si bien la generó ampliamente en los temas lo hizo aún más en la forma. El desparpajo, el buen humor, el desmadre, las malamente llamadas malas palabras y hasta los chistes, la absoluta ausencia de la hipocresía, un lenguaje muy al chilazo además de divertido, la música que revolucionó al mundo, el rock; las sustancias que hicieron delirar a una generación y han hecho pensar y filosofar a las subsiguientes, las drogas; todo eso y más que de seguro se me escapa son aportaciones de José Agustín (gracias a él, que es como decir gracias a Newton caminan los carros), digo, gracias a José Agustín, hoy es posible hablar usando los enlistados recursos y temas y seguir siendo serio o más bien creíble, soltar una mentada de madre de indignación sin que por ello se atrevan a descalificar tu discurso y más aún, se vale el juego con el lenguaje y se habla con absoluta libertad y sin la ruca, oscura, tétrica y pérfida solemnidad arrulladora y peor, hipócrita. En el momento en que escribo este texto, en las finales horas del 2005 hasta acá llega, sin duda la influencia sesentera joseagustiniana, entreverando los ratos de escribir con los de leer, me soplo un buen artículo de Arturo Alcalde Justiniani en La Jornada y este autor, con la mayor de las facilidades nos desea un feliz año 2006, tras analizar las chingaderas que hizo el gobierno contra los salarios en el año que termina y a la vez nos habla de que mientras escribe se está bebiendo un sotol, la bebida regional de su patria chica y eso no le resta la menor inteligencia a su estudio ni credibilidad a su discurso; eso también es, de alguna manera, una influencia de José Agustín y quienes lo acompañaron: la actitud; a partir de entonces se vale ser mucho más sincero, nada de hipócrita, se puede hablar sin miedo de las filias, de los apetitos triviales, de los amores a objetos y hasta a otras entidades; en fin, ya no era necesario ser solemne, sobrio hasta la aburrición, serio y adusto hasta la peor forma de la mamonez. Pues sí, porque siendo tan sincero no es tan difícil caer en la mamonería, es el gran riesgo, pero si tal actitud no está bien asumida los mamones que se exhiban; es más, y finalmente, siempre habrá alguien a quien por alguna razón le parezcamos mamones, ya lo dijo José Al-Freud Jiménez: "No soy monedita de oro..."; finalmente la sinceridad, la espontaneidad y, lo más importante, el candor salieron ganando. Y como corolario extraemos una joya: la seriedad no es sinónimo de la verdad: viejo artilugio (o mejor, artegio, como dicen los rateros que se llaman sus trucos para robar), digo, el gran artegio de los políticos era la seriedad para decir demenciales mentiras o salvajes sinvergüenzadas haciendo una cara dura de solemnidad y de hombres inmensamente serios. Y aquí, creo, aparece otro corolario, es decir, otra joya: nos urgía encarecidamente hablarnos con la verdad; eliminar la simulación, evitar la hipocresía, al menos entre los que somos como somos, entre los alivianados, digámoslo en términos joseagustinianos. Yo estoy seguro que gracias al desparpajo, al hecho de que el juego, el desmadre y la actitud antisolemne no están reñidas con la inteligencia, hemos podido desenmascarar a un sinnúmero de políticos hipócritas y rateros; el propio José Agustín lo ha hecho y aquí quiero señalar, para terminar, otra de las formidables aportaciones de nuestro homenajeado, sus extraordinarias Tragicomedias Mexicanas I, II y III; aquí José Agustín se revela como un lúcido, ameno, inteligente, bien organizado y bien documentado historiador. A las virtudes escriturales joseagustinianas que se han anotado agréguensele una prodigiosa memoria o bien su meticulosa y amplísima documentación; el orden, que le permite hacer una crónica muy extensa de los múltiples ámbitos de la vida de México, la prosa de gran sencillez y, sin embargo, de suma agudeza que tiene además una flexibilidad que le permite ir introduciendo anécdotas memorabilísimas en las que dejó desnudos a los próceres que nos han gobernado desde el porfiriato hasta el salinato; los pone en su real dimensión, pobres sujetos bastante apendejados o, dado el caso, inmundos de perversión, siempre presas del delirio que a los pendejos produce el poder y cuantimás un poder tan inmenso como el del presidente. Las Tragicomedias, creo, son imprescindibles documentos para entender México en este momento. Y estamos esperando con ansia la IV, sobre el Zedillato y la inenarrable épica foxiana-panista cuya realidad desafía al pacheco más desquiciado.

Con José Agustín, como con muchos otros artistas o personajes me pasó como decimos acerca de las mujeres más bellas, por ejemplo, alguna vez he dicho que la Megabizcocho, Regina Orozco, es uno de mis grandes amores, nos amamos, sí, porque ella me satisface brutalmente y yo le correspondo amándola como ella no se imagina; claro, porque no lo sabe, pero es mi gran amor aunque no lo sepa. Así con José Agustín, es uno de mis entrañables amigos desde hace más de un cuarto de siglo y él no lo sabía. Bueno, en este momento ya lo sabe. Antes de terminar quiero traer a cuento un momento muy importante para mí. José Agustín tenía un programa de televisión, aunque no recuerdo si era su programa o él era entrevistado por Agustín Ramos. En fin, no importa, lo que importa es que José Agustín, mientras charlaban sobre la muerte dijo algo que me dejó tan pasmado que no lo he olvidado en veinte años. Y lo que dijo fue que en el momento de la muerte él quería conservar la más completa lucidez para vivir a plenitud el momento de dejar este mundo. Nunca lo había pensado y me impresionó que así lo dijera un escritor tan "superficial".

Por último sólo quiero concluir diciendo que José Agustín, en este momento, lejos de constituirse como el venerable autor, el chamán de las letras, el maestro de degeneraciones en degeneraciones, el infatigable luchador, el cronista tan intachable como intransitable, lejos de asumirse como todo eso, que lo es, sigue siendo un hombre por cuyas venas sigue recorriendo "un encono de hormigas en sus venas voraces", para decirlo con un verso lopezvelardiano, a José Agustín, al que tengo que proclamar y admitir como uno de mis maestros, al reconocer mi fuerte componente joseagustiniano, así pues y continuando, brindo "A la cálida vida que transcurre canora/ A la invicta belleza que salva y que enamora", a tu salud, mi querido José Agustín.

miércoles, 27 de diciembre de 2023

Presentar Elogio de las cantinas

 Ditirambo para el maestro dionisíaco

 

Elogio de las cantinas (Breve memorial de antros, bares, cantinas y lupanares), Jorge Arturo Borja. Eterno Femenino Ediciones, 2023.

 

Para no ser esclavos y víctimas del tiempo ¡embriagáos, embriagáos sin cesar, de vino, de poesía, de virtud, de lo que queráis!

Luis Cardoza y Aragón en Elogio de la Embriaguez de la traducción (demasiado) libre de Charles Baudelaire en el poema en prosa Embriagáos, del libro El Spleen de París.

 

El camino de los excesos conduce al palacio de la sabiduría.

William Blake

 

El material de la escritura y en general el de las artes, son los contenidos más que nada inconscientes del artista. Es decir, del individuo (como en pocas ocasiones es aquí oportuna la palabra individuo: in-dividuus, no divisible) que sin embargo, lo diría Walt Whitman: “¿Qué me contradigo?, es cierto, ¡soy multitudes!” Un ser humano es mucha gente, como lo demuestra aquel mito bíblico del nuevo testamento cuando Jesús expulsa a los demonios que habitaban un sujeto y los inserta en una piara que se despeña. Así, ni más ni menos es el material de la escritura. Los espíritus sucios, incluso a veces inmundos que suelen ocuparnos son los que, con frecuencia, nos impelen, nos animan a la creación.

Entre los alquimistas era imperativo, metafóricamente hablando, que los metales burdos —a través de la fórmula solve et coagula— se sublimaran; usando la palabra no menos rústica, significaba que se transformase el plomo en oro. La tarea del artista no es otra: de la cotidiana e insulsa vulgaridad debe crear el áureo metal precioso, la obra de arte. Más aún, de aquellos demonios aludidos es de donde se encuentra el material magnífico. Las compulsiones.

Aquellos espíritus siniestros bien podrían ser llamados las compulsiones. El talento o la capacidad creativa suelen ser un flagelo, pero ¿por qué no habría de transfigurarse en motivo de gozo y hasta en el placer mismo? Tal es la tarea alquímica, la del creador de arte.

El escritor transforma sus demonios —léase sus compulsiones— en los prodigios del placer, de la risa gracias al humor, de la joya que es la metáfora, el oro de la literatura. No es otra cosa lo que ha hecho Borja en Elogio de las cantinas.

Y ha dado un paso más. Hay un recorrido histórico, tanto de lugares como de personajes, ambos entrañables. Para Borja la cantina es el templo de sabiduría. Es la policlínica de los espíritus extraviados. Es la nave de los locos que, como en la edad oscura, eran lanzados a alta mar como indeseables y en los extremos de la posibilidad de la muerte, en medio de la espantosa terapia de choque, regresaban lúcidos, curados y hasta redimidos y de nueva cuenta adecuados para soportar al mundo.

Este libro, Elogio de las cantinas, recuerda nítidamente, ya que hemos traído a colación al medievo, al sublime Las maravillosas y espantables aventuras del gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel, libro lleno de pantagruelismo, compuesto en otro tiempo por Alcofribas Nasier, extractor de Quintaesencia. Se parecen en lo divertido, lo erudito y a la vez estrambótico: como es (y como debe ser un maestro bebedor). Lo que contiene tanto de sabiduría y no menos de conocimiento, que no son lo mismo. En la extraordinaria novela del francés del siglo XVI, en los capítulos finales, los iniciados se dedican de explícita manera a la búsqueda de El Oráculo de la Divina Botella. En el libro de Borja no se dice, se hace, encontrar y disfrutar de la divina botella. Se recorren los lugares, se cita a los personajes, se les entabla diálogo a esos buscadores de tan celestial objeto.

Son ideas —la literatura es el arte de la letra y ésta procura colocar en este mundo las ideas— que se agradecen infinitamente, puesto que el día en que habremos de dejar el mundo ya no seremos cuerpo, sólo ideas, acaso historias.

Alguna vez el universo entero fue una idea. Luego se hizo palabra (en tal caso, como vemos, La Biblia falló) pues se dijo que en el principio fue el verbo. Pero antes, la idea.

 

Fijar las lonas de mi móvil tienda

junto a los calcinados precipicios

de donde un soplo de misterio ascienda;

y al amparo de númenes propicios,

en dilatada soledad tremenda

bruñir mi obra y cultivar mis vicios.

 

Nos recuerda el maestro Borja en este su libro. Versos que firmaría desde Diógenes, El Cínico hasta los más malditos de los poetas franceses o beatniks o bukovskianos. Es invaluable, delicioso y doloroso, según caso, leer en el Elogio de las cantinas, la condición, los lugares y los personajes que acompañaban al maldito Porfirio Barba Jacob, autor de tan formidables versos.

Dos cuestiones. La primera, el arte, en algún momento procuró imitar a la naturaleza y reproducir sólo lo bello. Pero aquellos neoclásicos olvidaban que en madre natura conviven el horror y la fealdad extrema con la dulzura y la belleza. Tenían que llegar los románticos para estamparles en el rostro tan tremendo asunto.

Y, la segunda. Retomando ideas. La compulsión es el motor del artista. Así como la belleza era el objetivo del arte, también lo era la virtud. Pero las nuevas rutas de los románticos, los que impulsaron el movimiento dadá, los surrealistas, los ya anotados poetas malditos, entendieron muy bien que no sólo la belleza, no sólo la virtud; también el espanto y la compulsión, los vicios, tenían que ser y fueron motivos para las artes.

Lo que nos devuelve a lo que quizá debiera llamarse el primer axioma de la obra de arte: la libertad. Sin libertad no hay creación, no hay arte. Pocos libros como este Elogio… hacen ejercicio tan lúcido y extremo de la libertad. Por eso el arte es amoral, está más allá de la moral (fluctuante, movediza en tiempos breves y en espacios mínimos), el arte está por arriba. Sin embargo, está emparentado de igual a igual con la ética. El arte puede ser inmoral, aunque no necesariamente, porque no está, per se, contra la moral, ya está dicho, está por encima. El Elogio de las cantinas es, de pronto, atrevidamente inmoral, pero en su esencia, con su estilo de pronto casi decimonónico y, en apariencia, políticamente correcto, es deliciosa y asombrosamente amoral. Lo que es decir, ético, sólo asequible a través de herramientas de la filosofía, es decir, de la estética.

Así, la compulsión, la obsesión, merecen el más alto de los respetos. Las pedas pantagruélicas, es decir, legendarias, históricas y heroicas, por lo tanto, épicas, son uno de los grandes motivos del Elogio

“He visto a los mejores cerebros de mi generación / destruidos por las drogas” aúlla Gingsberg. Lo cito porque hemos llegado al recodo del camino. La compulsión, no hay duda, puede llevar a la autodestrucción de aquel que la sufre, que la disfruta. La compulsión te obliga, puesto que te ha arrebatado la libertad. El cuando el alcohol le ganó a la poesía. Es el punto donde el creador, sin renunciar a los placeres, discierne y debe seguir el camino de la complacencia. Es cuando Barba Jacob admite que vive para “Bruñir mi obra / y para cultivar mis vicios”. Cuántos poetas malditos y chiquitos he visto sumirse y ser arrastrados e incluso ahogados en los oleajes del alcohol, vencidos por el elíxir divino (pues no hay que olvidar que todo lo divino es no menos demoniaco) y quedan ajenos al mundo, a su propia obra, extraños a la creación.

El alcohol es vitalidad, es chispa, es inteligencia y benevolencia, es claridad. O no es. Porque si te vence, si logras mirar su lado oscuro, ese sol negro, su lado demoniaco, se vuelve flaqueza; oscuridad, estupidez, brutalidad necia.

El alcohol te vuelve —si llegas al sometimiento, si le demuestras que vales muy poco— un guiñapo, un lamentable espantapájaros del desierto, es decir, inútil; te convierte en el sujeto más ridículo y digno de escarnio. Luego te arrastra, te envilece y te enferma hasta pudrirte y por fin, te mata sin piedad. Es decir, te ha arrebatado la poesía.

Es beneficioso y altamente productivo ser aliado del alcohol, respetarlo y dársele a respetar —a veces los borrachos decimos “No es por dártelo a desear”— sí, eso, dársele a desear. El sabio se otorga la complacencia (es indulgente consigo mismo) y evita la compulsión autodestructiva. Pues al final, la libertad, por la cual —dice el Quijote— puede y debe arriesgarse la vida, es útil tan sólo para entregarla. El creador está al servicio de la poesía, le ha entregado a ella (a la Diosa Blanca, dice Graves), su libertad. Y el alcohol, como lo demuestra el maestro Borja, es un formidable aliado, un motivo de alta creación, ejemplo y camino y también compañero de destino.

El maestro Borja (Eusebio Ruvalcaba, magister, dixit) ha alcanzado en este Elogio…, una cumbre creativa. Llevó la crónica —y aquí me recuerda a Ryzard Kapucisky— hasta los más altos estadios de la literatura. Por fortuna, la inmensa sapiencia desarrollada y el descomunal conocimiento que acumuló por largos años, déjenme decirles, lo ha llevado, luego de una sola leída y a veces de mera oída, a glosar y desglosar un texto de cualquier género; a encontrarle las costuras y las puntadas fallidas, de una sola mirada. Gracias a Yemayá, a Babalú, la destreza, el conocimiento y la sabiduría del maestro las ha llevado hasta el territorio de la creación. Circunstancia muy poco común “El que sabe como se escribe un cuento, un poema, es aquel que jamás escribirá un cuento inolvidable, un gran poema”, dice por ahí cierto escritor.

El que sabe demasiado se vigila y puede llegar a paralizarse o a la obra regularzona, por más que, formalmente, muy aceptable. El que intuye y con todo valor se deja ir y además tiene un gran aliado (el OH, el radical alcohólico) es el que suele hacer la gran obra. Este libro tiene efluvios, diría López Velarde, de un misterioso alcohol.